Libertad y muerte
Desde los comienzos de la modernidad, el hombre occidental no ha dejado de sufrir, una tras otra, humillaciones que han terminado por derribarle del trono al que el cristianismo le hab¨ªa elevado. Creado "a imagen y semejanza de Dios", le hab¨ªa confiado el reinar sobre todo lo existente y, una vez redimido del pecado original por la sangre de Cristo, al que se hubiera comportado como es debido le esperaba el destino glorioso de gozar por siempre en la otra vida de la presencia de Dios. Si Cristo ha resucitado, la muerte ha sido vencida.
Cop¨¦rnico desbarat¨® la concepci¨®n de un cosmos que tendr¨ªa su centro en nuestro planeta, concretamente en Jerusal¨¦n. No fue f¨¢cil para el rey de la creaci¨®n tener que aceptar que le tocaba dominar el universo desde una part¨ªcula, rid¨ªculamente peque?a, de cuya situaci¨®n ni siquiera pod¨ªa hacerse una idea. Darwin nos hiri¨® con mayor sa?a al poner de manifiesto que no exist¨ªa una frontera tajante entre el mundo animal y el humano, que todas las especies vivas, incluido el g¨¦nero humano, proven¨ªan de la evoluci¨®n. Hoy la biolog¨ªa molecular ha eliminado la ¨²ltima frontera entre lo vivo y lo inerte, que a principios del siglo XX con tanta fuerza de convencimiento todav¨ªa defend¨ªa Henri Bergson. Al sospechar que somos el producto de nuestros genes, tal como interact¨²an en la cultura en que hayamos nacido, se ampl¨ªa enormemente la afrenta que ya nos hab¨ªa causado Freud al poner de manifiesto que el subconsciente tiene su din¨¢mica propia, al margen de nuestra voluntad y capacidad de disquisici¨®n, m¨¢s que racional, racionalizadora.
En efecto, ya no hay modo de dejar de preguntarse qu¨¦ es lo que queda de la libertad que Dios hab¨ªa querido al crearnos libres. Importa recalcar que la libertad que nos define y sin la cual no nos concebimos humanos, en nuestra tradici¨®n occidental (que es la ¨²nica en la que, por lo dem¨¢s, desempe?a papel tan b¨¢sico), es un don divino. Despu¨¦s de "la muerte de Dios", el ate¨ªsmo sartriano pudo apelar a la libertad como la nada en que consiste lo humano, por fin plena y netamente libre, al haberse evaporado el Otro que nos limitaba y constre?¨ªa. Filosof¨ªa de sentido inverso a la bersogniana, pero que tampoco aguanta los embates de la biolog¨ªa contempor¨¢nea que disuelve la libertad, en tanto que categor¨ªa espec¨ªfica de lo humano.
Pues bien, a la vez que se disipa la libertad como el don privativo de lo humano, torna la muerte como el final inexorable de todo lo vivo. Dudamos si podemos seguir defini¨¦ndonos como libertad, pero sabemos ya sin la menor duda que somos mortales. La conversi¨®n de las fuerzas de la naturaleza en dioses antropom¨®rficos en la Grecia arcaica no elimin¨® el saber anterior de que existen poderes m¨¢s all¨¢ del dominio de los dioses. Es el destino, no el m¨¦rito personal, el que nos coloca en una determinada situaci¨®n que hemos de saber llevar con dignidad. Como no cabe influir en lo que nos ocurra, no puede surgir la noci¨®n de pecado ni de culpabilidad. Al rozarse con dioses tan pr¨®ximos, que comparten las mismas pasiones y debilidades, el hombre adquiere una mayor consciencia de s¨ª mismo y se siente orgulloso de lo que logra. "Desde que Homero convirti¨® a los dioses en seres humanos, el hombre empez¨® a conocerse a s¨ª mismo", ha escrito Moses I. Finley, uno de los historiadores de la Grecia antigua m¨¢s importante en la segunda mitad del siglo XX. Nuestro humanismo tendr¨ªa su origen y fundamento en la conversi¨®n antropom¨®rfica de los dioses que Homero llev¨® a cabo.
Los dioses se diferencian de los hombres tan s¨®lo en que son inmortales. Lo que a primera vista pudiera parecer fuente de superioridad, en rigor constituye la mayor r¨¦mora. Siendo semejantes a los humanos en defectos y virtudes, no pueden, sin embargo, llegar a serlo en plenitud, heroicidad que ¨²nicamente se consigue arriesgando la vida por lo que creemos que vale la pena. La ventaja de los humanos sobre los dioses reside en que nosotros somos mortales. Sin el horizonte de la muerte no tendr¨ªamos la oportunidad de jugarnos la vida por todo aquello que consideramos valioso. Y es valioso s¨®lo porque estamos dispuestos a morir por ello, de modo que, si nos guiamos por valores, es porque somos mortales. En el mundo hom¨¦rico el guerrero aprecia el honor que le tributan sus iguales m¨¢s que la vida que se juega en cada combate. Cada instante que vivimos tiene sentido porque, ante un final seguro, es irrepetible. Acucia saber qu¨¦ hacemos con una vida que percibimos c¨®mo se va agotando minuto a minuto. La muerte da sentido, o lo que es lo mismo, contenido real a la vida. Que ¨¦sta no es el valor ¨²ltimo sobre el que se asentar¨ªan todos los dem¨¢s, y que, en consecuencia, habr¨ªa que defenderla a todo trance, constituye la esencia de la ¨¦tica hom¨¦rica, y tal vez de toda ¨¦tica. El hombre empieza a serlo de verdad en cuanto prefiere morir a perder la libertad; en cambio, el esclavo antepone el seguir viviendo a todo lo dem¨¢s. Es la dial¨¦ctica, tantas veces descrita, desde Hegel y antes de Hegel, del amo y el esclavo.
