M¨¢s all¨¢ de la pantalla
Fue a fines de noviembre de 1987 y, parad¨®jicamente, gracias al general Pinochet, que me hice amigo de Christopher Reeve.
Extra?a iron¨ªa: me hab¨ªa pasado las d¨¦cadas anteriores denunciando a los superh¨¦roes. Eran maniqueos y desmovilizadores y poco democr¨¢ticos, claro que s¨ª, pero cuando me pidieron desde un Santiago donde todav¨ªa malgobernaba el general que yo encontrara a una estrella norteamericana que viajase a Chile para solidarizarse con 77 actores y actrices amenazados de muerte por los escuadrones de la dictadura, no dud¨¦ en recurrir justamente a Superm¨¢n mismo -o m¨¢s bien al hombre que lo hab¨ªa encarnado tan notoriamente en las pantallas del mundo-.
No fue f¨¢cil ubicarlo. Los grandes ¨ªdolos guardan el secreto de sus tel¨¦fonos con m¨¢s ferocidad que Superm¨¢n guardaba su rec¨®ndita identidad de Clark Kent. Finalmente, sin embargo, son¨® el tel¨¦fono en mi casa en Durham, Carolina del Norte, y reconoc¨ª ese hondo bar¨ªtono que hab¨ªa escuchado en tantas salas de cine. Era, por cierto, la voz del hombre de acero, pero tambi¨¦n la del aprendiz malo en Trampa de la muerte y la del abogado bueno en Las bostonianas. No hablamos, sin embargo, de cine. Chris ya sab¨ªa lo que se esperaba de ¨¦l. Hab¨ªa le¨ªdo un art¨ªculo m¨ªo en The New York Times sobre el ultim¨¢tum a los actores ("v¨¢yanse de Chile antes del 30 de noviembre o los matamos"), y Margot Kidder, que interpretaba el rol de Lois Lane en las pel¨ªculas y que lo hab¨ªa contactado en mi nombre, ya le hab¨ªa explicado qu¨¦ misi¨®n le propon¨ªamos.
De inmediato me llam¨® la atenci¨®n su inteligencia, su franqueza, su avidez por entender, y, s¨ª, su modestia.
Al final de una media hora de conversaci¨®n, me hizo un par de preguntas muy directas. La primera:
-?Cu¨¢n peligroso es Chile para m¨ª?
La respuesta:
-No puedo darte la menor garant¨ªa de que no te vayan a matar. Nada ser¨ªa peor para la dictadura que te pasara algo; pero no hay que suponerle racionalidad a esta gente. Por ah¨ª, un grupo de la polic¨ªa secreta podr¨ªa hacerte da?o para culpar a la oposici¨®n. Y en esas situaciones ca¨®ticas, accidentes ocurren a cada rato.
-Y si voy, ?c¨®mo ayudar¨ªa eso a mis colegas chilenos?
-Si vas, puedes salvarles la vida.
Hubo tres, cuatro segundos, quiz¨¢s m¨¢s, de silencio.
-Then, I'll go -me dijo con esa sencillez tan espont¨¢nea que siempre lo caracterizar¨ªa.
Me pregunt¨® si yo lo pod¨ªa acompa?ar. Respond¨ª que mi presencia iba a crearle problemas -hac¨ªa s¨®lo un par de meses me hab¨ªan detenido en el aeropuerto de Santiago, deport¨¢ndome del pa¨ªs-, y que adem¨¢s mi concurrencia le otorgar¨ªa a su misi¨®n un excesivo tinte pol¨ªtico. Era fundamental que ¨¦l no apareciera como abander¨¢ndose por un lado o por otro: bastaba con que ¨¦l llevara el saludo de centenares de artistas norteamericanos que est¨¢bamos recolectando en esos momentos, avis¨¢ndole a Pinochet de que el mundo estaba vigilante. Quien pod¨ªa viajar con ¨¦l a Chile era mi mujer, Ang¨¦lica, que le servir¨ªa de gu¨ªa e int¨¦rprete en un pa¨ªs que ¨¦l desconoc¨ªa casi enteramente.
