Marat¨®n de miedo
El pan es m¨¢s ¨²til que la poes¨ªa, dijo Paul ?luard. Me he sentado junto a un chico que sujeta una gran barra de pan, un enorme, un suculento bocadillo de embutido y de pan con tomate, y se lo zampa ayudado por una cerveza, que sostiene entre las rodillas. Se proyecta en esta sala el v¨ªdeo La invasi¨®n de los zombies at¨®micos (Umberto Lenzi, 1980). A la entrada, la organizaci¨®n ha colocado un aviso: "Nota aclaratoria. La calidad de las copias de algunas de las pelis que se pasan en esta sala es as¨ªn como infecta (de la calidad de las pelis ya ni hablamos)...". En la habitaci¨®n caben 90 personas, y est¨¢ a rebosar. La atiborran grupos y parejas de muchachos y muchachas que han venido a pas¨¢rselo en grande; a menudo, chavales con pantalones vaqueros y gafas. Un chico con barba y pelo un poco largo, abrigado con un jersey negro, se come en un plis-plas una bolsa de patatas fritas, y unos siniestros de terciopelo y cuero buscan la manera de acomodarse todos juntos. En la pel¨ªcula aparece el actor Francisco Rabal, y entonces los chavales corean entusiasmados: "Paaaco, Paaaco". Francisco Rabal tiene que enfrentarse a los pasajeros de un avi¨®n que, tras recibir unas radiaciones at¨®micas, se han convertido en zombies camorristas. Cuando aterrizan, los zombies desembarcan armados con pu?ales y metralletas, y pasan a cuchillo a medio aeropuerto. Los zombies de esta cinta tienen un punto proletario y andan dando vueltas sin parar por descampados, como queriendo atrapar un conejo o buscando un billete que se les hubiese ca¨ªdo entre las matas. Son zombies de americana modesta, jersey de pico y pantal¨®n de tergal, con la cara un poco pintada de verde. "?Pero mira qu¨¦ zombies!", protesta a voces un muchacho. Y otro a?ade: "?Son zombies pueblerinos!". No hay nada mejor que una mala pel¨ªcula para disfrutar de un buen rato de cine con los amigos. Al final del pase un chico exclama ante un r¨®tulo escrito en catal¨¢n: "Est¨¤ en valenci¨¤! No s'ent¨¦n!". Del ambiente de la sala se desprende el esp¨ªritu ochentero del v¨ªdeo de alquiler, que reivindican los organizadores del XVI Marat¨®n de Cine Fant¨¢stico y de Terror de las Cotxeres de Sants. En este festival, cuando una copia de v¨ªdeo salta o se ve de repente rayada, se celebra con aplausos y voces de alegr¨ªa. "Afortunadamente, esto no es el cine Verdi", hay escrito a mano en un papel y colocado en la pared.
Separada por un patio, en el que se puede tomar el fresco junto a la figura de un se?or ahorcado entre un grupo de l¨¢pidas, se encuentra la sala donde se proyectan en 35mm los t¨ªtulos que han sido novedad durante la temporada. Aqu¨ª el aforo es de 650 localidades y tambi¨¦n se ha llenado esta noche de chavales que aplauden cuando el protagonista se sale con la suya. Se agita en la sala un suave murmullo de bolsas y de vasos de pl¨¢stico, de ruido de comer, de ruido de beber, y aqu¨ª y all¨¢ se ve la punta encendida de los cigarrillos. De vez en cuando alguien ilumina su bolso con el m¨®vil e incluso algunos hablan por tel¨¦fono con respetuoso volumen de voz mientras contin¨²an disfrutando de la pel¨ªcula. En ¨¦sta, El cazador de sue?os (Lawrence Kasdan, 2003), unos amigos son atacados por unos monstruos extraterrestres. Los alien¨ªgenas se introducen en el aparato digestivo de los humanos y se manifiestan a trav¨¦s de ventosidades, eructos y cuantiosas deposiciones. Cuando uno de esos seres muerde en el pene a uno de los protagonistas que orina sobre la nieve, se origina una singular pelea, y estalla en la sala un clamor de aplausos, y todo el mundo jalea al humano en su lucha por deshacerse de la criatura. En otra escena un personaje llama desesperadamente a uno de sus compa?eros, y entre el p¨²blico alguien replica: "?Voy!". A medida que contin¨²a, la historia tiene cada vez menos fundamento. Un espectador grita descorazonado: "?No es coherente!". Y otro le apoya: "?Estoy confundido!". Y un tercero profiere: "?Alguien lo entiende?". Y la sala responde al un¨ªsono: "?Nooo!".
Tras las cortinas de la sala est¨¢ el bar, con sus peque?as mesas redondas, decorado con murales de cr¨¢neos y con una figura simb¨®lica de la muerte, del tama?o de una persona. En la hoja de su guada?a la muerte muestra la lista de precios, y as¨ª tambi¨¦n tiene esta estatua algo de poema visual. Regularmente se acercan en busca de provisiones unos chicos vestidos de monjes y de diablos, que participan en las partidas de rol ambientado de este marat¨®n. Tambi¨¦n deambulan con su trofeo en la mano (un drag¨®n con un rizo de celuloide) los ganadores del concurso de cortometrajes. En otra parte, cerca de la barra, se pasan cl¨¢sicos del cine de terror. Y en un tenderete con v¨ªdeos, libros, tebeos..., se vende, junto a la pel¨ªcula de Steve Miner Mand¨ªbulas, la primera novela de Javier Mar¨ªas, Los domingos del lobo.
"?No, no lo hagas!", ha gritado un chaval desde la sala de proyecciones, y a su grito le ha seguido una s¨²plica general. Por la calle pasan los coches tocando el claxon para celebrar el 3 a 0 del Bar?a-Madrid, un cartel anuncia a los Iracundos de Uruguay y la gente va y viene por la acera con sus americanas modestas, con sus jers¨¦is de pico, con sus pantalones de tergal, entre la l¨ªrica del pan y lo real de la poes¨ªa.
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