La vida no es el valor supremo, pese a que ha sido mucha la confusi¨®n que se ha difundido con esta tesis. S¨®lo alcanzamos a ser plenamente humanos cuando sabemos por qu¨¦ y para qu¨¦ vale la pena morir. Aquiles lo sabe, dispuesto a morir joven en combate, como lo sabe Sans¨®n, que elige morir derribando el templo repleto de filisteos, enemigos de Israel. Alabamos al soldado que imita a Aquiles y repudiamos al creyente isl¨¢mico que sigue los pasos de Sans¨®n. Hemos sido "arrojados" a la vida sin que nadie nos hubiera preguntado nuestro parecer, pero conservamos la libertad de decidir, fuente y ra¨ªz de toda libertad, cu¨¢ndo, para qu¨¦ y por qu¨¦ estamos dispuestos a entregarla. La posibilidad de decidir sobre la propia muerte se revela as¨ª el fundamento mismo de la libertad.
El juicio moral que hacemos del suicidio suele estar en relaci¨®n con la motivaci¨®n: rechazamos el que se basa en el ego¨ªsmo y exaltamos el realizado por una causa que aplaude la sociedad. Y, sin embargo, desde el repudio del suicidio privado a la apolog¨ªa de la muerte heroica no hay otro trecho que el min¨²sculo del m¨®vil. Siendo as¨ª, hay que tener muy claro que no cabe juzgar la motivaci¨®n que en uso de su libertad cada cual haya tenido para seguir viviendo o decidir morir, porque reposa en una valoraci¨®n personal e intransferible de la que cada uno es el ¨²nico responsable. Es curioso que muchos que se presentan como defensores ac¨¦rrimos de la libertad individual no permitan que se ejerza el derecho primordial de decidir libremente el para qu¨¦ y cu¨¢ndo morir, fundamento de todas las dem¨¢s libertades que dicen defender.
El que hayamos nacido condenados a morir, lejos de ser un destino inaceptable que nos obligar¨ªa a inventarnos formas de sobrevivencia -la muerte no ser¨ªa m¨¢s que el tr¨¢nsito a otra vida-, se revela el fundamento m¨¢s s¨®lido de nuestra libertad. La perspectiva de la muerte no s¨®lo nos manifiesta los valores por los que vivir (aquellos que, si nos los arrebatasen, preferir¨ªamos morir) y en cuya defensa estamos dispuestos a arriesgar la vida, sino que es el fundamento ¨²ltimo de nuestra libertad, que consiste en poder decidir el momento y la causa que consideramos mejor para morir. Nos sentimos libres mientras sepamos en qu¨¦ grado de esclavitud o de dolor elegiremos la muerte. De algo estamos seguros, nunca sufriremos el castigo de S¨ªsifo o el de Prometeo, porque, a diferencia de los dioses, somos mortales.
Estas reflexiones sobre el valor moral del suicidio est¨¢n escritas como proemio a una discusi¨®n sobre la eutanasia, que ocupa cada vez un mayor espacio en la Europa de nuestros d¨ªas. La principal dificultad radica en que sobre la eutanasia que, en ¨²ltima instancia, es ayuda al suicidio, no cabe alcanzar la claridad l¨²cida que cabe respecto al suicidio. Muy consciente de la diferencia, conviene, sin embargo, subrayar, primero, que el derecho al suicidio es el presupuesto que subyace en un posible derecho a la eutanasia; si no se reconoce el primero, huelga seguir adelante. En segundo lugar, que los escollos surgen cuando un derecho tan personal e intransferible como es el de suicidarse tiene que interpretarlo una voluntad ajena, lo que ¨²nicamente se justifica porque la persona a la que habr¨ªa que ayudar a morir se encuentra en una situaci¨®n tan cabalmente inhumana que no puede hacer ya uso de la libertad b¨¢sica, fuente de todas las dem¨¢s libertades, la de quitarse la vida cuando lo juzgue oportuno.
Se comprende que los poderes constituidos nada teman tanto como a ciudadanos libres, dispuestos a arriesgar su vida, o a quit¨¢rsela, por las razones y cuando lo estimen pertinente. Si a esto se a?ade que la eutanasia ofrece una extensa casu¨ªstica de situaciones muy diferentes, e incluso de intereses contradictorios en los que no podemos entrar, no habr¨¢ que insistir en que se trata de un asunto en el que hay que hilar muy fino. Con todo, pienso que partiendo del derecho a la vida, que tiene su reverso en el derecho a la muerte, es decir, el derecho a luchar por los valores por los que se quiere vivir y, por tanto, se est¨¢ dispuesto a morir, con prudencia podr¨ªamos ir dando forma jur¨ªdica al derecho a la eutanasia.
Ignacio Sotelo es catedr¨¢tico excedente de Sociolog¨ªa.
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