La isla del tesoro
Hubo un tiempo en que los tesoros no estaban localizados en los parqu¨¦s de la Bolsa ni en los plat¨®s televisivos ni en las oficinas bancarias ni en las m¨²ltiples "cuevas del poder", sino en islas perdidas, bosques sagrados o en remotos pozos casi inaccesibles, y los caminos que llevaban a ellos, lejos de estar iluminados con luz cegadora, eran dif¨ªciles y secretos, ¨²nicamente dibujados en mapas a los que se acced¨ªa a trav¨¦s de la imaginaci¨®n. Puede que para nuestros criterios actuales este tiempo sea tan pret¨¦rito que se pierde en aquella Edad de Oro con la que, suponemos, nos han mentido los libros y los mitos.
Ahora creemos estar tan completamente convencidos de que el oro es solamente oro, y nada m¨¢s, que apenas nos resultan cre¨ªbles estas historias que nos hablan de tesoros, fant¨¢sticos por intangibles, en el que el metal o la piedra preciosos se revelaban en una palabra, un pensamiento o, m¨¢s exquisitamente, en una emoci¨®n. No es que seamos completamente incr¨¦dulos, pero s¨®lo creemos en lo que afanosamente llamamos la realidad y no se nos ocurre que el mapa que conduce al tesoro quiz¨¢ atraviesa territorios que no pertenecen a ella aunque no por esto son menos reales.
La realidad es as¨ª: una f¨®rmula que, meditada un segundo, no significa absolutamente nada pero que se ha convertido en la justificaci¨®n universal a la que casi todos recurren. La pol¨ªtica contempor¨¢nea, que huye como del diablo de cualquier posible acusaci¨®n de utop¨ªa, recurre por supuesto a esta receta. Sin embargo, no es m¨¢s que el reflejo de una constelaci¨®n social en los m¨¢s distintos ¨®rdenes que se exterioriza con expresiones paralelas: el mundo es as¨ª o la vida es as¨ª. Su reiteraci¨®n continua nos sit¨²a en un c¨ªrculo vicioso del que no podemos o no deseamos escapar.
De hecho, la percepci¨®n de ese c¨ªrculo es diferente y se?ala en gran medida las regiones espirituales de nuestro tiempo. Unos cuantos, efectivamente no muchos aunque es dif¨ªcil cuantificarlos por su propia posici¨®n, se sienten verdaderamente atrapados y desear¨ªan romper el hechizo. Son los que se declaran agobiados por la realidad y por la imposibilidad de evadirla. En el otro extremo se hallan los que, por as¨ª decirlo, est¨¢n encantados con el encantamiento porque sirve a sus fines o a sus r¨¦ditos. Son los que han ajustado la realidad a sus intereses mientras a trav¨¦s de sus despachos p¨²blicos, empresas privadas o medios de comunicaci¨®n se cansan de explicar c¨®mo no pod¨ªa ser de otra manera. Estos ¨²ltimos son los aut¨¦nticos beneficiarios del embrujo si bien (nadie lo ha resumido mejor que los programadores de la televisi¨®n, la publicidad o la pol¨ªtica basura) ellos dan "lo que la gente quiere".
Y la gente -otra gran categor¨ªa- efectivamente lo quiere. O lo acepta. O no lo rechaza. Entre los que se sienten atrapados y los que se sienten encantados el grueso de la poblaci¨®n, la gente, parece protagonizar el embrujo, quiz¨¢ sin demasiada convicci¨®n pero sin demasiada resistencia, como si se hubiera olvidado en alg¨²n lugar perdido de la conciencia el momento en el que pod¨ªa creerse que "las cosas pod¨ªan ser de otro modo". Inesperadamente, en las protestas contra la guerra, por ejemplo, se producen bruscas disconformidades; no obstante, pronto vuelve el sopor, la invencible pasividad mediante la que cualquier circunstancia queda acomodada en la suprema patria de lo inevitable. Cualquier situaci¨®n encaja en la idolatrada realidad aunque se trate de asuntos aparentemente tan desagradables como la especulaci¨®n inmobiliaria, el caos de la ense?anza, el tr¨¢fico de inmigrantes o la venta masiva de la intimidad. Cuando la realidad es as¨ª se hace dif¨ªcil, finalmente, evitar el todo vale, no tanto, desde luego, por su inmoralidad culpable, sino por pura amnesia.
No nos acordamos de que los tesoros se encuentran en islas perdidas, bosques sagrados o pozos lejanos. Y en consecuencia creemos que ya los poseemos. Pero ?c¨®mo hemos podido olvidar algo a la vez tan elemental y tan esencial?
