La monta?a de los capuchinos
M¨¢s todav¨ªa que desde la elevada fortaleza de Hohensalzburg, s¨ªmbolo y asiento del poder de los Pr¨ªncipes-arzobispos que durante siglos gobernaron Salzburgo, la armon¨ªa y la belleza de la ciudad barroca donde naci¨® Mozart se aprecia mejor desde las laderas de la Kapuzinerberg, una elevaci¨®n boscosa coronada por un convento de capuchinos construido en el siglo XVI que domina toda la ciudad antigua y las graciosas vueltas y revueltas del Salzach, el r¨ªo que la atraviesa. La ¨²nica vivienda que hay en ese bosque es un hermoso pabell¨®n de caza, erigido por un arzobispo en el siglo XVII, que el escritor Stefan Zweig (1881-1942) compr¨® en 1918 y donde vivi¨® hasta febrero de 1934, los a?os m¨¢s fecundos y exitosos de su vida literaria. No queda rastro de ¨¦l en esa casa, salvo acaso el frondoso y aromado jard¨ªn, al que el verano ha llenado de flores y de avispas rumorosas. Sus actuales propietarios, dos hermanos, uno empresario y el otro pintor, no parecen saber gran cosa del ilustre hombre de letras al que en aquellos diecis¨¦is a?os que pas¨® aqu¨ª ven¨ªan a visitar grandes artistas e intelectuales de toda Europa.
Aquella Salzburgo a la que vino a instalarse Stefan Zweig al terminar la primera guerra mundial era peque?ita y miserable -Austria qued¨® mutilada y arruinada en la contienda- y esta casa estaba llena de goteras, paredes sin pintar y ca?er¨ªas agujereadas. Para resistir el fr¨ªo, aqu¨¦l escrib¨ªa las biograf¨ªas, los ensayos hist¨®ricos y los relatos que devoraban los lectores de medio mundo, sepultado en su cama y con guantes de lana y un gorro de dormir embutido hasta las orejas. Desde la ciudad hasta aqu¨ª era preciso subir una escalera de cien pelda?os que la nieve, en el invierno, convert¨ªa en un tobog¨¢n. Pero la belleza y la tranquilidad del lugar justificaban cualquier engorro y, adem¨¢s, atra¨ªan a las musas, porque los libros de Zweig de aquellos a?os -Amok, Carta de una desconocida, los dedicados a H?lderlin, Kleist y Nietzsche y Momentos estelares de la humanidad, entre otros- fueron tan re-editados y traducidos que hicieron de su autor un hombre muy pr¨®spero. Zweig aprovech¨® para invertir esos ingresos en su pasi¨®n de coleccionista y el antiguo pabell¨®n de caza se llen¨® de manuscritos literarios, de partituras, de incunables y ediciones pr¨ªncipe.
En 1920, el director teatral Max Reinhardt y el poeta y dramaturgo Hugo von Hofmannsthal organizaron, en la plaza de la Catedral de Salzburgo, unas representaciones teatrales al aire libre que desde el primer momento tuvieron una gran acogida. As¨ª naci¨® el festival que, en pocos a?os, convertir¨ªa, seg¨²n Zweig, a Salzburgo "en la capital art¨ªstica no s¨®lo de Europa, sino del mundo" a la que en el verano acud¨ªan "reyes y pr¨ªncipes, millonarios americanos y estrellas de cine, amantes de la m¨²sica, escritores y esnobs, a aplaudir aquellos extraordinarios espect¨¢culos". Ochenta y cuatro a?os m¨¢s tarde, el Festival de Salzburgo, dedicado a Mozart, sigue siendo uno de los m¨¢s prestigiosos y convierte, desde mediados de julio hasta el ¨²ltimo d¨ªa de agosto, a esta ciudad en un enclave civilizado donde la buena m¨²sica, el buen teatro, excelentes exposiciones, las inquietudes culturales y la alegr¨ªa parecen ocupar toda la vida. El festival ten¨ªa fama de conservador y de envarado en materias art¨ªsticas cuando lo dirig¨ªa Herbert von Karajan, pero su sucesor, G¨¦rard Mortier, le inyect¨® un formidable aliento renovador y moderno que, en la actualidad, incluso los que fueron los m¨¢s ruidosos cr¨ªticos de su gesti¨®n, recuerdan con nostalgia. No ha bajado de categor¨ªa con la partida del director belga, pero s¨ª ha perdido el aire juvenil y pol¨¦mico que Mortier supo insuflarle sin por ello romper con su vocaci¨®n cl¨¢sica.
