Ni?os
Vaya por delante que a m¨ª este ni?o de caucho que Maurizio Cattelan ha colgado aparatosamente a la entrada de la Bienal de Sevilla no me despierta demasiado el entusiasmo est¨¦tico y que no creo, con toda la modestia y el respeto que son de rigor, que se trate de una obra maestra de la escultura, el happening, el insulto o el medio a que el artista proclame haber tenido a bien recurrir: a m¨ª s¨®lo me resulta eso, un ni?o sint¨¦tico vestido a la ¨²ltima moda en una boutique bien cara, con un plumero de nylon en lo alto de la coronilla y dos ojos de vidrio que le siguen a uno a todas partes como los de un pez muerto, poco m¨¢s. Algo hay inquietante: la sombra s¨ª aterra, cuando se desdibuja sobre la fachada del edificio en que tiene lugar la muestra, entre el ca?averal de astas de bandera, tal vez, como sugiri¨® Adalbert von Chamisso, porque la sombra es el ap¨¦ndice m¨¢s esencial, revelador y sincero de nosotros mismos y se atreve a exponer a la luz lo que otras zonas de nuestro cuerpo no arriesgan.
Dice el autor, el se?or Cattelan, que con esta obra que ya ha escandalizado y dividido a la mitad de la ciudad alcahueta que es Sevilla, s¨®lo pretende hacer una advertencia sobre los sufrimientos diarios a que la infancia es sometida en todas partes, a la vez que desenmascarar la hipocres¨ªa con que la sociedad encara (o m¨¢s bien no encara) dicha injusticia. Seguramente a los motivos de Cattelan haya que a?adir la b¨²squeda de estruendo medi¨¢tico y del rechazo de unos visitantes que acabar¨¢n convencidos de que este es el primer escal¨®n hacia una masacre en las guarder¨ªas, pero el alboroto y la desverg¨¹enza constituyen sabrosos ingredientes del arte desde Duchamp y parece l¨ªcito que cualquiera los emplee si sirve a sus intereses. Lo que s¨ª resulta incontestable es que la obra ha desvelado, como tal vez el autor buscaba, ese farise¨ªsmo de las buenas conciencias y ese humanitarismo de tres al cuarto por el que la gente no puede soportar una criatura de pl¨¢stico ahorcada en la esquina de casa pero almuerza cada mediod¨ªa frente a un televisor poblado de ni?os fam¨¦licos.
A veces el mundo de la televisi¨®n muestra dotes de talentoso realizador cinematogr¨¢fico: como en uno de esos montajes de Sergu¨¦i Eisenstein en que se yuxtapon¨ªan, en un derroche de m¨ªmica, la figura de Kerenski a la de un pavo real o los fusiles del ej¨¦rcito alem¨¢n y un bosque de guada?as, por pocos d¨ªas no han coincidido en nuestras pantallas el ni?o ajusticiado de Cattelan y el muro de Hondarribia donde se suicid¨® otro menor, este harto de las palizas y los insultos a que lo somet¨ªan sus compa?eros ante la clamorosa indiferencia del sistema educativo. Ahora se habla de erradicar la violencia, de buscar consenso, de entablar modelos de convivencia, pero yo llevo veinte a?os entre escolar y docente presenciando o padeciendo las mismas humillaciones y tratando de curarlas con los mismos parches caseros, sin que exista administraci¨®n que reconozca en las llagas un problema cl¨ªnico verdaderamente serio. Este cuerpo de goma que ni siente ni padece y se balancea sobre el m¨¢stil de la Cartuja como un ancla vieja debe de poseer alg¨²n carisma especial: ha merecido la indignaci¨®n de esos mismos padres que ven las patadas de los recreos como un pasatiempo de lo m¨¢s candoroso.
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