Oto?o alem¨¢n
El estreno de El hundimiento, una pel¨ªcula en la que el ocaso de Hitler se aborda desde una perturbadora inmediatez, parece haber suscitado en Alemania dos reacciones distintas aunque tal vez no identificadas con suficiente claridad. Por una parte, la interpretaci¨®n de Bruno Ganz, celebrada por toda la cr¨ªtica, se ha convertido en ocasi¨®n para hacer un nuevo balance de la manera en la que los alemanes han asumido el pasado. Por otra, la pel¨ªcula ha trasladado fuera de los c¨ªrculos especializados una preocupaci¨®n que lleva tiempo prosperando en su interior y que tiene que ver con el contenido mismo de ese pasado, con los silencios y medias verdades que pesan sobre ¨¦l. Desde esta segunda perspectiva, El hundimiento no ha hecho, en realidad, m¨¢s que utilizar la capacidad de convocatoria del g¨¦nero cinematogr¨¢fico para llamar la atenci¨®n sobre un heterog¨¦neo c¨²mulo de obras aparecidas en el transcurso de los ¨²ltimos a?os. El director, Oliver Hirschbiegel, ha reconocido su deuda con el ensayo hom¨®nimo de Joachim Fest y, ya en el plano narrativo, con los recuerdos de la secretaria personal del dictador, Trauld Junge.
Si la primera de las reacciones puede considerarse hasta cierto punto como un asunto privado de los alemanes, la segunda reacci¨®n, la relativa al contenido de ese pasado, deber¨ªa constituir una preocupaci¨®n general, puesto que se trata de una historia compartida y frecuentemente invocada para justificar decisiones actuales y no siempre pac¨ªficas. El desolador espect¨¢culo de muerte y destrucci¨®n que cosech¨® Europa al t¨¦rmino de la Segunda Guerra Mundial sigue actuando como tab¨² frente a algunas indagaciones decisivas para entender las causas de la cat¨¢strofe, lo que fuerza a interpretar el pasado, aquel pasado, de la peor y m¨¢s est¨¦ril de las maneras: como un episodio ¨²nico no por la inconmensurable dimensi¨®n del sufrimiento que provoc¨®, sino por la naturaleza de los protagonistas. Poniendo el acento sobre su condici¨®n de monstruos se deja en la penumbra la m¨¢s insensata, la m¨¢s mort¨ªfera de las ideas en las que se inspir¨® el poder pol¨ªtico de la ¨¦poca, haciendo que no pocos reg¨ªmenes liberales, y entre ellos el alem¨¢n, acabaran sucumbiendo a la tiran¨ªa.
Desde mediados del siglo XIX se generaliz¨® a ambos lados del Atl¨¢ntico la convicci¨®n de que el progreso exig¨ªa gobernar de acuerdo con los fines se?alados por una criatura entonces reci¨¦n aparecida en escena: la ciencia. En realidad, los cr¨ªmenes de Hitler heredaron de los perpetrados por el colonialismo el supuesto descubrimiento de que la humanidad se divid¨ªa en razas capaces de determinar las aptitudes de los individuos, y de que era misi¨®n propia de los gobernantes contribuir a su mejora. Lenin y Stalin, por su parte, pertenec¨ªan al mismo g¨¦nero de creyentes, s¨®lo que su fe era distinta, y donde los colonialistas y los nazis escribieron raza ellos escribir¨ªan clase, reelaborando el concepto en funci¨®n de los hallazgos del socialismo cient¨ªfico. La cr¨ªtica al totalitarismo se ha enfrentado durante d¨¦cadas a la existencia de dos pesos y dos medidas a la hora de enjuiciar ambas versiones de la tiran¨ªa, y ah¨ª ha radicado uno de sus principales obst¨¢culos. Pero tal vez exista otro no siempre destacado con la importancia que merece. Y es que estas ideolog¨ªas no se desarrollaron en el interior de unas fronteras cerradas, sino que buena parte de sus fundamentos, y tambi¨¦n algunos de sus m¨¦todos, llegaron a ser habituales en todo el mundo; tan habituales que cabr¨ªa preguntarse si los reg¨ªmenes totalitarios padecieron una locura singular o fueron, por el contrario, quienes m¨¢s lejos llevaron una locura de la que pocos quedar¨ªan a salvo.