Tal vez no disponemos ni de tiempo ni de espacio para hacerlo y, por consiguiente, necesitemos recuperar el plano que lleva al tesoro. Ser¨ªa parad¨®jico que, despu¨¦s de todo, esta recuperaci¨®n, y no la realidad, fuera la cuesti¨®n fundamental de nuestra ¨¦poca. Y la suscit¨¢ramos en los debates ciudadanos y en las campa?as electorales. Y la convirti¨¦ramos en una exigencia de los derechos actuales del hombre. Y nos pregunt¨¢ramos unos a otros: ?c¨®mo reconstruir aquel trazado que nunca hubi¨¦ramos debido olvidar?
Necesitar¨ªamos una distancia, en primer lugar con respecto a nosotros mismos, que, por lo general, no tenemos. Tambi¨¦n un detenimiento que tampoco poseemos: si pudi¨¦ramos pararnos al margen del camino como aquellos individuos que permanecen horas y horas al lado de la carretera sin sentir el deber de hacer nada... De hecho, podr¨ªamos. Pero no lo haremos porque nosotros, sometidos a un imperativo de oscura procedencia, s¨ª nos vemos obligados a integrarnos en ese singular v¨¦rtigo en el que no hay tiempo para preguntar.
Si pregunt¨¢ramos seguramente empezar¨ªamos a recordar. A menudo, no obstante, hemos perdido las ganas, las ilusiones o simplemente el h¨¢bito de hacerlo. Adem¨¢s, siempre estamos rodeados de respuestas. Nuestro mundo -la realidad- es un abrumador mundo de respuestas en el que ning¨²n resquicio queda a salvo. De ah¨ª que dependamos tan servilmente de la promoci¨®n de verdades que nos rodea con su cadena de montaje. La historia de la propaganda pol¨ªtica es a este respecto admirable porque no contiene pr¨¢cticamente ni un solo interrogante. Es una m¨¢quina de respuestas, disparatadas a posteriori pero de una impecable coherencia en el momento de ser formuladas. M¨¢s eficaz e impune es todav¨ªa el engranaje de la publicidad comercial, un omnipresente "maestro de la verdad" de nuestra ¨¦poca.
Una a una las respuestas sin pregunta van envolvi¨¦ndonos, naturalmente para nuestro bien, seg¨²n se encarguen de anunciarnos las distintas promociones. El pol¨ªtico nos administrar¨¢ para nuestro bien, y el banquero y el constructor de viviendas y el fabricante de drogas curativas y el encargado de facilitarnos el ¨²ltimo descanso. Las respuestas, agolp¨¢ndose ruidosamente, llenan el ¨²ltimo rinc¨®n de nuestra vida. Aseguran nuestra salud, nuestra diversi¨®n, nuestro sexo, nuestra religi¨®n. Todo es f¨¢cil de conseguir, inminente, sencillo, fast: fast life, fast food, fast death.Por si fuera poco, las respuestas son tan poderosas que prev¨¦n cualquier rebeld¨ªa. Como aquella promoci¨®n de una marca automovil¨ªstica que proclama solemnemente: "S¨¦ realista, pide lo imposible" sobre la foto de unos manifestantes o la que ha insertado a toda p¨¢gina en varios peri¨®dicos el principal fabricante de inmundicias del mundo, asegurando que su comida es maravillosa para el universo y que ¨²nicamente hace falta hacer ejercicio (un probable mensaje a Clinton, reci¨¦n operado del coraz¨®n, para que se mueva m¨¢s mientras siga comiendo la misma basura confesada en sus declaraciones).
Todo, como se ve, ajustado a la realidad, incluso para especular demag¨®gicamente con los imposibles. El problema de tanto realismo nuestro es que, en ¨²ltima instancia, el mundo permanezca confundido en el ruido ensordecedor con que el alud de respuestas nos avasalla cada d¨ªa. Y quede poco espacio para la libertad y ninguno para el enigma.
Por eso a veces, ante la imposibilidad de habitarlo, tenemos nostalgia del silencio. Quisi¨¦ramos vivir un instante sin el ruidoso cerco de las respuestas. Y entonces, sin coacciones, poder enunciar alguna pregunta. Pero no como ascetas que se alejan y renuncian, sino como aventureros que intuyen que el tesoro no es el proclamado y que el otro, el que aguarda en la isla, exige afrontar un camino m¨¢s arriesgado y m¨¢s libre.
Rafael Argullol es fil¨®sofo.
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