La felicidad clandestina
En una calle de Maputo, en Mozambique, un chaval de pies descalzos aborda a una escolar que lleva un libro en brazos. A medias, como un viajero perplejo que asoma en la cubierta de una peque?a embarcaci¨®n, puede verse la foto del autor, un hombre de mirada joven incrustada en un rostro maduro, enmarcado a su vez en la orla de un cabello de gradaci¨®n gris, con esa voluntad del daguerrotipo para sumar los pasajeros que lleva el rostro humano.
El chaval de Maputo cree ver a un conocido en la cubierta del libro que abraza la muchacha. ?l, en cierta forma, se considera amigo de ese hombre que est¨¢ siempre haciendo preguntas y luego escucha con atenci¨®n, como si el preguntar, la espiraci¨®n, y el escuchar, la inspiraci¨®n, formara parte de su sistema respiratorio. La profesi¨®n de aquel hombre conocido era estudiar la naturaleza, as¨ª que preguntaba mucho sobre insectos, animales y plantas. Pero el interrogante que abr¨ªa con suavidad era tan holgado, tan hospitalario, que invitaba a meter en la misma respuesta al ¨¢guila y la gallina, un suponer. A esto y lo otro. Quiz¨¢ por eso, el hombre, adem¨¢s de ser bi¨®logo, escrib¨ªa libros con historias. Por hospitalidad. Para crear cobijos. Paisajes. Lugares. Habitaciones. Su pr¨®ximo libro, le hab¨ªa contado, tratar¨ªa incluso de una estaci¨®n distinta a todas las habidas. Una estaci¨®n en la que la lluvia queda suspendida en el aire. La lluvia desterrada.
El hijo del acordeonista es el relato de parte de una generaci¨®n que mete los ojos, y las manos, en la caja negra de esa "guerra de guerras"
-?Ese libro que llevas es de Mia Couto? -pregunta el muchacho de Maputo.
A la chica le sorprende y desconcierta la pregunta. Todos nos movemos con prejuicios y parece una pregunta inapropiada para ese chaval. Adem¨¢s, la forma de plantearla tiene poco que ver con la duda. Es la t¨ªpica pregunta imperativa, esa que busca confirmar una sospecha. Pero tambi¨¦n, para ella, el hecho de que ¨¦l est¨¦ ah¨ª, preocupado por la autor¨ªa de un libro, contiene un gran enigma: ?qu¨¦ inter¨¦s puede tener este mocoso por la obra de Mia Couto? Lo m¨¢s probable es que ni sepa leer.
Se lo iba a preguntar, lo de si sab¨ªa leer, pero el muchacho se adelant¨®.
-?Seguro que es de Mia Couto?
-S¨ª, claro que es de Mia Couto. Aqu¨ª est¨¢ el nombre del autor, bien claro. ?Mia Couto!
Le hab¨ªa inquietado en el muchacho una conexi¨®n perturbadora entre el tono de la voz y la forma de mirar hacia el libro. Se dio cuenta, pero tarde, de que estaban en una dimensi¨®n diferente. Para ella el libro formaba parte de lo que Clarice Lispector, en aquel cuento inolvidable, llam¨® "la felicidad clandestina". Como la chica del relato, tumbada en la hamaca, cuando no lo le¨ªa, lo manten¨ªa en el regazo. Era un libro amante.
S¨ª, se hab¨ªa dado cuenta tarde. El interrogante del muchacho estaba sujeto entre signos que ten¨ªan la forma de las manos. Esas manos le arrancaron el libro. Cuando quiso reaccionar, el chaval corr¨ªa, inalcanzable. Para ella, era un ladr¨®n. Pero ¨¦l corr¨ªa impulsado por una misi¨®n justiciera. Corr¨ªa hacia la casa de Mia Couto. Iba a devolverle el libro a quien le pertenec¨ªa. Iba a restituir el libro a su autor.
Con Mia Couto, en Cariri, en el Sert?o de Cear¨¢, escucho otra historia que tambi¨¦n transcurre en Mozambique. Pero quien la cuenta es un brasile?o de la mejor madera de la humanidad, Alemberg Quindins, fundador de la Casa Grande de Nova Olinda, un oasis humano, autogobernado por sus j¨®venes habitantes, contrapunto al cr¨¢ter social en el que viven los meninos da r¨²a. En la Casa Grande, los ni?os afilan las u?as con cuerdas de guitarra, se alimentan con palabras sin colesterol y hacen olas en el cielo con su propia radio FM. Pero no se les sustrae el conocimiento de la derrota de la humanidad.
