Una eleg¨ªa pastoral
Resulta dif¨ªcil sobreponerse al estupor que suscita la lectura de esta novela. Cuesta creer que, a estas alturas, se pueda escribir as¨ª. Cuesta aceptar que, quien lo hace, pase por ser, para muchos, mascar¨®n de proa de la literatura de toda una comunidad, la del Pa¨ªs Vasco, cuya situaci¨®n tan conflictiva reclama, por parte de quien se ocupa de ella, el m¨¢ximo rigor y la mayor entereza.
Bernardo Atxaga (Aestasu, Guip¨²zcoa, 1951) nunca ha eludido -y eso le honra- la representatividad que viene recayendo sobre ¨¦l desde el ¨¦xito clamoroso de Obabakoak (1988). No cabe dudar de las presiones que ello comporta y de lo dif¨ªcil que tantas veces ha de resultarle abrirse paso a trav¨¦s de ellas. Hasta cierto punto, ello podr¨ªa servir de atenuante de la tibieza y de la confusi¨®n que rodean la percepci¨®n que Atxaga tiene de la realidad vasca. Pero no puede de ning¨²n modo atenuar, por lo que toca a esta novela, el car¨¢cter tan t¨®pico -acusadoramente t¨®pico, esta vez- de sus planteamientos narrativos, la enclenque consistencia de sus personajes, la poquedad de sus desarrollos.
EL HIJO DEL ACORDEONISTA
Bernardo Atxaga
Alfaguara. Madrid, 2004
488 p¨¢ginas. 22 euros
El hijo del acordeonista tiene por principal escenario Obaba, la imaginaria localidad vasca en la que viene recreando Atxaga, con tintas arcaizantes, los atributos del ¨¢mbito rural en el que ¨¦l mismo se cri¨®. Entre otras cosas, la novela viene a contar el deterioro y la p¨¦rdida definitiva de ese mundo id¨ªlico por obra del progreso, s¨ª, pero sobre todo por la injerencia de una violencia hist¨®rica en cuya espiral queda atrapado David, el protagonista del relato.
Las circunstancias que, hacia finales de los a?os sesenta, pudieron empujar a un sano e ingenuo chavalote vasco a militar en ETA: tal parece el asunto que Atxaga pretende ilustrar, echando mano de la experiencia de toda su generaci¨®n y, eso s¨ª, dejando claro su actual distanciamiento de la actividad terrorista tal y como se viene desarrollando desde el establecimiento de la democracia.
Cuando apenas cuenta 13 a?os, un informe psic¨®logico atribuye la poca sociabilidad de David al "apego" que siente por "el mundo rural", y hace constar que "los viejos valores" aparecen en su mente "confundidos con los modernos". Muy tempranamente, David siente la llamada poderosa de formas de vida arcaicas, que lo mueven a a?orar un "mundo antiguo" que sobrevive todav¨ªa en las cercan¨ªas de Obaba. All¨¢ frecuenta el caser¨ªo familiar de Iruain, en "un peque?o valle verde, buc¨®lico", que parece destinado a acoger a los "campesinos felices" (as¨ª los llama ¨¦l siempre, citando a Virgilio), junto a los cuales se siente David m¨¢s a gusto que entre sus compa?eros de colegio.
El conflicto empieza cuando, siendo todav¨ªa adolescente, David descubre poco a poco el oscuro pasado de su padre, acordeonista de profesi¨®n, que colabora con las autoridades franquistas y que estuvo implicado, al parecer, en los fusilamientos que tuvieron lugar en Obaba tras la entrada en el pueblo de los facciosos, a los pocos meses de estallar la Guerra Civil. Pese a su completa ignorancia de lo ocurrido, David se siente "enfermo s¨®lo de pensar que puedo ser hijo de un hombre que tiene sus manos manchadas de sangre".
A partir de entonces, el mun
do de David queda ensombrecido por la maldad impenitente de los fascistas y sus secuaces. Ellos son el origen de todos los males, pues no s¨®lo son ladrones y asesinos, no s¨®lo son espa?olistas y est¨¢n moralmente corruptos, sino que, para colmo, son los que, a fin de hacer prosperar sus turbios negocios, y siempre "llevados por su odio a las gentes del Pa¨ªs Vasco", hacen traer a Obaba las gr¨²as y los camiones que con sus ruedas aplastan las "palabras antiguas", hundi¨¦ndolas en el barro "como copos de nieve", dejando ver "lo desigual de la lucha, qu¨¦ poca esperanza hab¨ªa para el mundo de los 'campesinos felices".
