Agorafobia y poder
Todo poder pol¨ªtico debe demostrar peri¨®dicamente su dominio sobre el territorio que administra. Es necesario que el Gobierno se encarne f¨ªsicamente en el tiempo y en el espacio, que proclame teatralmente y al aire libre no s¨®lo su legitimidad, sino su control sobre ese tiempo y ese espacio, mucho m¨¢s en las ciudades, donde son m¨¢s previsibles los descontentos y las desobediencias. Esa espectacularizaci¨®n del poder pol¨ªtico, consistente en formas solemnes de asomarse al balc¨®n o pasear, puede ser problem¨¢tico. Exponerse, en este caso, cobra el doble sentido de exhibirse y de ponerse en peligro. No es casual que existan tantas celebraciones consistentes en que algo o alguien que representa el poder sea objeto p¨²blico de chanza, escarnio o agresi¨®n. El paradigma de ello ser¨ªa nuestro Rey de Carnaval, del que conocemos variables en numerosas culturas.
Ese riesgo que implica para el poderoso su exposici¨®n p¨²blica se agudiza en contextos nominalmente democr¨¢ticos, en los que los ciudadanos pueden expresar en voz alta sus sentimientos y opiniones sobre asuntos que les ata?en e interpelar sin intermediarios a las autoridades que los gestionan. El ejercicio de ese derecho a decirle a la cara a los gobernantes lo que se piensa de ellos se traduce en un obst¨¢culo para las liturgias mediante las que el poder pol¨ªtico se hace patente ante sus gobernados.
Pensemos en el caso de Barcelona, una ciudad en la que, desde la desaparici¨®n de Franco, han sido muy escasas ese tipo de exposiciones directas del poder institucional. No se ha repetido la imagen del presidente Tarradellas en el balc¨®n de la Generalitat, en octubre de 1977, aclamado por la multitud que asist¨ªa a su aparici¨®n. Desde entonces, tampoco hemos vuelto a ver a la muchedumbre rodeando el coche descubierto en el que un pol¨ªtico hace entrada en la ciudad, con la posibilidad incluso casi de tocarlo, como hab¨ªa ocurrido en las recepciones multitudinarias a Aza?a en septiembre de 1932 o a Companys en marzo de 1936. Con esta excepci¨®n, las encarnaciones de las instituciones pol¨ªticas no han encontrado en Barcelona un escenario propicio para sus alardes, como si un miedo esc¨¦nico a la hostilidad o a la indiferencia hubiera frenado la ostentaci¨®n p¨²blica del poder pol¨ªtico en Barcelona.
Cuesta imaginar a Juan Carlos I circulando en carroza por las calles de la ciudad, a la manera como hab¨ªan hecho sus antecesores din¨¢sticos Carlos III, Carlos IV, Isabel II y Alfonso XIII. De hecho, la v¨ªa m¨¢s importante que ha recorrido la actual familia real en majestad ha sido la calle del Foc, en la Zona Franca, en una entrada triunfal que se hizo pr¨¢cticamente en solitario. Fue en septiembre de 1989, con motivo de la inauguraci¨®n del estadio ol¨ªmpico, una ceremonia marcada por las protestas antimon¨¢rquicas de una parte del p¨²blico asistente. Recu¨¦rdese tambi¨¦n la pirueta a que hubo que recurrir la tarde de la apertura de los Juegos Ol¨ªmpicos, haciendo sonar Els segadors en el momento en que aparec¨ªan en escena los Reyes. No ha habido ninguna presentaci¨®n p¨²blica de la Monarqu¨ªa que no haya sido conflictiva en Barcelona en las ¨²ltimas d¨¦cadas. Cons¨²ltese cualquier hemeroteca: D¨ªa de las Fuerzas Armadas en marzo de 1981 o mayo de 2000; Milenario de Catalu?a en abril de 1988; concentraci¨®n de barcos de la OTAN en mayo de 1989; Merc¨¨ de 1993. El desaf¨ªo que supuso el enlace de la infanta Cristina e I?aki Urdangar¨ªn fue resuelto reduciendo al m¨ªnimo el tiempo y el espacio de exposici¨®n, haciendo que una parte del itinerario imitase el de las comitivas triunfales del Bar?a y logrando que el p¨²blico celebrara no que el cortejo real llegase -como hab¨ªa ocurrido con la boda de la infanta Elena en Sevilla meses atr¨¢s-, sino que se fuese.
Cuando a alg¨²n presidente espa?ol se le ha ocurrido intentar un ba?o de multitudes en Barcelona, el resultado ha sido desfavorable, como se vio en las increpaciones que tuvo que soportar Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar en la manifestaci¨®n en protesta por el asesinato de Ernest Lluch. Y lo mismo para las propias instituciones locales. El presidente de la Generalitat y el alcalde de la ciudad s¨®lo se han presentado en tanto que tales ante las masas en contextos festivos y con frecuencia en clave distorsionada: dando saltos -Jordi Pujol abrazado a Stoichkov en el balc¨®n de la Generalitat; Pasqual Maragall en Montju?c, despu¨¦s de la consecuci¨®n de la sede ol¨ªmpica para Barcelona- o bailando, como Joan Clos sobre un autob¨²s engalanado en la carnavalada del paseo de Gr¨¤cia, hace unas semanas. En este ¨²ltimo caso, cabe imaginar qu¨¦ habr¨ªa pasado si el alcalde hubiera decidido vivir su experiencia al lado de Carlinhos Brown, a ras de suelo, hundido en el magma de la muchedumbre agitada por el ritmo.
Dos episodios recientes advierten del agudizamiento de la agorafobia de nuestros gobernantes. La primera, la de un Pasqual Maragall que, harto ya de someterse a la bronca del p¨²blico en la ofrenda floral al monumento a Rafael Casanova, decide trasladar el momento m¨¢s solemne del Onze de Setembre al terreno m¨¢s propicio de los aleda?os del Parlament. La segunda, la de una apertura de las fiestas de la Merc¨¨ en que, por primera vez, el alcalde decide no salir al bac¨®n del Ayuntamiento para saludar a un p¨²blico que estaba claro que no hab¨ªa acudido para aclamarle. Al otro lado de la plaza de Sant Jaume, alguien vio al presidente de la Generalitat asomar la cabeza entre los visillos.
Terror a la intemperie, a espacios abiertos llenos de gente entre la que el poder puede sentirse y saberse detestado, ignorado o simplemente solo. Vienen entonces a la cabeza las palabras con que Mija¨ªl Bajtin cierra su fundamental La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento: "En todas las ¨¦pocas del pasado existi¨® la plaza p¨²blica, henchida de una multitud delirante, aquella que el Usurpador ve¨ªa en su pesadilla. Abajo, la multitud bull¨ªa en la plaza / y, en medio de risas, me se?alaba con el dedo; / Y yo ten¨ªa verg¨¹enza y miedo".
Manuel Delgado es antrop¨®logo.
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