Pol¨ªtica y paisaje
Suele ocurrir a menudo, pero esta misma semana reincid¨ªa en la costumbre un miembro de la Academia de la Historia, cuyos conocimientos acerca del Pa¨ªs Vasco no parec¨ªan ser mayores a los que tendr¨¢ seguramente de las remotas Islas Andam¨¢n. A cuenta de ciertas opiniones pol¨ªticas, bastante pedestres, que depon¨ªa en este peri¨®dico, glosaba despu¨¦s las bellezas del Pa¨ªs Vasco, la val¨ªa de sus personajes hist¨®ricos y sus logros gastron¨®micos. Necesitado de laminar la voluntad pol¨ªtica que aflora hoy desde Catalu?a, no se recataba tampoco en recordar la belleza incomparable de esa tierra, su admirable vocaci¨®n por el trabajo y algunas otras ret¨®ricas virtudes.
Hace tiempo he constatado que cada vez que los apologistas del paisaje recurren a las bellezas de un pa¨ªs es porque quieren cercenar sus derechos pol¨ªticos. Prospera la ret¨®rica que alaba costas y monta?as, pueblos recoletos, aldehuelas, caser¨ªos y llanadas, siempre bajo el presupuesto de no admitir ninguna divergencia que no sea la topogr¨¢fica. Se trata de una costumbre que quiz¨¢s importamos, como tantas otras cosas, de la Francia jacobina, donde un malsano regionalismo se empe?a en hablar de variedades de quesos en vez de atribuciones pol¨ªtico-administrativas.
Hay un centralismo subterr¨¢neo (no s¨®lo pol¨ªtico, sino social, cultural, financiero y econ¨®mico) que circunscribe la existencia de centros decisorios, en todas las facetas de la vida, a la capital del Estado, pero que en compensaci¨®n no se resiste a glosar cumplidamente la magn¨ªfica estampa de las monta?as asturianas, la tierna textura del pulpo a la gallega o el aroma de los finos de Jerez; hay un regionalismo de se?oritos que exaltan la naturaleza volc¨¢nica de las Islas Canarias, la estampa de los molinos de La Mancha o la sobriedad de los alcornocales extreme?os, pero que siempre prefieren residir en Puerta de Hierro o en el barrio de Salamanca.
Un programa vespertino de cierta emisora de radio, conducido por uno de los m¨¢s afamados comunicadores del pa¨ªs, ha abundado durante a?os en este g¨¦nero casposo. Impl¨ªcitamente deroga cualquier posibilidad de que lo importante, lo verdaderamente importante, acontezca m¨¢s all¨¢ de su dominio vecinal. Asume el postulado de que la elite pol¨ªtica, cultural, social y profesional, asienta sus reales en la capital del reino, un lugar donde recalan, en ¨²ltimo t¨¦rmino, todos los que valen algo en cualquier faceta de la vida. Pero a partir de ah¨ª se permite la indulgencia de ponderar paisajes, guisos y guisotes, como si m¨¢s all¨¢ habitaran amables campesinos a los que hasta es posible visitar durante los fines de semana, en pintorescas y montaraces traves¨ªas. Es entonces cuando menciona una venta de Cascarrillos del Infantado, donde se come un cordero asado que est¨¢ de miedo; cuando se atonta ante los extensos olivares que asoman allende Despe?aperros; cuando pondera los pimientos del piquillo, la reciedumbre de los vinos del Priorato o el embutido que expiden en el fig¨®n casi secreto de un remoto villorrio de Palencia.
Hay una forma de centralismo social, pero de atroces consecuencias pol¨ªticas, que convierte el hecho auton¨®mico en un elogio de gastronom¨ªas y paisajes. O todav¨ªa m¨¢s, que basa la cohesi¨®n nacional en alabar la merluza en salsa verde, la bah¨ªa de La Concha o las barbas de Unamuno; un afecto distante, indulgente, de aliento entre tur¨ªstico y feudal, que no concibe los territorios como realidades sociales y pol¨ªticas sino como predios pintorescos de una finca administrada con solvencia.
A veces los articulistas m¨¢s cavernarios, azorados por el ¨¢nimo rebelde de las provincias del norte, salpican sus piezas con frases de este cariz: "El Pa¨ªs Vasco, tierra de grandes marinos"; "La belleza sin par de las Provincias Vascongadas"; "Esos admirables valles salpicados de caser¨ªos"; "Lo bien que se come por all¨ª, aunque sea en cualquier tasca". No, no es necesario seguir leyendo para adivinar por qu¨¦ horrendos derroteros se precipitar¨¢ despu¨¦s el texto.
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