La arbitraria fantas¨ªa de distinguir entre pueblos arios y semitas, la adopci¨®n de pol¨ªticas eugen¨¦sicas para conseguir hombres y mujeres libres de supuestas taras f¨ªsicas o morales, la aprobaci¨®n de leyes especiales dirigidas a consagrar la discriminaci¨®n y el privilegio, el establecimiento de limbos destinados a individuos cuya simple existencia constitu¨ªa un error o un delito, fueron pr¨¢cticas realizadas bajo los auspicios de la ciencia de un extremo a otro de Europa, y a ambas orillas del Atl¨¢ntico. E iniciadas las hostilidades, los contendientes fueron aproximando sus m¨¦todos de guerra hasta el punto de que la devastaci¨®n de Gernika no s¨®lo ser¨ªa el pre¨¢mbulo del bombardeo nazi de Coventry y Londres, sino tambi¨¦n de las ciudades enemigas por parte de los Aliados. Tras unos primeros a?os de silencio sepulcral sobre estos hechos -los atormentados escr¨²pulos de Claude Eatherly, el piloto que lanz¨® la bomba sobre Hiroshima, fueron presentados oficialmente como un episodio de demencia-, se acept¨® el argumento de que la guerra total estaba justificada en virtud de la naturaleza del enemigo, una encarnaci¨®n del mal absoluto. Se dijo, adem¨¢s, que las acciones aliadas eran una estricta retorsi¨®n a las emprendidas por las potencias del Eje y que, sin ellas, hubiera resultado dif¨ªcil, si no imposible, obtener la victoria.
Con independencia de la validez o no de ¨¦stos y similares razonamientos, lo cierto es que la l¨®gica desde la que estaban concebidos llevaba a la idea de que la destrucci¨®n de Alemania resultaba tan inexorable como un fen¨®meno natural, seg¨²n la expresi¨®n de W. B. Sebald. Y si alg¨²n escritor o intelectual se decid¨ªa a rasgar el velo y se?alar que detr¨¢s de las toneladas de explosivos vertidas sobre suelo alem¨¢n hab¨ªa una decisi¨®n pol¨ªtica y, por tanto, una responsabilidad susceptible de ser valorada y enjuiciada, la ¨²nica conclusi¨®n que le estaba permitido extraer era de naturaleza pedag¨®gica: he ah¨ª las consecuencias de que todo un pueblo consintiese el crimen. La controversia en torno al estreno de la pel¨ªcula de Hirschbiegel viene a dejar constancia de que las cosas han empezado a cambiar, y que reconocer que los alemanes padecieron sufrimientos indecibles antes, durante y despu¨¦s de la guerra no significa la m¨¢s m¨ªnima concesi¨®n al nazismo.
Por primera vez desde 1945, los lectores de todo el mundo empiezan a prestar atenci¨®n a obras de alemanes que se opusieron a Hitler, como los ensayos de Sebasti¨¢n Haffner o los discursos radiof¨®nicos de Thomas Mann. Por otra parte, historiadores como J?rg Friedrich, autor de El incendio, han abordado con pat¨¦tica sobriedad los efectos de los bombardeos sobre la poblaci¨®n civil. Y un novelista como G¨¹nter Grass, preocupado por el uso que los grupos neonazis vienen haciendo de algunos episodios ocurridos durante la guerra, ha publicado A paso de cangrejo, una narraci¨®n en la que reflexiona sobre el ataque de un submarino sovi¨¦tico contra el crucero Wilhelm Gustloff, en el que perecieron m¨¢s de cuatro mil refugiados alemanes a pocas semanas del final de la guerra. El propio Sebald realiz¨® una original aportaci¨®n a esta corriente con Sobre la historia natural de la destrucci¨®n, un en
-sayo en el que, entre otras cosas, se sorprende de que la literatura alemana de la ¨¦poca no dejara constancia de las ciudades en ruinas; la ¨²nica excepci¨®n, se?ala, se encuentra en uno de los m¨¢s estremecedores relatos de Heinrich B?ll, El ¨¢ngel callaba.
En realidad, la observaci¨®n de Sebald valdr¨ªa tambi¨¦n para describir la mirada del resto de los europeos sobre la Alemania destruida, por m¨¢s que existiesen poderosas razones para comprender la indiferencia, incluso el odio. Pero precisamente porque esas razones exist¨ªan, resulta m¨¢s extraordinaria la actitud de algunos cineastas y escritores que supieron dar curso a una emoci¨®n ins¨®lita en medio de la devastaci¨®n general. Fue el caso de Roberto Rossellini con Alemania, a?o cero, de 1947. Pero tambi¨¦n el de un breve libro publicado en esa misma fecha y que no tuvo la repercusi¨®n de la pel¨ªcula, pese a ofrecer un testimonio pr¨®ximo al de Rossellini. Se trata de Oto?o alem¨¢n, escrito por un anarquista sueco de 23 a?os, Stig Dagerman, tras una visita como periodista a las ruinas del Tercer Reich, del que abomina. El relato de cuanto ve en las ciudades reducidas a escombros, desgranado con una creciente conmoci¨®n, queda resumido en la imagen que le sugieren los miles de alemanes condenados a sobrevivir en s¨®tanos inundados y con las ventanas tapiadas para combatir el fr¨ªo. Se asemejan, escribe, a "los peces que salen a la superficie para respirar".
