?Hay alguien ah¨ª?
Internet ha tra¨ªdo cosas nuevas, unos cambios atropellados a los que debemos adaptarnos con v¨¦rtigo y con aturdimiento. Pero la Red ha actualizado tambi¨¦n viejas formas de operar que son tan antiguas como la vida, como el hombre. Entre ellas, el anonimato. El anonimato no es necesariamente algo malo, algo rechazable. F¨ªjense: la ciudad es el recinto de los an¨®nimos, una bendici¨®n, una liberaci¨®n frente a la inspecci¨®n y al control de la identidad que se da en espacios menudos, limitados, esos espacios en los que siempre estamos expuestos a la visibilidad del semejante, celoso guardi¨¢n de quienes son portadores de alg¨²n estigma. Ser an¨®nimo en el recinto urbano es, para m¨ª, el ideal de vida frente al custodio: que el barman de aquella cafeter¨ªa no te reconozca ni sepa de tu pasado, que el quiosquero no recuerde qu¨¦ peri¨®dico lees o qu¨¦ semanario prefieres. Ya digo: el anonimato urbano es una escapada frente al escrutinio minucioso, frente a las solidaridades mec¨¢nicas (en palabras de ?mile Durkheim) del espacio rural, peque?o, acotado.
Al transitar por una calle de mi localidad, espero estar protegido por un aura de intimidad, espero, en fin, estar dentro de lo que Erving Goffman llamaba reservas egoc¨¦ntricas, esos lugares invisibles que me cobijan y que me preservan frente a la irrupci¨®n del otro. Al acudir a la playa, deseo que los vecinos que me rodean, tan ociosos como yo, no invadan el per¨ªmetro de mi toalla o deseo, en fin, que no me examinen con celo y con inquisici¨®n. M¨¢s a¨²n, cuando hay razones justificadas de miedo o de persecuci¨®n, el anonimato es una salvaguarda. As¨ª, por ejemplo, cuando es requerido por Polifemo para que se identifique, Ulises le dar¨¢ largas. "C¨ªclope", dice, "preguntas cu¨¢l es mi nombre ilustre, y voy a dec¨ªrtelo; pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie; y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compa?eros". Pero Ulises no se f¨ªa, claro, porque su vida corre un serio peligro, por lo que para evitar ser devorado cegar¨¢ a Polifemo escapando a toda prisa de la gruta en la que estaba retenido.
Ahora bien, cuando sin razones justificadas de miedo hacemos uso del anonimato profiriendo ideas, sermoneando, rega?ando, incluso ultrajando, obramos de una forma cobarde, pues nos valemos de la irresponsabilidad. En Internet, los blogs (las bit¨¢coras cibern¨¦ticas) y los chats (esas conversaciones escritas que se dan en tiempo real en la Red) han extendido dicha pr¨¢ctica. Que sea muy frecuente no significa que sea algo deseable. Algunos, muy optimistas, creen que la proliferaci¨®n de comentaristas an¨®nimos es la democratizaci¨®n de la opini¨®n, el reinado de la doxa. ?ste es el caso de Arcadi Espada, por ejemplo, responsable de un blog period¨ªstico de gran ¨¦xito entre los internautas espa?oles. Dice el escritor catal¨¢n en una entrevista en Letras Libres de octubre de 2004 que es cierto que el nick, el alias, "ensalza la libertad de calumnia, pero acaba con un vicio muy pernicioso de la cultura, que es el argumento de autoridad".
Yo creo que, como poco, habr¨ªa que discutir ese dictamen de Arcadi Espada. Es probable que opinar o juzgar sin nombre propio tenga un valor terap¨¦utico para muchos en la medida en que la audacia expresiva o la temeridad verbal desinhiben al no tener censura ni represi¨®n. Pero los apodos que se emplean en los chats no ensalzan nada, pues entre sus usuarios m¨¢s desvergonzados simplemente permiten la afrenta, la calumnia irresponsable en una conversaci¨®n que es a ciegas, una conversaci¨®n en la que nadie puede romperte la cara. Como nadie te ve y como nadie sabe a qui¨¦n responde ese nombre ocurrente, chistoso, tras el que te has emboscado, puedes muy bien injuriar y propagar embustes, infundios, noticias falsas. En un espacio dominado por la comunicaci¨®n, como es el contempor¨¢neo, la multiplicaci¨®n del ruido informativo conspira contra la verdad, contra el discernimiento, contra la sensatez, puesto que la avalancha de datos y de opiniones nos impide discriminar con juicio. Por tanto, el nick no acaba con el argumento de autoridad, con el sofisma ad verecundiam, sino que lo reemplaza por la falacia ad populum, propia de este tiempo de demagogia que todo lo allana: cualquier deposici¨®n valdr¨ªa por la simple raz¨®n de ser hecha entre individuos de igual entidad, informados o desinformados, cuerdos o triviales, reflexivos o hueros.
Es as¨ª por lo que podr¨ªamos emitir sin riesgo opiniones irrelevantes e injuriosas, sin padecer humillaciones o reprobaciones. Nuestro nombre propio es un designador r¨ªgido que nos responsabiliza, nos implica y nos complica en la vida real. En el chat an¨®nimo de Internet, no hay compromisos incondicionales a que estemos obligados y los alias de los interlocutores pueden centuplicar las m¨¢scaras, las caretas y los antifaces de los sujetos hasta hacer de la identidad algo m¨²ltiple, fluido, inestable. Justamente lo contrario de lo que nos ense?aron desde ni?os: que estamos obligados a dar nuestra filiaci¨®n completa, nuestro nombre, ese r¨®tulo que nos marca y que nos hace responsables ante los otros y ante la imagen duradera que de nosotros mismos queremos formarnos. Desde jovencitos nos han educado para ser quienes creemos ser, conocedores de nuestra identidad y due?os de nosotros mismos, de nuestro aspecto. Vigilamos nuestro yo y afectamos muecas, modales, maneras y talantes a la hora de presentarnos en p¨²blico, precisamente porque suponemos que siempre habr¨¢ alguien ah¨ª, escrut¨¢ndonos.
Justo Serna es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad de Valencia.
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