De nuevo, esa pausa de varios segundos. En los a?os venideros, yo me acostumbrar¨ªa a sus interludios, al modo en que se tomaba el tiempo para meditar sus alternativas, y tambi¨¦n me iba a fascinar el hecho de que, una vez que hubiese tomado una decisi¨®n, era absolutamente arrojado y hasta temerario en llevarla a cabo.
-Gracias -dijo ahora-. Estar¨ªa feliz de tener a alguien a mi lado que pudiera ayudarme.
El suyo fue un acto de generosidad verdaderamente extraordinario. Aunque muchos festinaron y festejaron ese viaje como el de un Superm¨¢n que volaba a Chile a rescatar a un grupo de actores desamparados, repitiendo en la realidad lo que hab¨ªamos divisado en las pantallas planetarias -ese hombre que salvaba a ni?os que ca¨ªan de edificios y aviones que se tambaleaban y diques que se romp¨ªan-, lo cierto es que el cuerpo de Chris (lo sabr¨ªamos todos con tristeza muchos a?os m¨¢s tarde) era tan vulnerable y abierto a las heridas como el de cualquier mortal, como el de sus colegas chilenos acechados por una bala en la espalda o un cuchillo en la garganta. No era ciego a los peligros que lo atend¨ªan, pero siempre pudo m¨¢s su sorprendente dignidad interior, la ¨ªntima convicci¨®n de que si el destino le hab¨ªa otorgado tanta celebridad, ser¨ªa un pecado no usarlo con sabidur¨ªa. Estaba en sus manos salvar vidas ajenas -no en el cine, sino que en la realidad- y ¨¦l no dejar¨ªa pasar la ocasi¨®n. Y no tuvo miedo cuando el Gobierno prohibi¨® el acto p¨²blico de adhesi¨®n que el pueblo de Santiago organiz¨® para solidarizarse con los actores amenazados. Y tampoco tuvo miedo cuando ingres¨®, unas horas m¨¢s tarde, a un recinto cerrado, el Garage Matucana, donde se hab¨ªan congregado miles de manifestantes y que dispon¨ªa tan s¨®lo de una puerta de salida, f¨®rmula para un desastre terrible.
Pero lo m¨¢s interesante es que no tuvo miedo de abrirse a la experiencia chilena, de comprender lo que ocurre cuando seres comunes y corrientes resisten la opresi¨®n. Me contar¨ªa, a su retorno, cuando posteriormente pudimos conversar cara a cara, que ese viaje le hab¨ªa cambiado la existencia. Ten¨ªa ganas, me dijo, de hacer un filme -ficticio, por cierto- que pudiera transmitirle al mundo lo que pasa cuando un actor afamado -y tan inocente como lo era Chris- visita un pa¨ªs para rescatar a sus colegas amedrentados y descubre que es el visitante quien necesita de veras ser rescatado.
Trabajamos durante varios a?os juntos en el gui¨®n de esa eventual pel¨ªcula y si bien fue finalmente imposible encontrar una manera de filmarla, signific¨® que nos dimos el tiempo para ir estableciendo una amistad.
Siempre me impresionaron de ¨¦l dos aspectos de su personalidad.
Lo primero era su ternura con los ni?os. Cierta vez, cuando ¨¦l vol¨® a Tejas (en su propio avi¨®n) a discutir un aspecto del gui¨®n conmigo en los momentos en que yo ensayaba la obra Viudas, mi hijo Joaqu¨ªn, que andaba descalzo y saltando por ah¨ª, se meti¨® un clavo en el pie. Todav¨ªa recuerdo a Chris -con sus enormes brazos y gigantesco cuerpo- levantando al peque?o Joaqu¨ªn y llev¨¢ndolo al auto, acompa?¨¢ndonos a la cl¨ªnica, qued¨¢ndose con el ni?o y consol¨¢ndolo hasta que tuvimos la certeza de que no hab¨ªa riesgo. Eso era esencial en ¨¦l: el contraste entre su colosal estatura y la preocupaci¨®n m¨ªnima por todo lo que fuera indefenso y desguarnecido.
