El delito de Alcib¨ªades
Hace pocos meses, el ministro de Sanidad brit¨¢nico John Reid sobresalt¨® a los inquisidores partidarios de la tolerancia cero con el tabaco observando que quiz¨¢ fumar un cigarrillo sea por ejemplo uno de los pocos placeres al alcance de una agobiada madre soltera que tiene que sacar adelante a tres criaturas. Dudo que esta caritativa y sensata puntualizaci¨®n modere el celo de los extintores humanos, pero es innegable que suscit¨® esc¨¢ndalo: es lo que ocurre siempre que alguien opone una humildemente aburrida verdad ante las mentiras a la moda. Por supuesto, el esc¨¢ndalo proven¨ªa de mencionar el placer como algo reivindicable por s¨ª mismo, aunque provenga de un h¨¢bito poco higi¨¦nico. Imag¨ªnense la que se hubiese armado si Reid (con a¨²n mayor raz¨®n) se hubiera referido a un cigarrillo de marihuana o hach¨ªs en lugar de tabaco... absteni¨¦ndose adem¨¢s de mencionar los dramas familiares del posible usuario. Probablemente ya no ser¨ªa ministro.
Quienes intentan paliar la mojigater¨ªa persecutoria de los abstemios a ultranza hablan con datos m¨¢s o menos cient¨ªficos (por lo general m¨¢s cient¨ªficos que los esgrimidos por los inquisidores) de las cualidades terap¨¦uticas del cannabis o del vino tinto. No les niego la buena intenci¨®n, pero los que preferimos las tabernas y los estancos a las farmacias echamos de menos que la cuesti¨®n de las llamadas drogas rara vez se plantee en su aut¨¦ntico terreno hedonista, es decir, el de la reivindicaci¨®n human¨ªsima del derecho a la embriaguez. Por eso es tan digna de agradecimiento la publicaci¨®n de libros como Colocados, de Stuart Walton (Alba Editorial), cuyo subt¨ªtulo ofrece nada menos que "una historia cultural de la intoxicaci¨®n". No se trata de una caprichosa concesi¨®n a los vicios de la modernidad, sino de una reflexi¨®n oportuna sobre uno de los rasgos caracter¨ªsticos de la evoluci¨®n del esp¨ªritu humano. Ya Ortega y Gasset, en su Meditaci¨®n de la t¨¦cnica (obra que Walton probablemente desconoce, como tampoco menciona los excelentes estudios sobre el tema de Antonio Escohotado), habl¨® de la "necesidad" de la embriaguez. Se?ala Ortega que junto a los inventos destinados a satisfacer nuestras carencias y protegernos de los peligros, el hombre siempre ha buscado medios para conseguir otros objetivos aparente y s¨®lo aparentemente menos perentorios: "Tan viejo y tan extendido como el hacer fuego es el embriagarse, quiero decir, el uso de procedimientos o sustancias que ponen al hombre en estado psicofisiol¨®gico de exaltaci¨®n deliciosa o bien de delicioso estupor. La droga, el estupefaciente es un invento tan primitivo como el que m¨¢s". N¨®tese que nuestro fil¨®sofo menciona el asunto sin sentirse obligado a realizar ning¨²n aspaviento moral sobre la cuesti¨®n.
Como cualquier otro deseo o actividad humana, la embriaguez se ha visto sometida a trav¨¦s de los tiempos a regulaciones sociales y ha tenido partidarios excesivos junto a repudiadores intransigentes. Ni m¨¢s ni menos que el amor o la religi¨®n, por ejemplo. Ambas categor¨ªas se presentan especialmente exacerbadas en la sociedad de masas actual. Por un lado, el desarrollo de la qu¨ªmica hace proliferar las sustancias intoxicantes y democratiza el acceso a ellas, aunque la prohibici¨®n sobre algunas las convierte en objeto codiciado del tr¨¢fico mafioso y favorece las adulteraciones que las vuelven letalmente inmanejables. Por otro, como se?ala Walton, "el consumo de drogas perturba el funcionamiento de la econom¨ªa posindustrial, pues de lo que se trata no es de adquirir bienes materiales, sino sensaciones y estados de ¨¢nimo". Las ¨²nicas "embriagueces" institucionalmente recomendadas son las que derivan de la adicci¨®n entusiasta a productos tecnol¨®gicos como televisores, m¨®viles o autos, cuya publicidad promete precisamente los para¨ªsos hedonistas individuales o comunicacionales que tambi¨¦n han buscado siempre los usuarios de las sustancias intoxicantes. Cuanto m¨¢s se persigue a borrachos y drogatas, m¨¢s se fomenta la aparici¨®n de nuevos adictos a la cacharrer¨ªa electr¨®nica, aunque esta ¨²ltima desde luego no lleve visos de prohibirse...Hoy vale para el pueblo casi cualquier opio, menos el opio propiamente dicho.
