Naci¨®n contra naci¨®n
Resulta sorprendente constatar que mientras por un lado se sostiene que la vigencia del sistema constitucional del 78 durante un cuarto de siglo es motivo suficiente para su reforma, no se destaque, por el otro, que el transcurso de ese mismo plazo, de esos mismos veinticinco a?os, ofrece ya la distancia y la perspectiva necesarias como para distinguir entre las estrategias pol¨ªticas que han fortalecido el respeto a las reglas pactadas y las que lo han debilitado. Prolongando esta segunda y hasta cierto punto infrecuente perspectiva, esta recapitulaci¨®n cr¨ªtica de nuestra democracia, se observar¨¢ que, empujados muchas veces por la intuici¨®n m¨¢s que por una convicci¨®n expresa, los diversos responsables del Gobierno central han enfrentado el que ha llegado a ser considerado como el principal problema de nuestro pa¨ªs, la tensi¨®n nacionalista, desde dos actitudes contrapuestas. As¨ª, ha habido en nuestra democracia quienes se esforzaron por acoger la m¨¢s amplia gama de opiniones y sensibilidades en las instituciones, de manera que, al ampliar su base, al convertirlas en responsabilidad com¨²n, fantasmales controversias como la de qu¨¦ es o no una naci¨®n, o la de qu¨¦ partes del pa¨ªs cumplen o no los requisitos para serlo, pasasen a un segundo plano ante la gesti¨®n pol¨ªtica cotidiana. Otros responsables prefirieron, en cambio, convertir las instituciones en expresi¨®n de una ¨²nica opini¨®n y una ¨²nica sensibilidad, en artefactos militantes de una sola causa, no ya pol¨ªtica sino incluso moral, y buscaron compensar la debilidad que esta estrategia provocaba en el sistema endureciendo los modos pol¨ªticos y, en definitiva, recurriendo a un ordeno y mando cada vez m¨¢s exasperado y, por lo mismo, condenado a convertirse en mueca cerril, en esperpento.
El extravagante supuesto del que part¨ªa esta estrategia, perseguida con tal ah¨ªnco durante la anterior legislatura que la simple exhibici¨®n de un talante amable, de unos modos sonrientes, es vista, por rechazo, como parte sustancial de un programa de Gobierno, es el de que la mejor manera de contrarrestar los avances del nacionalismo era m¨¢s nacionalismo. All¨ª donde cualquier partido pretendiese fundamentar demandas pol¨ªticas en fantas¨ªas historiogr¨¢ficas hab¨ªa que responder, no a las demandas pol¨ªticas, sino a las fantas¨ªas historiogr¨¢ficas, poniendo los poderes p¨²blicos al servicio de una visi¨®n del pasado que, por lo dem¨¢s, sol¨ªa ser establecida por riguroso encargo, como un sombrero a medida. ?Historia milenaria la suya? Pues m¨¢s milenaria la nuestra, y a partir de aqu¨ª se desencadenaba la tromba de efem¨¦rides y centenarios que ha terminado por convertir la pol¨ªtica cultural, y no s¨®lo la cultural, en una perpetua exaltaci¨®n de lo que fue, o mejor, de lo que hoy conviene que hubiera sido. El callej¨®n sin salida al que necesariamente conduce este derrotero se acaba de hacer patente en los ¨²ltimos d¨ªas, cuando muchos de quienes han promovido desde institutos y fundaciones filopol¨ªticas la redacci¨®n y difusi¨®n de miles de p¨¢ginas en defensa del car¨¢cter ancestral de la naci¨®n espa?ola, la m¨¢s antigua de Europa, la m¨¢s grande y aguerrida, proclaman de repente que dos docenas de folios bautizados con el nombre de un gobernante auton¨®mico constituyen nada m¨¢s y nada menos que un grav¨ªsimo riesgo para su unidad. Pero si ¨¦sta se basa en la inmemorial epopeya del tiempo y las edades, ?c¨®mo es que la podr¨ªa desbaratar un ¨¢rido documento con mal fundadas pretensiones jur¨ªdicas?