Y la otra caracter¨ªstica suya que hay que destacar era su ¨¢nimo implacablemente aventurero, siempre audaz. Si algo nuevo lo confrontaba, algo diferente, era seguro de que Chris iba a lanzarse en su busca, era seguro de que ning¨²n reto lo iba a intimidar. Lo mejor del esp¨ªritu pionero norteamericano, pensaba yo, que siempre busca el pr¨®ximo horizonte. Pero tambi¨¦n, yo me dec¨ªa -y a veces se lo dec¨ªa al mismoChris-, ese esp¨ªritu era excesivamente ingenuo, incapaz de contemplar su propia mortalidad, demasiado seguro de que la voluntad de un solo individuo puede cambiar el destino y el mundo. La ¨²ltima vez que pudimos hablar largamente fue en un acto por Sarajevo que organiz¨® Vanesssa Redgrave en Nueva York a principios de 1995 y donde ¨¦l ley¨® un poema de Neruda -demostrando una vez m¨¢s su entra?able amor por Chile-. Conversamos m¨¢s que nada sobre su trabajo en defensa de la ecolog¨ªa y creo recordar -aunque la memoria puede estarme jugando una mala pasada- que ¨¦l me mencion¨® cu¨¢nto placer le daba la equitaci¨®n. Quedamos en vernos en el verano. Lo dem¨¢s lo sabe el mundo. El accidente en mayo de ese a?o y su par¨¢lisis, ese ser humano tan bello atrapado en un cuerpo que ya no le respond¨ªa. Y tambi¨¦n se sabe c¨®mo Chris luch¨® contra la muerte que lo asediaba con el mismo empecinamiento con que desafi¨® esa muerte en Chile cuando no dud¨® en pararse al lado de sus oprimidos colegas chilenos. Y todos supieron la manera en que Chris entendi¨® que ¨¦ste no era s¨®lo su combate, sino algo que involucraba a la humanidad entera, que su mala fortuna y su inmensa fama pod¨ªan servir para que la ciencia encontrara los medios de sanar enfermedades que hasta entonces se supon¨ªan flagrantemente incurables. Hasta que, claro, la muerte en que ¨¦l nunca crey¨® vino por ¨¦l. La muerte que ¨¦l no tem¨ªa. Pensando en ¨¦l hoy, se me ocurre que es posible que le causara gracia -puesto que no he mencionado su muy especial sentido del humor, la forma en que se re¨ªa de todo e incluso de s¨ª mismo- que su desaparici¨®n f¨ªsica de nuestro mundo sucediera en un momento muy particular en la historia de su pa¨ªs. Se aproxima una elecci¨®n donde el pueblo norteamericano tiene que decidir si quiere ser gobernado por un presidente cuyo fanatismo religioso lo ha hecho rechazar precisamente el tipo de investigaci¨®n cient¨ªfica de las c¨¦lulas madre, que podr¨ªa, alg¨²n d¨ªa, llevar a regenerar a tantos enfermos que padecen males como los que aquejaron a Chris. Una elecci¨®n donde John Kerry, el candidato opositor, ¨¦l mismo un amigo de Christopher Reeve, ha jurado volver a liberar a la medicina de su pa¨ªs para que pueda, de nuevo, darles a tantos millones de desamparados una nueva esperanza de recuperaci¨®n. La muerte del hombre que hizo el papel de Superm¨¢n podr¨ªa, por lo tanto, tener un efecto en esta elecci¨®n tan crucial. A Chris le gustaba que yo le entretuviera, cuando nos juntamos en su hogar de Nueva York o su residencia en Williamstown, con cuentos de origen latinoamericano e hisp¨¢nico. De manera que si estuviese ahora con ¨¦l, le contar¨ªa la historia del Cid Campeador y aquella batalla p¨®stuma que gan¨® su cuerpo ya sin vida. S¨ª, yo creo que le dar¨ªa un placer inconmensurable a mi amigo pensar que su propia muerte iba a depararle la extra?a oportunidad de convertirse, una ¨²ltima vez, en un h¨¦roe. Yo creo que a ¨¦l le encantar¨ªa saber que, m¨¢s all¨¢ de la muerte, sigue haciendo mucho m¨¢s por la humanidad doliente que el superhombre que encarn¨® y al que super¨® en la realidad dif¨ªcil y cotidiana de cada d¨ªa y cada noche de su existencia.
Ariel Dorfman es escritor chileno. Su ¨²ltimo libro es Memorias del desierto.
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