Salvo por un sendero extraviado entre pinares, que lleva su nombre, nada recuerda en Salzburgo a Stefan Sweig. En las gu¨ªas no se lo menciona, o, apenas, a la carrera y de puntillas, y no hay placa alguna en la casa que habit¨®, como si la ciudad se sintiera inc¨®moda con el recuerdo de aquel ilustre vecino que, entre 1918 y 1934, fue una de las mayores celebridades que Salzburgo exhib¨ªa a los ojos del mundo. ?Por qu¨¦? Porque el autor de El mundo de ayer est¨¢ ¨ªntimamente ligado a un pasado del que esta hermosa ciudad, del que este bell¨ªsimo pa¨ªs que es Austria, cuya prosperidad y civilizados modos de vida dejan envidiosos y admirados a los forasteros, se las ha arreglado para olvidar, abolir y reemplazar, como esos emperadores incas que sub¨ªan al poder con una corte de historiadores cuya funci¨®n era reconstruir la historia de manera que ¨¦sta alcanzara siempre su apogeo con el inca reinante.
Desde la monta?a de los capuchinos, adem¨¢s del r¨ªo y la ciudad barroca de las cincuenta iglesias, se divisa una empalizada de piedra que hiende las nubes y cuyo nombre suena como un escalofr¨ªo: Berchtesgaden. En su remota cumbre est¨¢ la casa que Martin Bormann le regal¨® a Hitler al cumplir ¨¦ste medio siglo de vida y donde el Fuhrer acostumbraba pasar sus vacaciones. Desde las ventanas de su dormitorio, Stefan Zweig pod¨ªa divisar aquel nido de ¨¢guilas donde, en aquellos a?os, sin que el diligente pol¨ªgrafo lo sospechara, el caudillo nazi estaba sentando las bases de la tragedia que acabar¨ªa con su obra, con su vida y con la de por lo menos veinte millones de europeos.
Seg¨²n confesi¨®n propia, los primeros a?os del nazismo, pese a haber transcurrido a las puertas mismas de Salzburgo, en la vecina M¨²nich, fueron para ¨¦l nada m¨¢s que unas mataperradas de palurdos iletrados que cruzaban la frontera alemana y organizaban marchas y m¨ªtines de cuatro gatos donde cantaban canciones patri¨®ticas y vociferaban insultos antisemitas que los vecinos austriacos observaban desde lejos, como payasadas sin importancia. Zweig detestaba la pol¨ªtica y, como no se met¨ªa con ella, ten¨ªa la ingenuidad de creer que ella tampoco se meter¨ªa nunca con ¨¦l. De pronto, descubri¨® que era jud¨ªo. Lo descubri¨® en los ojos de su mejor amigo, un intelectual destacado, con el que conversaba, discut¨ªa, intercambiaba libros e ideas, y pasaba horas en las ta-bernas bebiendo sendos porrones de cerveza. El juda¨ªsmo deb¨ªa ser algo muy vago y lejano para este austriaco laico, para este intelectual totalmente integrado a la cultura occidental, para este europeo al que la religi¨®n s¨®lo interesaba como objeto de estudio o fuente de placeres est¨¦ticos. Y, sin embargo, un buen d¨ªa, aquel amigo dej¨® de saludarlo en la calle y, peor todav¨ªa, le hizo saber que s¨®lo pod¨ªan continuar su amistad de manera clandestina, porque para un ario como ¨¦l se hab¨ªa vuelto demasiado riesgoso frecuentar a un jud¨ªo.
