Hospital Miguel Bombarda
Son casi las once de la noche. La fijeza de las farolas de fuera, tan quietas como los ¨¢rboles. Normalmente palpitan, suben, bajan, parecen moverse. Algunos raros autom¨®viles en la autopista o lo que quiera que sea. Y yo sentado, escribiendo. No s¨¦ qu¨¦. Escribo.
La estilogr¨¢fica ha de encontrar su camino.
Hoy almorc¨¦ en el hospital en el que trabajaba y donde conozco cada vez a menos personas. Siempre pens¨¦, desde el primer d¨ªa, que yo era un vulgar m¨¦dico en pr¨¢cticas reci¨¦n llegado de ?frica, que en lugar de hacerlo en un hospital me hab¨ªan colocado en una pocilga de mierda. Pero ?a qui¨¦n le importa? Son enfermos y son pobres. All¨ª van ellos penando, atiborrados de medicamentos hasta la garganta, con expresiones vac¨ªas. Serenos, claro, pero en el sentido en que las verduras son serenas. Tuve un director para quien la serenidad era esencial: pon¨ªa en la receta sereno, ordenado, lo que para ¨¦l era sin¨®nimo de estar bien. El director, en cambio, que no era sereno ni ordenado, no tomaba ninguna medicina. Andaba detr¨¢s de las enfermeras como un perro hurgando en las sobras, se pon¨ªa la mano delante de la boca para susurrarme
?Sereno y ordenado no ser¨¢ lo contrario de estar vivo?
-Tr¨¢igame a ¨¦sa
las empujaba contra la camilla, en la sala de vendajes. En una ocasi¨®n le pregunt¨¦
-?Sereno y ordenado no ser¨¢ lo contrario de estar vivo?
y ¨¦l, hinch¨¢ndose tras el escritorio
-Mire que le inicio un expediente disciplinario
y me lo inici¨®. Qu¨¦ verbo extraordinario, iniciar. Le inicio un expediente disciplinario. Designaron a un fiscal que me llam¨® al despacho de la administraci¨®n. El fiscal era el m¨¦dico de cabecera de la pocilga. Un ¨²nico m¨¦dico de cabecera para centenares de pacientes. Llegaba al mediod¨ªa. Se iba a las once. Durante los a?os de practicante me iniciaron
(bendito verbo)
tres expedientes disciplinarios por insubordinaci¨®n. No: dos por insubordinaci¨®n, un tercero por presentarme al trabajo
(otra hermosa expresi¨®n, presentarse al trabajo)
vestido con el uniforme de los pacientes. Porque a los pacientes se les impon¨ªa un uniforme, lo que me sublevaba. Y les rapaban la cabeza. Y los atend¨ªan cada muerte de obispo. Pero andaban serenos y ordenados. Casi todos. Me acuerdo de un muchacho que se roci¨® con gasolina y encendi¨® una cerilla. De varios que se suicidaron. Del psicoanalista que aplicaba electrochoques en serie. Del terapeuta de grupo
(terapeuta de grupo: me pas¨¦ ocho a?os oyendo esa frasecita y a¨²n no s¨¦ bien lo que es)
que, en la atenci¨®n de urgencia, aplicaba dosis de inyecciones que me aterraban. Musitaba con dulzura
-Y ahora se toma un Lorenim y se queda confuso pero sereno.
Y, de hecho, la v¨ªctima se babeaba, farfullando incoherencias. Por lo menos no estorbaba a nadie. A prop¨®sito de uniforme, me acord¨¦ ahora de que hay una fotograf¨ªa del poeta ?ngelo de Lima con ¨¦l y con la cabecita rapada. Compuso unos cuantos versos en el hospital, algunos excelentes.
Dibujaba. Mi padre recordaba haber visto sus dibujos y sus escritos llen¨¢ndose de moho en una especie de s¨®tano. No interesaban un cuerno: estupideces de un loquito cualquiera. En el segundo a?o como practicante gan¨¦ el premio de la Sociedad de Neurolog¨ªa y Psiquiatr¨ªa con un trabajo sobre ¨¦l: debo de haber sido el ¨²nico en presentarse. En la ceremonia de entrega del premio el director, repentinamente amable
-Es una pena que usted sea tan impulsivo
yo que no era para nada impulsivo.
En veintisiete meses de guerra una persona aprende, aunque no sea m¨¢s que a dominarse. Quien no se dominaba, se mor¨ªa. Quien se dominaba, se mor¨ªa menos. Yo s¨®lo me mor¨ª un poco.
No hay una pizca de exageraci¨®n en lo que he dicho. Escrib¨ª todo un libro sobre esto, llamado Conocimiento del infierno, y el resultado fue que uno de mis jefes se apareci¨® con una pistola en el hospital para pegarme un tiro. No estaba sereno ni ordenado pero no lo internaron. Cuando se cruzaba conmigo, se echaba a correr. Nunca vi la pistola, yo que me acordaba muy bien de esos instrumentos. Me hart¨¦ de montarlos y desmontarlos. De aceitarlos. De apretarles el gatillo.
Once de la noche. Tal vez medianoche. La fijeza de la farola de fuera, tan quietas como los ¨¢rboles. Normalmente palpitan, suben, bajan, parecen moverse. Me da verg¨¹enza haber trabajado en el hospital. De haber sido m¨¦dico all¨ª. De haberme callado tantas veces. Ten¨ªa que ganarme la vida, ?no? Todos tenemos que ganarnos la vida, ?no? Una muchacha se estrangul¨® con la cinta del pelo, y el asistente a m¨ª
-Esto queda entre nosotros.
Farolas tan quietas como los ¨¢rboles. Yo sentado escribiendo. No s¨¦ qu¨¦. Escribo. La estilogr¨¢fica ha de encontrar su camino. Lo encontr¨®: en la punta de la pluma veo a un muchacho roci¨¢ndose con gasolina, encendiendo una cerilla. Pero eso, es evidente, queda entre nosotros.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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