A diferencia de Rossellini, sin embargo, Dagerman cuestiona que la miseria pueda inculcar pedagog¨ªa pol¨ªtica alguna en unos alemanes reducidos a "trogloditas", y se pregunta si, como sostienen algunas voces, son esas legiones de hombres y mujeres hambrientos y tiritando de fr¨ªo las que podr¨ªan poner otra vez en peligro "los valores de Occidente" y no el despiadado olvido de que esos valores "residen en el respeto a la persona, incluso si se ha enajenado nuestra simpat¨ªa y nuestra compasi¨®n". Admite que la miseria es "sin ninguna contestaci¨®n posible la consecuencia de una guerra de conquista emprendida por los alemanes". Pero alberga dudas de que sea justa, y m¨¢s a¨²n, de que, "por un curioso fen¨®meno de inversi¨®n de los conceptos, no sea cruel". Y la raz¨®n es que "la miseria que padecen los alemanes es colectiva mientras que, pese a todo, sus atrocidades no lo fueron". Y contin¨²a poco despu¨¦s: "Hay en Alemania un n¨²mero no despreciable de antinazis sinceros que se sienten m¨¢s decepcionados, m¨¢s ap¨¢tridas y m¨¢s vencidos de lo que los simpatizantes de los nazis se han sentido jam¨¢s". Dagerman sab¨ªa de lo que hablaba: apenas unos a?os antes hab¨ªa contra¨ªdo matrimonio con la hija de una pareja de exiliados pol¨ªticos alemanes, a quien dedica el libro. A su juicio, "esas gentes son las m¨¢s bellas ruinas de Alemania pero, por ahora, resultan tan inhabitables como las casas destruidas entre Hasselbrook y Landwehr, que desprenden un olor acre de incendios extintos en el crep¨²sculo h¨²medo de este oto?o".
Las reacciones provocadas por el estreno de El hundimiento podr¨ªan ser un signo de que, para los alemanes, ha llegado el momento de habitar esas ruinas de las que habla Dagerman, de revisar los silencios y las medias verdades sobre los que se ha establecido no ya su reciente pasado, sino el pasado de Europa y, en general, de todo el siglo XX; de seleccionar sus predecesores. Al fin y al cabo, lo hemos hecho los espa?oles al rendir homenaje a los republicanos integrados en las tropas del general Leclerc y no al Gobierno de Franco ni la Divisi¨®n Azul. Lejos de buscar exculpaci¨®n alguna, se trata de identificar con precisi¨®n d¨®nde se encontraba la frontera que separaba a los contendientes, qui¨¦nes y por qu¨¦ motivos se comprometieron con uno u otro bando, cu¨¢les fueron sus acciones y c¨®mo cabr¨ªa juzgarlas con independencia de la nacionalidad a la que pertenec¨ªan, se contase al final entre la de los vencedores o la de los vencidos. Si en 1947 Dagerman censuraba como una "falta de realismo" considerar a los alemanes como "una masa compacta exudando los efluvios helados del nazismo", seguir haci¨¦ndolo hoy resulta sencillamente insostenible. Y no s¨®lo porque no se corresponde con los hechos, sino adem¨¢s porque presupone un relato del pasado que, aplicado a los tiempos que corren, impide advertir el nuevo g¨¦nero de locura en el que se est¨¢ incurriendo, la nueva confrontaci¨®n entre un bien y un mal considerados como absolutos, el nuevo toque a rebato frente a enemigos s¨²bitamente descubiertos no en la raza, no en la clase, pero s¨ª en la civilizaci¨®n, por extravagantes hombres de ciencia que reclaman ser escuchados por el poder.
Apenas alcanzada la treintena, Stig Dagerman, uno de los m¨¢s estimulantes escritores europeos de su ¨¦poca, el autor de ese Oto?o alem¨¢n l¨²cido y visionario en el que se esfuerza por distinguir a los culpables de los inocentes, se quit¨® la vida.
Jos¨¦ Mar¨ªa Ridao es embajador de Espa?a en la Unesco.
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