El estupor de Stefan Zweig fue el mismo que, en esa ciudad prodigiosamente culta y creativa que era en aquellos a?os Viena, debi¨® de sobrecoger a Karl Popper, a Sigmund Freud, a decenas de m¨²sicos, fil¨®sofos, economistas, artistas, escritores, arquitectos austriacos, integrados desde hac¨ªa generaciones al que cre¨ªan su pa¨ªs, su sociedad, su cultura, que de la noche a la ma?ana dejaban de ser lo que eran y pasaban a ser parias, apestados, acosados, perseguidos. Es decir, jud¨ªos. Cuando cuatro polic¨ªas austriacos se presentaron a la casa de la monta?a de los capuchinos, en febrero de 1934, con una orden de registro porque se supon¨ªa que el propietario escond¨ªa armas para una conspiraci¨®n subversiva, Stefan Zweig comprendi¨® que hab¨ªa llegado la hora de partir. Empaquet¨® lo que pudo y, sin hacer saber a nadie que hu¨ªa, escap¨® a Inglaterra, de donde luego seguir¨ªa huyendo, esta vez allende los mares, a Petr¨®polis, en Brasil, donde en 1942, luego de una tranquila velada en la que jugaron una partida de ajedrez, ¨¦l y su joven esposa Lotte se suicidaron tom¨¢ndose una fuerte dosis de Veronal.
?Lament¨® en esos a?os del destierro, mientras ve¨ªa derrumbarse a su alrededor toda aquella civilizaci¨®n europea refinada y tolerante, a la que hab¨ªa dedicado tantas alabanzas en las figuras que, seg¨²n ¨¦l, mejor la encarnaban, un Erasmo, un Montaigne, un Balzac, haber escrito el libreto para la ¨®pera La mujer silenciosa, del provecto Richard Strauss, ni?o mimado de los nazis, que se estren¨® en Dresden bajo el Tercer Reich? Probablemente, no. Hasta el final, y pese a las atrocidades que vio a su alrededor y padeci¨® en carne propia, Stefan Zweig crey¨® que cultura y pol¨ªtica eran esferas independientes que no deb¨ªan mezclarse, y que un escritor y un artista, para alcanzar la excelencia est¨¦tica, deb¨ªan mantenerse rigurosamente alejados de esa cosa mediocre, vulgar y sucia que es el quehacer pol¨ªtico. ?l colabor¨® con el eximio compositor de Der Rosenkavalier que se dej¨® halagar y utilizar por los nazis, no porque compartiera sus criminales prejuicios y fanatismos, sino porque pensaba que era la ¨²nica manera de preservar peque?os islotes de civilizaci¨®n y cultura en medio de la barbarie pol¨ªtica reinante.
El pa¨ªs que lo desconoci¨® y expuls¨® ha hecho de esta ingenua convicci¨®n una exitosa filosof¨ªa. Cuando se piensa en el nazismo se piensa en Alemania, no en Austria, donde hubo tantos partidarios de Hitler como entre los propios alemanes. Sin embargo, jugando h¨¢bilmente la carta del neutralismo, y echando un velo de amnesia y silencio sobre ese pasado comprometedor, Austria ha prosperado, se ha democratizado, y aparece en la historia contempor¨¢nea como una de las v¨ªctimas m¨¢s sufridas, y de ninguna manera una c¨®mplice, de las hordas pardas.
?Es sano o enfermizo pensar en estas cosas cuando se est¨¢ en Salzburgo gozando de este hermoso d¨ªa soleado y con una entrada en el bolsillo para o¨ªr esta noche en la Grosses Festspielhaus a la Filarm¨®nica de Berl¨ªn, con sir Simon Rattle, interpretando las Variaciones de Sch?nberg y la Novena de Beethoven? Mejor aspirar la fragancia del aire pur¨ªsimo, distraerse con la geometr¨ªa de las abejas que evolucionan entre las flores y decirse, embelesado con el espect¨¢culo del r¨ªo, las torres, los campanarios, los palacios, los conventos, que esto es la felicidad y que aqu¨ª encontr¨® inspiraci¨®n un famoso pol¨ªgrafo, que Salzburgo se merece a Mozart y Mozart a Salzburgo, y que Berchtesgaden no es m¨¢s que un alpino pico a cuyos pies est¨¢ el lago K?nig, donde van a besarse todos los enamorados.
? Mario Vargas Llosa, 2004. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2004.
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