En la cuesti¨®n de la embriaguez, el discurso oficial denomina a los desobedientes parad¨®jicamente como "esclavos", aunque sea de su propio gusto. E insiste en recordar urbi et orbi que la droga mata. Desde luego ninguna droga mata sin m¨¢s, s¨®lo su abuso puede resultar fatal: lo mismo que los coches no son de por s¨ª asesinos, aunque tantos usuarios mueran por exceso de velocidad o imprudencias en la carretera. Pero aqu¨ª se plantea al trasluz un problema real: como los placeres humanos no provienen sencillamente de la satisfacci¨®n de necesidades fisiol¨®gicas sino que exploran m¨¢s all¨¢, muchos de ellos se consiguen en efecto a costa del riesgo de nuestro cuerpo y a veces contra ¨¦l. Nuestra dotaci¨®n instintiva es tan mediocre que ni siquiera el instinto de conservaci¨®n act¨²a con autoridad definitiva. Quiz¨¢ haya, como apunta Walton, "una laguna fundamental del instinto, un vac¨ªo emplazado entre la seguridad f¨ªsica y el atractivo de la euforia mental". Si no fuera as¨ª, es dudoso que nadie se hubiera embarcado jam¨¢s o habr¨ªa descendido a una sima profunda.
Tomemos el caso de la primera de todas las intoxicaciones, la b¨²squeda del v¨¦rtigo que el ni?o se procura en el tiovivo o girando en corro. Las grandes cimas la provocan por lo visto de modo especialmente gratificante, si hemos de creer a los alpinistas. Y ello hace, por ejemplo, que Juan Oyarz¨¢bal sea un indudable adicto a los ochomiles, que tanto y tan valerosamente ha frecuentado, aunque ese capricho le cueste la amputaci¨®n de algunos dedos y ponga en riesgo su vida. Si se le pregunta por qu¨¦ escala una y otra vez esas cumbres, supongo que responder¨¢ que all¨¢ arriba se siente poderosamente a gusto, embriagado de nubes y hielos tras el esfuerzo realizado. ?Le diremos para desanimarle que la alta monta?a mata y que ser¨ªa mejor para su salud permanecer tranquilamente en casa viendo el televisor y esperando la hora de ir a la oficina? Ni siquiera en nuestra ¨¦poca, cuando la medicalizaci¨®n se ha convertido en la moralidad m¨¢s respetada, se atrever¨¢ casi nadie a recomendaci¨®n tan filistea.
Apetecida y por ello temible, es decir eminentemente tentadora, la embriaguez siempre se ha visto sometida a intentos de control por parte delos poderes p¨²blicos que se resisten a dejarla al arbitrio pecaminoso de los particulares. El primer delincuente condenado por posesi¨®n indebida de drogas fue Alcib¨ªades, que en el a?o 415 antes de Cristo sufri¨® en Atenas arresto y multa por haber sustra¨ªdo un poco del misterioso brebaje alucin¨®geno que se empleaba para la iniciaci¨®n en los misterios de Eleusis. El apuesto golfo quer¨ªa la priva sagrada para colocarse en alguna juerga muy profana con sus amigotes... El esc¨¢ndalo y los comadreos provocados por el caso fueron grandes, aunque las consecuencias penales del affaire resultaron m¨ªnimas, vistas desde nuestra ¨®ptica y nuestra era persecutoria. Porque desde hace poco m¨¢s de ochenta a?os la persecuci¨®n de algunos tipos de embriaguez se ha convertido en la droga social de peores consecuencias. Como bien resume Walton, "al intentar reducir legalmente el da?o que puede causar el abuso de ciertos intoxicantes, los gobiernos del siglo XX provocaron la mayor cat¨¢strofe jur¨ªdica de la historia. Las leyes relativas a las drogas han creado en todo el mundo una nueva categor¨ªa de delincuencia imparable, cuyos efectos han sido much¨ªsimo m¨¢s t¨®xicos para la armon¨ªa social que cualquier raya de coca cortada o que cualquier pastilla adulterada".
Y para esta vigente intoxicaci¨®n represiva que fomenta negocios gangsteriles y amenaza la estabilidad de pa¨ªses enteros no se vislumbra de momento ning¨²n alivio cuerdo...
Fernando Savater es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa de la Universidad Complutense de Madrid.
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