M¨¢quinas infalibles
Los cl¨¢sicos aseguran que errar es humano. Benditos ellos que no tuvieron que hab¨¦rselas con las maravillosas m¨¢quinas que hoy nos rodean. Unas m¨¢quinas tan perfectas que garantizan que nunca se equivocan. Una falacia, claro. La m¨¢quina infalible es pura propaganda. ?O no? Tras la m¨¢quina siempre existir¨¢ esa mano, ese cerebro humano, que no es Dios y yerra. Pero ese hecho, tan sencillo de entender como la debilidad humana, se diluye, se oculta, tras el delirio vano que adjudica a esas m¨¢quinas la perfecci¨®n sobrenatural de la que carec¨ªan quienes las inventaron. ?El resultado? Se conf¨ªa m¨¢s en las m¨¢quinas que en las personas.
Todos podemos constatar cada d¨ªa esa implacable fe en la m¨¢quina. Las administraciones, las empresas, desconf¨ªan m¨¢s de nosotros que de sus ordenadores: una vez introducido el dato en las tripas de alg¨²n engendro electr¨®nico, no hay que so?ar en desfacer entuertos por nimios que sean. Una prestigiosa publicaci¨®n espa?ola me adjudic¨® hace tiempo cuatro a?os menos de los que tengo: no hubo forma humana de arreglarlo y cada vez que aparezco ah¨ª se me rejuvenece. ?Me quejar¨ªa m¨¢s si me hubieran aumentado la edad? Eso no importa: el hecho es que el error se perpet¨²a por los siglos de los siglos cuando lo dice una m¨¢quina. Ellas mandan, acumulan la credibilidad de la que carece la mayor¨ªa de los humanos: las m¨¢quinas no mienten.
Compartir la vida con m¨¢quinas tiene, a la vez, innegables ventajas. Siempre podemos echarles el muerto a ellas. Los bancos, desde luego, nunca se equivocan: sus m¨¢quinas son un or¨¢culo, pero, ?ah!, cuidado, delicadas como una mariposa. Ese estamos sin ordenadores -un baj¨®n en el sistema- deja toda su sabidur¨ªa al pairo. Sin la m¨¢quina nadie sabe nada del dinero que queda o que falta. Cuando un ordenador enmudece, sea por la raz¨®n que sea, todo se paraliza: la inteligencia humana no vale casi nada. No s¨®lo hay que esperar a que la m¨¢quina resucite, sino que hay que hacerlo con paciencia e indulgencia muy superiores a las que tendr¨ªamos con otro humano. Ellas son dignas de toda consideraci¨®n: no queda otro remedio. ?se es su gran poder: no se inmutan ni en lo bueno ni en lo malo.
Dos incidentes de esta semana me llevan a estas reflexiones acerca de nuestro compadreo con las m¨¢quinas, esos seres infalibles con quienes compartimos la vida. El complej¨ªsimo ordenador que regula el metro de Barcelona avis¨® del peligro de choque, pero quien ten¨ªa que interpretar la se?al la percibi¨® fuera de tiempo: cosa de segundos. As¨ª trabajan las m¨¢quinas: un ritmo implacable para los mortales. El segundo hecho es la atribuci¨®n del error en la composici¨®n del jurado del caso del Putxet -se cit¨® a gente seleccionada para 2005 en lugar de para 2004- a las complejidades organizativas de la justicia, que, como se sabe, ya est¨¢n informatizadas. Alguna m¨¢quina se pas¨® de lista seguramente. Alguien la crey¨®: l¨ªo evidente, juicio paralizado hasta diciembre. Es dif¨ªcil seguir la velocidad, la anticipaci¨®n y la capacidad de trabajo de las m¨¢quinas que controlan la agenda del futuro.
Medir personas con m¨¢quinas: tarea in¨²til, pero ¨¦stas marcan el ritmo y el camino. Nos arrastran, nos llevan, nos definen: un poder perpetuo, en la sombra y en lo evidente. ?sta es su influencia: la gente compite con la m¨¢quina. La cajera del supermercado vive al ritmo de su registrador electr¨®nico. En esta desigual confrontaci¨®n suelen ganar las m¨¢quinas, los nuevos dioses que configuran el estilo de la ¨¦poca. Para muestra, un bot¨®n: esos pol¨ªticos que nunca se equivocan, que nunca yerran, que jam¨¢s retroceden, que reclaman que quien reconozca errores sea el otro. Son humanos-m¨¢quinas frente a humanos-humanos, infalibles artefactos frente a quienes dudan y se equivocan. Humanos que, como las m¨¢quinas, reclaman sumisi¨®n ajena. ?sta ser¨ªa la par¨¢bola, apl¨ªquese a cualquier hecho cotidiano. Las m¨¢quinas, adem¨¢s, siempre piensan por anticipado y lo saben todo. Son el sue?o de la raz¨®n hecho realidad.
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