Hablemos de los animales
Nicholas Ray nos cuenta en Los dientes del diablo, una de sus ¨²ltimas pel¨ªculas, c¨®mo los esquimales acostumbran a depositar en las bocas de las focas que acaban de matar un poco de su propia saliva. Las focas aman el agua dulce, y para los esquimales darles esa saliva es una forma de evitar que regresen al mundo, tras su muerte, a cobrarse venganza. En el mundo antiguo eran frecuentes estas ceremonias con las que los hombres trataban de reparar el da?o causado por el ejercicio de la caza. La muerte de un animal instauraba por un momento el desorden y hab¨ªa que llevar a cabo ceremonias reparadoras que impidieran que el mundo se precipitara por esa pendiente de destrucci¨®n.
Yo provengo de un mundo en que gran parte de los animales a¨²n se mataban en casa. Se mataban los pollos y los conejos, se mataban los patos, los corderos y los cerdos. Los animales sacrificados sol¨ªan ser los mismos que hab¨ªamos visto en el corral, y su muerte estaba revestida de naturalidad, pero tambi¨¦n de respeto. Recuerdo ese momento y todas las labores posteriores de limpieza de cuchillos, baldes y, sobre todo, de las manos, que se frotaban hasta hacer desaparecer de ellas el m¨¢s leve vestigio de sangre. "No podemos hacer otra cosa", parec¨ªan decir aquellas manos blanqueadas por la lej¨ªa despu¨¦s de los sacrificios. Pero decir que los animales se mataban en casa es dejar constancia tambi¨¦n de su presencia multiplicada en el mundo. Conoc¨ªamos los lugares que escog¨ªan los conejos para hacer sus huras, los caminos ocultos que segu¨ªan en el monte las perdices y los peque?os nichos en que las palomas criaban a los pichones. Tambi¨¦n las cuevas de los cangrejos, las zonas remansadas del r¨ªo donde dormitaban tencas y carpas, las tapias en que lagartijas y lagartos buscaban el calor del sol, y aquel mundo de aves, alondras, gorriones, golondrinas y tordos que se confund¨ªa con nuestro propio mundo. El cielo del verano se llenaba de insaciables bandadas de vencejos chillando sobre nuestras cabezas, y el camino del monte era el lugar del presentimiento del zorro, y de sus ojos acerados y esquivos. Me pregunto d¨®nde est¨¢n todos esos animales, y si los ni?os y los adultos de ahora los ven y viven a su lado como lo hac¨ªamos nosotros. Una vez recogimos una camada de peque?os gatos. Los llevamos a casa y al d¨ªa siguiente aparecieron cubiertos de una extra?a sustancia blanca que hab¨ªan segregado sus cuerpos. Supimos que se iban a morir y que todo lo que pod¨ªamos hacer era llevarles al r¨ªo y arrojarles a su insaciable corriente. Y eso hicimos, aunque a¨²n recuerde el sentimiento de oscura fatalidad con que lo llevamos a cabo, como si el mundo fuera as¨ª y nosotros no pudi¨¦ramos hacer nada para cambiarlo. Unos d¨ªas despu¨¦s una mula sufri¨® un accidente en la carretera. La atropell¨® una moto caus¨¢ndole una enorme herida en el pecho. Su due?a, una vecina nuestra, lloraba y chillaba ante el espect¨¢culo de su mula herida, ya que perderla habr¨ªa supuesto una verdadera tragedia para ella, pues entonces las labores del campo no estaban mecanizadas y aquella gente no se pod¨ªa permitir comprar otro animal. Lloraba como lo habr¨ªa hecho ante un hijo o un pariente enfermo, como dando a entender que entre hombres y animales no hab¨ªa tanta diferencia y que est¨¢bamos unidos, entre otras cosas, por esa suprema dificultad que era vivir.