La progresiva toma de conciencia de este estado de cosas ocupa al menos dos terceras partes de la novela, en las que de paso se da cuenta minuciosa -y sonrojante- de las zozobras amorosas de David. El resto del libro, a fuerza siempre de introducir elipsis temporales toda vez que el relato se enfrenta a una dificultad, da cuenta de las forma casi inevitable en que David se incorpora a ETA, organizaci¨®n que, conforme a su testimonio, parece limitarse a distribuir panfletos y hacer volar monumentos y edificios p¨²blicos. S¨®lo cuando las cosas empiecen a desmandarse tomar¨¢ David la decisi¨®n de emigrar a Estados Unidos, donde a la vera de su t¨ªo Juan, poseedor de un rancho dedicado a la cr¨ªa de caballos, cumple su ideal de vida buc¨®lica, al lado de Mari Ann, su mujer (hija de un veterano brigadista internacional, c¨®mo no), y sus dos hijitas. Con ellas juega David a enterrar en peque?as cajas de cerillas palabras que en la "vieja lengua" de su pa¨ªs van cayendo en desuso.
La beatitud y el manique¨ªsmo de sus planteamientos hace inservible El hijo del acordeonista como testimonio de la realidad vasca. A este respecto, la novela s¨®lo vale como documento acr¨ªtico de la inopia y de la bober¨ªa -de la atrofia moral, en definitiva- que no han dejado de consentir y de amparar, hoy lo mismo que ayer, de forma m¨¢s o menos melindrosa, el desarrollo del terrorismo vasco, reducido aqu¨ª a un conflicto de lobos y pastores, un problema de ecolog¨ªa ling¨¹¨ªstica y sentimental, al margen de toda consideraci¨®n ideol¨®gica.
Existe un huidizo concepto,
el de la raz¨®n narrativa, que por su parte ampara las sinrazones que puedan caber en un relato. Pero es esta raz¨®n narrativa la que empieza por fallar completamente en El hijo del acordeonista, novela que incumple las m¨ªnimas reglas del decoro literario. El texto se ofrece como un desordenado "memorial" escrito por David pero reescrito p¨®stumamente por su amigo Joseba, antiguo camarada en la lucha y en la actualidad conocido escritor vasco. Un artificio tramposo que, con sus chispas metaliterarias -y metaficcionales, dado que se insin¨²an aqu¨ª y all¨¢ claves autobiogr¨¢ficas-, no consigue amenizar la deriva tan previsible de un libro construido con una sentimentalidad jur¨¢sica, que en sus mejores p¨¢ginas trae, bien que a su modo, el recuerdo de las novelas de Jos¨¦ Luis Mart¨ªn Vigil. Todo servido en una prosa de seminarista, de una cursiler¨ªa casi conmovedora, llena de rid¨ªculos arrobamientos ("los osos: tan inofensivos, tan inocentes, tan hermosos") y capaz de refutar en t¨¦rminos como los siguientes las maledicencias que corren en torno a don Pedro, un indiano ricach¨®n -pero republicano- de quien se cuenta que labr¨® su fortuna a costa de su hermano: "Detalles policiales aparte, los dos hermanos se quer¨ªan mucho: porque eran Abel y Abel, y no, de ninguna manera, Ca¨ªn y Abel. Desgraciadamente, como bien dice la Biblia, la calumnia es golosina para los o¨ªdos...". Y sigue.
Para nimbar el marco pastoral de la novela con favorecedoras luces crepusculares, resulta que David escribe su memorial sabi¨¦ndose v¨ªctima de una grave dolencia que pronto lo arrancar¨¢ de su particular para¨ªso terrenal. Aunque tarde, ha comprendido que "la vida es lo m¨¢s grande, quien la pierda lo ha perdido todo" (sic). Pero incluso a la muerte consigue arrancarle David rasgos embellecedores, pues en su cercan¨ªa el amor adquiere, dice, nuevas formas: "Formas dulces, casi ideales, ajenas a los conflictos y a los roces de la vida cotidiana". Como las del camino de salvaci¨®n que postula esta novela.
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