Juguete roto
Hay una hora del d¨ªa que parece un par¨¦ntesis. Los granadinos trasnochadores empiezan a retirarse a sus casas, pisando las sombras de las calles y la luz que se escapa del amanecer como de la puerta de un bar cerrado. Los granadinos madrugadores todav¨ªa no han salido a mezclarse con los atascos del tr¨¢fico y con el saludo de los amigos. Es un placer sigiloso pasear por Granada en esa hora vac¨ªa entre la noche y la ma?ana. La ciudad es un gato pac¨ªfico que se deja acariciar tranquilamente. No hay peligro de que ara?e. Da gusto caminar hasta la Plaza de Mariana Pineda para desayunar chocolate con churros en el Caf¨¦ F¨²tbol, un caf¨¦ de toda la vida, con su larga barra de toda la vida, con sus camareros de toda la vida, con su cajera rubia a corto plazo y de toda la vida. En Granada se aprecian mucho las cosas de toda la vida. Por eso cuesta tanto pensar en el futuro. El chocolate con churros del Caf¨¦ F¨²tbol sienta muy bien en esa hora de par¨¦ntesis. Uno puede desayunar como una sombra.
El poeta Luis Garc¨ªa Montero se adentra por las calles de Granada y concluye que la ciudad "necesita un nuevo compromiso"
La estatua de Mariana Pineda mira el amanecer desde el centro de su plaza. En ma?anas de pesimismo, el paseante de las sombras cae en la tentaci¨®n de repetir un itinerario instructivo por el centro de la ciudad. Puede buscar la casa de la calle del ?guila en la que vivi¨® Marianita Pineda. Era muy joven cuando el absolutismo la sac¨® de su casa para llevarla al cadalso. Marianita: los diminutivos son un arma de doble filo. As¨ª podr¨¢ comprobarlo quien siga este paseo, cruce el Camino de Ronda y se acerque al Parque Garc¨ªa Lorca. Los ¨¢rboles h¨²medos, medio dormidos y medio vigilantes de la ma?ana rodean la Huerta de San Vicente, un lugar en el que Federico Garc¨ªa Lorca pas¨® muchas horas jugando con los diminutivos y con las emociones de Granada, su Granada.
Pero hoy no va a ser un d¨ªa manchado por el pesimismo. No hay por qu¨¦ ir de la casa de Mariana Pineda a la casa de Garc¨ªa Lorca. Como Granada es la ciudad de los diminutivos, de la placica y los churricos, los granadinos solemos contentarnos con poco. Al leer la prensa durante el desayuno, el paseante se ha enterado de que el Gobierno de Andaluc¨ªa acaba de aprobar unos presupuestos que aumentan un 20% las inversiones en Granada. Hay que recuperar la esperanza, cerrando los ojos a la sospecha de que no lleguen a cumplirse los buenos prop¨®sitos. Granada es una ciudad herida, un juguete roto que no sabe recomponerse. Los pol¨ªticos mantienen un compromiso d¨¦bil con la ciudad; utilizan el granadinismo electoralmente y luego se olvidan de su econom¨ªa tuberculosa, de sus trenes de posguerra, de sus carreteras prehist¨®ricas. La noble poblaci¨®n granadina tampoco se compromete mucho. La luz p¨¢lida de la ciudad pude ser oro, o puede ser una madera envenenada de termitas. Echarle la culpa a los pol¨ªticos es un recurso demasiado f¨¢cil. Granada se divierte devor¨¢ndose a s¨ª misma, sospechando del que quiere salir del pozo de toda la vida.
Pero no conviene perder las esperanzas. La ciudad se ha despertado, los comercios abren sus puertas y el paseante deja las sombras y se atreve a sentirse ciudadano de carne y hueso. M¨¢s que ejercer de granadino, prefiere sentirse turista en su ciudad, disfrutar de las bellezas hist¨®ricas sin arriesgarse a demasiadas complicaciones sentimentales. De sombra pasa a turista, y se dirige a la Librer¨ªa Atl¨¢ntida para comprarse una gu¨ªa. Se trata de una buena librer¨ªa de fondo, que atiende tambi¨¦n a los temas locales. El due?o, Jos¨¦ Ram¨®n, es un poeta secreto, de verso fino, y una persona sentimental. No se dedica de lleno a la literatura porque teme los peligros de la fama. Pero le sobra valor para expulsar a los clientes que pretenden calumniar a sus amigos. Defiende la fama de los dem¨¢s, porque est¨¢ cansado de murmuradores.
El paseante convertido en turista puede elegir. Granada es un universo encerrado en una caja de sorpresas. La ciudad parece un laberinto que se bifurca entre el islamismo hist¨®rico de la Alhambra, el islamismo vivo del bajo Albaic¨ªn, las casas colgadas y rom¨¢nticas de la Carrera del Darro o la arquitectura cristiana de la Catedral y la Capilla Real. Demasiada riqueza hist¨®rica, y tal vez la ciudad se ha acostumbrado a vivir como la heredera de un terrateniente, derrochando el viejo patrimonio de la familia. Pero la ciudad est¨¢ tocando fondo. Y se nota en el ambiente.
Hay que comer. El paseante, que se sinti¨® sombra y luego turista, piensa en un restaurante que le ayude finalmente a sentirse granadino de toda la vida. Baraja dos posibilidades que tienen que ver con su historia y con la historia de la ciudad. El restaurante Sevilla mezcla la comida tradicional andaluza con las lecciones de los grandes cocineros modernos. El ¨¢lbum de firmas pasa las p¨¢ginas del tiempo hasta una ¨¦poca en la que Garc¨ªa Lorca obligaba a los camareros a aprenderse de memoria las Soledades de G¨®ngora para impresionar y gastarle una broma a su amigo D¨¢maso Alonso. La otra posibilidad es el Restaurante San Remo, muy cerca de Plaza Mariana Pineda y de Puerta Real. Al fondo del bar hay una habitaci¨®n amplia, casi secreta, adornada con fotograf¨ªas de la Granada antigua y con viejos recortes de peri¨®dico. All¨ª se come bien, y recupera uno el deseo de dejar de ser sombra o turista en la ciudad. El paseante vuelve a ser granadino, y sale a la calle repleta de gente, y saluda, y sue?a con ayudar a que esta ciudad olvide los diminutivos. Granada necesita un nuevo compromiso.
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