M¨¢s o menos por esta ¨¦poca tuvo lugar el vuelo espacial de la perrita rusa Laika. Complet¨® cerca de dos mil ¨®rbitas alrededor de la Tierra y la nave se quem¨® al contacto con la atm¨®sfera seis meses despu¨¦s. No era el primer animal en tripular un cohete. Anteriormente, perros, monos y ratones hab¨ªan viajado a las capas superiores de la atm¨®sfera a bordo de cohetes experimentales. Pero el viaje de Laika al espacio fue diferente, ella captur¨® la imaginaci¨®n del mundo. En Ciudad de la Estrella hay un monumento dedicado a los cosmonautas rusos que dieron su vida en la carrera espacial. All¨ª tambi¨¦n existe una imagen que recuerda a la inolvidable Laika.
Hace poco he tenido la oportunidad de contemplar en el Museo de la Ciencia de mi ciudad la peque?a nave elipsoidal en que Laika realiz¨® su vuelo. La perra estaba sujeta por un arn¨¦s que le permit¨ªa tener acceso a comida y agua dentro de la cabina presurizada, pero que la imped¨ªa cualquier otro movimiento. Laika fue recogida de las calles de Mosc¨² junto a otros perros y, despu¨¦s de una rigurosa selecci¨®n, pas¨® a formar parte del proyecto espacial sovi¨¦tico. Antes del lanzamiento fue adiestrada y tratada cuidadosamente, aunque nunca se pens¨® en su regreso. O dicho de otra forma, se la lanz¨® al espacio sabiendo que iba morir. No se sabe cu¨¢nto tiempo vivi¨® y existen varias versiones sobre su final, casi todas estremecedoras. Algunas cuentan que su ¨²ltima comida conten¨ªa un veneno, otras que se soltaron intencionalmente gases en la cabina para que muriera sin dolor, o que muri¨® por asfixia al acabarse el ox¨ªgeno. Uno de los cosmonautas que hab¨ªa trabajado previamente como ingeniero en el proyecto sugiri¨® que Laika muri¨® cuando su nave alcanz¨® altas temperaturas por un problema t¨¦cnico.
No podemos saber lo que sinti¨® Laika, pero viendo la nave en que vol¨®, su forzada posici¨®n y su destino final, no creo que aquel viaje la hiciera demasiado feliz. Hace poco, en un peri¨®dico, se hablaba de la conmoci¨®n que un perro americano estaba produciendo entre sus cuidadores. Era capaz de entender m¨¢s de trescientas palabras, y de aprender el nombre de nuevos objetos por exclusi¨®n, como hacen los ni?os. No estoy diciendo que haya que confundir a los animales con los hombres, pero noticias como ¨¦sta deber¨ªan hacernos preguntarnos por el verdadero papel que ocupan en nuestra vida. Los animales, que tuvieron en otro tiempo un papel central en la cultura de los pueblos, se han ido transformando a lo largo del siglo que acaba de terminar en algo marginal. Los zool¨®gicos son la prueba m¨¢s visible. Es imposible acercarse a uno de ellos, por m¨¢s limpios y cuidados que est¨¦n, sin sentir que estamos en uno de esos espacios que implican una marginaci¨®n forzada: los guetos, los suburbios, las prisiones, los manicomios, los campos de concentraci¨®n. John Berger ha escrito que los zool¨®gicos son el monumento vivo a la imposibilidad del hombre actual para reencontrarse con la mirada del animal. Deber¨ªamos oponernos a estos lugares no tanto por razones humanitarias o liberales, sino por motivos de honor: arrancar a un animalde su h¨¢bitat natural para, priv¨¢ndole de su libertad, infligirle dolor y transformarle en un objeto de nuestras excursiones dominicales, no s¨®lo no resulta justificable desde ning¨²n punto de vista que se mire, sino que deshonra a la raza humana. Como lo hace la caza, entendida como deporte para gentes ociosas, o los toros, por m¨¢s que la indiscutible belleza de este espect¨¢culo nos haga olvidar su no menos indiscutible crueldad.