Alemberg Quindins estuvo en ?frica con el prop¨®sito de compartir y extender esa experiencia de que el otro mundo posible comienza con un techo donde poder cantar, una escuela donde no habite el miedo. Claro que a veces la prioridad pasa por conseguir unas piernas ortop¨¦dicas para llegar. En un pa¨ªs tan pobre, la guerra fue de una lenta y sa?uda crueldad. Si el papel de los ni?os era huir, la guada?a explosiva le segaba los pies. Cuando termin¨® aquella guerra, como se relata en la Tierra son¨¢mbula de Mia Couto, nadie recordaba muy bien por qu¨¦ hab¨ªa comenzado. Pues bien, lo que contaba Alemberg es que en su ¨²ltimo desplazamiento, antes de regresar a Brasil, vio un ejemplar de baobab, un ¨¢rbol grande y hermoso como un templo de la naturaleza, que se hab¨ªa mantenido como un acto de voluntad de estilo de la tierra en medio de la violencia catastral. Quindins le pidi¨® al conductor que parase. Y corri¨® hacia el baobab. El ch¨®fer, con la expresi¨®n desencajada, le grit¨® que volviese. Aquel territorio de sabana estaba minado. Las flores blancas del baobab aparec¨ªan ahora como un involuntario se?uelo. Quindins estaba a mitad de camino. Su intenci¨®n era recoger unas semillas y lograr un baobab en el Sert?o. Busc¨® la mirada del ¨¢rbol y avanz¨® hacia esa mirada. Ahora, con humor, nos cuenta que fue en la aduana del aeropuerto donde le requisaron la semilla.
Si un libro es un lugar especial, y ¨¦ste lo es, la siguiente parada para m¨ª en estos d¨ªas intensos fue El hijo del acordeonista. Ellos no lo saben, nos hab¨ªamos despedido una semana antes, pero Couto y Quindins me acompa?aron en la lectura de la novela de Bernardo Atxaga, as¨ª como ve¨ªa el baobab en el bosque de Obaba. Su conversaci¨®n formaba parte de la obra. El libro ten¨ªa la forma de una puerta de doble hoja de la Casa Grande. El hecho de empujar y que la puerta se abriese era un movimiento de felicidad clandestina.
Que nadie se equivoque. La felicidad clandestina en la literatura va acompa?ada de la perturbaci¨®n. Supone adentrarse de una u otra forma en el conocimiento prohibido, en el juego de disfraces del bien y del mal. Contiene la infelicidad. El arranque-desenlace en apariencia apacible de El hijo del acordeonista es, en su capa m¨¢s profunda, materia de desgarro, en el que lo ¨²nico seguro es el peso eterno del adi¨®s. La paradoja m¨¢s visible es la del epitafio de quien encuentra el lugar m¨¢s cercano al para¨ªso no en la patria so?ada sino en el destierro.
Como Quindins en su camino hacia el baobab, Bernardo Atxaga se acerca y se aleja de Obaba sabiendo que pisa un campo minado y que el reclamo es a la vez una verdad y un hechizo. Su manera de pisar, de avanzar en la escritura, es la contenci¨®n de quien apuesta la cabeza. Es tambi¨¦n la manera de andar de un "piel roja". Cada paso supone dos huellas, a veces contradictorias, pero siempre en territorio l¨ªmite, fronterizo. Porque es cierto que, al igual que en la literatura norteamericana del siglo XIX, hay hoy en las literaturas hisp¨¢nicas, en la creaci¨®n y en la teor¨ªa cr¨ªtica, una posici¨®n "rostro p¨¢lido", que desde?a toda implicaci¨®n que no pase por la veneraci¨®n del pronombre personal de primera persona, y esa "piel roja" de pelearse con su tiempo. Como no es lo mismo hacer taxidermia que dar a luz un ser vivo.
La felicidad clandestina, la felicidad del lector, es intransferible. El chaval que pretend¨ªa devolver el libro a Mia Couto cambiar¨ªa su concepto de la propiedad en el momento que aprendiese a leer. En El hijo del acordeonista hay una estructura declarada de palimpsesto, de escritura sobre escritura, que no responde s¨®lo a una arquitectura textual. Es parte del sentido interior de la obra, concebida no como una de esas novelas hist¨®ricas que tienen forma de latas de conserva, sino como el relato de un presente recordado. "Escribir es vivir dos veces", era el lema a lo S¨ªsifo de Albert Camus. Forzando la iron¨ªa, podr¨ªamos decir que "vivir es escribir dos veces". Por lo menos. En el primer escrutinio, se hablar¨¢ mucho desde una perspectiva inmediatista, y es normal que as¨ª sea. Y habr¨¢ lectores que luchen contra el libro, en el ring de la felicidad clandestina. El hijo del acordeonista es, entre otras cosas importantes, el relato de parte de una generaci¨®n que mete los ojos, y las manos, en la caja negra de esa "guerra de guerras" (lenta y sa?uda posguerra incluida) que fue la guerra de Espa?a. Y parte de parte de esa generaci¨®n convirti¨® su vida en un ox¨ªmoron encadenado del comportamiento humano. Pretendiendo vengar los cr¨ªmenes de la historia, acab¨® entrando en la historia criminal. La educaci¨®n sentimental va adquiriendo los tintes de un thriller. Los colores impresionistas del primer para¨ªso se transforman en el dram¨¢tico claroscuro de un Caravaggio. Y ah¨ª est¨¢ el escritor como un valenthuomo, protegiendo la simiente: "?Las palabras, las palabras, las palabras!".
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