Cuando los intelectuales queman libros
Los intelectuales han sido los m¨¢s grandes enemigos de los libros. Tras doce a?os de estudio sobre el tema de la biblioclastia, he concluido que mientras m¨¢s culto es un pueblo o un hombre, est¨¢ m¨¢s dispuesto a eliminar libros bajo la presi¨®n de mitos apocal¨ªpticos.
Baste pensar que el libro no es destruido como objeto f¨ªsico sino como v¨ªnculo de memoria. John Milton, en Aeropagitica (1644), cre¨ªa que lo destruido en un libro era la racionalidad representada: "[...] quien destruye un buen libro mata a la Raz¨®n misma [...]". El libro le da volumen a la memoria humana. Cuando se destruye un libro, se impone el ¨¢nimo de aniquilar la memoria que encierra, es decir, el patrimonio de ideas de una cultura entera. La destrucci¨®n se cumple contra cuanto se considere una amenaza directa o indirecta a un valor considerado superior.
Al establecer las bases de una personalidad totalitaria, el mito apocal¨ªptico impulsa en cada individuo o grupo un inter¨¦s por una totalidad sin cortapisas. Curiosamente, los destructores cuentan con un elevado sentido creativo; poseen su propio libro, que juzgan eterno. Cuando el fervor extremista aprior¨ªstico asign¨® una condici¨®n categ¨®rica al contenido de una obra (ll¨¢mese Cor¨¢n, Biblia o el programa de un movimiento religioso, social, art¨ªstico o pol¨ªtico), lo hizo para legitimar su procedencia divina o permanente (Dios como autor o, en su defecto, un iluminado, un mes¨ªas).
Sobran los ejemplos de estadistas, l¨ªderes bien formados, fil¨®sofos, eruditos y escritores que reivindicaron la biblioclastia. En el siglo V antes de Cristo, los dem¨®cratas atenienses persiguieron por impiedad al sofista Prot¨¢goras de Abdera, y su libro Sobre los dioses fue llevado a la hoguera p¨²blica. Seg¨²n el bi¨®grafo Di¨®genes Laercio, el fil¨®sofo Plat¨®n, no contento con impedir a los poetas el ingreso a su rep¨²blica ideal, intent¨® quemar los libros de Dem¨®crito y quem¨® sus propios poemas al conocer a S¨®crates. En cierto momento de su vida, Hip¨®crates de Cos, cuyo juramento forma parte de la iniciaci¨®n de todos los m¨¦dicos en el mundo, quem¨® la biblioteca del Templo de la Salud de Cnido.
Estos terribles incidentes no terminan aqu¨ª. En China, uno de los consejeros del emperador Zhi Huang Di, llamado Li Si, el fil¨®sofo m¨¢s original de la escuela legalista, propuso la destrucci¨®n de todos los libros que defend¨ªan el retorno al pasado, lo que, en efecto, sucedi¨® el a?o 213 antes de Cristo. Resulta interesante saber que fue el C¨¦sar Augusto, el protector de Virgilio, Augusto, quien prohibi¨® el a?o 8 la circulaci¨®n de Ars Amatoria de Ovidio y se dedic¨® a hacer torturar a numerosos escritores y ordenar la quema de sus obras. Fray Diego Cisneros, fundador de la Universidad de Alcal¨¢ y gestor de la llamada Biblia Sacra Polyglota, en griego, hebreo y caldeo, con traducci¨®n al lat¨ªn, quem¨® los libros de los musulmanes en Granada. Fray Juan de Zum¨¢rraga, creador de la primera biblioteca de M¨¦xico, quem¨® en 1530 los c¨®dices de los mayas. Ren¨¦ Descartes, seguro de su m¨¦todo, pidi¨® a sus lectores quemar los libros antiguos. Un hombre tan tolerante como el fil¨®sofo escoc¨¦s David Hume no vacil¨® en exigir la supresi¨®n de todos los libros sobre metaf¨ªsica.
No debe olvidarse nunca que Hitler, un bibli¨®filo reconocido, permiti¨® que el fil¨®logo Joseph Goebbels, junto con los mejores estudiantes alemanes, quemaran el 10 de mayo de 1933 miles de libros. Martin Heidegger, rector designado, sac¨® de su biblioteca libros de Edmund Husserl para que sus estudiantes de filosof¨ªa los quemaran en 1933. Seg¨²n el historiador W. J¨¹tte se destruyeron las obras de m¨¢s de 5.500 autores durante el bibliocausto nazi. Lo curioso, lo inevitable, es que mientras esto pasaba, los estadounidenses, escandalizados por tal barbarie, destru¨ªan ejemplares del Ulises de James Joyce en Nueva York. En abril de 2003, los estadounidenses permitieron que su Gobierno ocupara Irak en nombre de la democracia y destruyera m¨¢s de un mill¨®n de libros en Bagdad. Rumsfeld, un connotado universitario, fue el gestor de este acto infame.Todo esto, como es natural, me obliga a una conclusi¨®n precipitada. Mientras m¨¢s estudio la relaci¨®n entre intelectuales y biblioclastas, m¨¢s miedo me tengo.
Fernando B¨¢ez es autor de Historia universal de la destrucci¨®n de libros (Destino, 2004).
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