La moral de los buitres
Casi todos los escritores han dicho alguna vez que sin entrega plena no hay literatura verdadera. En rigor, ninguna pasi¨®n del hombre tiene sentido si no se pone en juego todo el ser. Hasta para el amante, los caminos a medias son siempre una certeza de fracaso.
En 1956, William Faulkner llev¨® esas exigencias a sus extremos de individualismo y amoralidad: "El artista es responsable s¨®lo ante su obra", declar¨® en The Paris Review. "Si es un buen artista, ser¨¢ completamente despiadado. ... Arroja todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir su libro".
Esas palabras son escandalosas pero no excesivas: en el horizonte de la historia, los hombres terminan por ser su obra antes que ellos mismos. A mediados de octubre, Random House -la editorial de Nueva York- dio a conocer, por fin, el epistolario de alguien que pensaba como Faulkner, pero con mayor malicia: Truman Capote. El volumen, compilado por el bi¨®grafo Gerald Clarke, se titula Too Brief a Treat (Un placer demasiado breve) y es parco en revelaciones.
La mayor, quiz¨¢, desmiente la leyenda de que Capote prefer¨ªa la diversi¨®n a la disciplina. Nada de eso: era un obsesivo, para quien la obra estaba por encima de todo. Y, a semejanza de Faulkner, parec¨ªa vivir en un mundo en el que pasaban pocas cosas fuera de las que les pasaban a ellos mismos y a quienes los rodeaban.
Answered Prayers (Plegarias atendidas), el mayor fracaso de Capote, fue tambi¨¦n la novela en la que pens¨® durante m¨¢s tiempo. Empez¨® a hablar de ella en una carta a su editor, el fundidor de Random House, Bennett Cerf, en 1958, advirti¨¦ndole que ser¨ªa superior a En busca del tiempo perdido, "pero debo mantenerme callado sobre el tema para no alarmar a las amigas que me sirven de modelos". Como se sabe, las alarm¨®, llegaban hasta la desesperaci¨®n y el suicidio.
Apremiado por los editores que le hab¨ªan adelantado una fortuna, public¨® en la revista Esquire, a fines de 1975, uno de los cap¨ªtulos, 'La C?te Basque'. All¨ª reun¨ªa en la mesa de un restaurante neoyorquino a millonarios ad¨²lteros y princesas chismosas f¨¢ciles de reconocer. En cuesti¨®n de horas, Capote perdi¨® casi todas sus relaciones y, a la vez, su brillo social. Nadie lo saludaba ni lo atend¨ªa al tel¨¦fono. En vez de genio, lo llamaban canalla.
En las cartas, sin embargo, Capote dista de prodigar rumores o chismes. M¨¢s bien exige a sus corresponsales que se los cuenten: "Cuanto m¨¢s viles sean, mejor". Si le preguntan sobre alg¨²n conocido con el que se ha cruzado en California o en Taormina, responde de manera siempre elusiva: "Mejor no escribir sobre eso. Es algo que prefiero contarte en persona". O bien: "Estoy demasiado involucrado en el tema como para decirte algo".
Hasta 1956, Capote era s¨®lo el golden boy, el muchacho dorado que se dejaba admirar. Desde los 21 a?os publicaba narraciones en la revista m¨¢s refinada de los Estados Unidos, The New Yorker, donde tambi¨¦n trabajaba como mandadero. Su lenguaje era vaporoso, elegante, con ciertos ecos remotos de Carson McCullers y Eudora Welty.
Sus h¨¢bitos estaban en las ant¨ªpodas del ejercicio period¨ªstico: escrib¨ªa numerosas versiones a l¨¢piz de un mismo relato, en posici¨®n invariablemente horizontal, "en la cama o en un div¨¢n", y dejaba reposar el texto durante un par de semanas antes de resolver si quer¨ªa o no quer¨ªa publicarlo.
Mientras trabajaba en su obra maestra, In Cold Blood (A sangre fr¨ªa), se volvi¨® alcoh¨®lico. Cuando la public¨®, a comienzos de 1966, ninguna adulaci¨®n le parec¨ªa suficiente. En las cartas se queja todo el tiempo de que sus libros no han recibido los grandes premios que s¨ª se les concedieron a sus imitadores, entre los que menciona a Norman Mailer y a Gore Vidal.
Las tragedias y trivialidades del mundo se le convierten en una sucesi¨®n de chismes sobre se?oras que se han estirado la cara "?por cuarta vez!" o sobre celebridades como Greta Garbo, a la que destruye en pocas palabras: "Es la muerte en persona, pero tostada por el sol".
En el memorable prefacio de M¨²sica para camaleones, Capote se preguntaba por qu¨¦ "nunca, ni una sola vez en toda mi vida de escritor, explot¨¦ por completo todo lo que s¨¦".
Poco antes de su muerte en 1984, en un di¨¢logo con el editor y escritor Charles Ruas, entrevi¨® la respuesta: porque a la libertad con que viv¨ªa le faltaba mucho para ser absoluta, porque no hab¨ªa bebido suficiente ¨¢cido de los abismos, porque se acercaba a la realidad con escr¨²pulos en vez de mancharse de sangre, como lo exig¨ªa su conciencia. Un escritor no tiene por qu¨¦ andar cuidando a los personajes de que se alimenta, dicen las cartas: si alguien deserta, otro ser humano puede reemplazarlo. ?La humanidad no es acaso una fuente inagotable? El l¨ªmite no est¨¢ en el c¨¢lculo profesional, sino en el grado de ternura que profesa por la especie.
En una carta de 1958, Faulkner dijo que aspiraba a reencarnarse en un buitre, alguien a quien nadie ama, ni odia, ni envidia, ni necesita. En 'Vueltas nocturnas', texto final de M¨²sica para camaleones, Capote plagia la frase con descaro: "Me gustar¨ªa reencarnarme en un buitre. Un buitre no tiene que molestarse por su aspecto ni por su habilidad para seducir; no tiene que darse aires. De todos modos no va a gustar a nadie: es feo, indeseable, mal recibido en todas partes. Hay mucho que decir sobre la libertad que se obtiene a cambio".
Tanto a Faulkner como a Capote no les importaba ser condenados por la historia. S¨®lo estaban atentos a su obra, es decir, a ese banquete de buitres en el que cualquier realidad, hasta la m¨¢s insulsa, puede transfigurarse en palabras inmortales.
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