No estoy hablando del siempre resbaladizo sentimiento de la compasi¨®n, sino de nuestros deseos. Y puede que uno de los deseos que de una forma m¨¢s constante e ¨ªntima nos define como seres humanos sea el de comunicarnos con los miembros de las otras especies. En este deseo, tan antiguo como el pecado original, se basa en gran medida el hecho de que las bestias y los animales hablen en los cuentos de hadas y, sobre todo, que sus protagonistas humanos comprendan m¨¢gicamente su lenguaje. ?sta es la raz¨®n ¨²ltima de esa pretendida "carencia del sentido de diferenciaci¨®n entre nosotros y los animales" que se atribuye a las gentes de un pasado ya perdido. Tolkien afirma que desde muy antiguo se tiene una viva conciencia de esta diferencia; pero tambi¨¦n se tiene la convicci¨®n de que fue traum¨¢tica. Las animales son como reinos con los que el hombre ha roto sus relaciones y que s¨®lo contempla ahora desde el exterior, y con los que, en el mejor de los casos, mantiene un dif¨ªcil e inestable armisticio.
Hace a?os un buen amigo se tuvo que enfrentar al inesperado deseo de su hija de llevar pendientes, como las otras ni?as de su clase. Se hab¨ªa negado a perforarle las orejas al nacer, por parecerle una costumbre b¨¢rbara, y ante la insistencia de la ni?a termin¨® perdiendo los estribos. "Los pendientes", le dijo, "son como esas argollas que ponen a las vacas en el hocico para sujetarlas al pesebre". La ni?a entonces se ech¨® a llorar. "Pap¨¢", le contest¨® entre hipidos, "no te metas con las pobres vacas". Y mi amigo esa misma tarde fue con su hija a la farmacia para ponerle los pendientes que quer¨ªa. Al recordar esta an¨¦cdota han vuelto a mi pensamiento las im¨¢genes que inundaron los medios de comunicaci¨®n durante la crisis de las vacas locas. En ellas ve¨ªamos a las "pobres vacas" caer entre espasmos, o hacinadas en los establos, sobre un mar de excrementos; transformadas en un animal sucio y aturdido, que nos inquietaba como portador de una enfermedad s¨®lo causada por la usura del hombre, que las alimentaba con grasas animales para hacer m¨¢s rentable su carne. No recuerdo ni un solo reportaje que se detuviera ante ellas con agradecimiento y delicadeza. Y sin embargo, en el libro de Enoch, los hombres nacen de una vaca blanca, despu¨¦s del diluvio. ?Se trata de la fantas¨ªa de un poeta? Puede ser, pero hay algo en los ojos melanc¨®licos y maternales de las vacas que nos hace a?orar el tiempo en que nuestros antepasados lo cre¨ªan as¨ª y las trataban como discretas compa?eras de sus cavilaciones.
Dec¨ªa Isak Dinesen que s¨®lo hay dos pensamientos dignos de una persona inteligente. El primero es qu¨¦ voy a hacer dentro de un momento; y el otro, ?qu¨¦ pretend¨ªa Dios al crear el mar, los desiertos, los vientos, el ¨¢mbar, los caballos, los peces, y todos los animales? Hacerse esa segunda pregunta supone abrirse al misterio de lo que es diferente a nosotros. Ser hombre podr¨ªa ser, por ejemplo, cuidar de un Arca llena de animales, como hizo No¨¦. Si ¨¦stos mueren, y podr¨ªa pasar, una parte de nosotros morir¨¢ con ellos; por ejemplo, nuestra imaginaci¨®n, que no es sino ese atareamiento bajo las aguas negras del Diluvio. Toda una declaraci¨®n de principios que deber¨ªa hacernos pensar si un mundo que no se pregunta por esa presencia de los animales, o por el trato que les damos, puede merecer la pena. Porque ?y si el verdadero sentido de la historia del Arca no es que No¨¦ salvara a los animales, sino que fueron ellos los que le salvaron a ¨¦l? No quiero concluir sin citar ese momento ¨²nico del Quijote en que Cervantes nos narra c¨®mo el rucio de Sancho se acerca a Rocinante y apoya su hocico sobre su lomo para buscar su calor, d¨¢ndonos a entender que una parte esencial de nuestra humanidad se expresa misteriosamente en la contemplaci¨®n de esa dulzura de los animales.
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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