Existen sobradas razones para creer que el prop¨®sito de contrarrestar el nacionalismo con m¨¢s nacionalismo ha sido abandonado tras los resultados electorales de marzo, por m¨¢s que, a la vista de las reacciones que est¨¢ provocando la aprobaci¨®n del plan Ibarretxe por el Parlamento de Vitoria, subsistan las dudas de que se haya entendido por qu¨¦ resultaba imprescindible hacerlo, y adem¨¢s urgente. De hecho, t¨¦rminos consagrados en el contexto de la estrategia de nacionalismo contra nacionalismo, como "deslealtad", "agresi¨®n" o "desaf¨ªo", se han convertido en habituales, con el resultado de inducirnos a creer que lo que hoy se exige de nosotros, los ciudadanos, es orgullo y determinaci¨®n patri¨®tica, no inteligencia y atenci¨®n a los matices. Hab¨ªa que abandonar el prop¨®sito de contrarrestar el nacionalismo con m¨¢s nacionalismo, en efecto; pero hab¨ªa que abandonarlo no porque se parta de cuestiones de principio acerca del nacionalismo, sino porque, adoptado ese prop¨®sito como estrategia pol¨ªtica, traducida en acciones la idea de que el nacionalismo s¨®lo con nacionalismo se combate, el ¨²nico mecanismo que resta para resolver las controversias que surjan a partir de ese momento es apelar a la "verdad hist¨®rica", o a la vehemencia de los sentimientos de identidad, o a la "voluntad del pueblo". Apelando, en fin, a l¨®gicas distintas de la ¨²nica que ha de prevalecer en democracia: la l¨®gica institucional.
Para ¨¦sta, no tiene sentido alguno hablar de plan Ibarretxe ni especular sobre sus secretas motivaciones, por m¨¢s que los promotores hayan logrado la monumental victoria de hacer que todos los partidos, todos los medios de comunicaci¨®n y hasta el ¨²ltimo y m¨¢s despreocupado de los ciudadanos contribuyan a dar carta de naturaleza, dentro del sistema constitucional vigente, a una heterog¨¦nea amalgama de proposiciones de muy distinta ¨ªndole, a un amasijo de instrumentos sin m¨¢s conexi¨®n ni m¨¢s coherencia que estar embutidos en el mismo caj¨®n de sastre, aunque, eso s¨ª, especialmente bautizado para la ocasi¨®n. La traducci¨®n institucional, estrictamente institucional, de lo que ampara esa expresi¨®n, esa criatura de m¨²ltiples cabezas que es el plan Ibarretxe, se reduce a algo tan sencillo como que un Gobierno auton¨®mico se dispone a emprender dos iniciativas: una reforma estatutaria, por un lado, y una consulta popular para la que no tiene competencia, por el otro. Y mientras que, en efecto, esta segunda iniciativa, la de la consulta, constituye una deslealtad, una agresi¨®n y un desaf¨ªo a las leyes, indigno de alguien que, como el lehendakari, les debe el lugar que ocupa y el respeto que todos los dem¨®cratas le hemos tributado, incluso cuando eso acarreaba linchamientos, la primera iniciativa, la de la reforma estatutaria, forma parte de sus incuestionables atribuciones. Nadie se la puede discutir, incluso en el supuesto de que, como ahora sucede, el lehendakari conciba y haga aprobar por el Parlamento de Vitoria una propuesta de nuevo Estatuto que contenga las m¨¢s flagrantes alteraciones del vigente orden constitucional. Entre otras razones porque se trata de eso, de una propuesta a la que le falta una parte sustancial de su recorrido, y porque, adem¨¢s, y siempre de acuerdo con las disposiciones de ese mismo or-den constitucional, la comunidad aut¨®noma que preside tiene reconocida la posibilidad de promover su reforma, al igual que el resto de comunidades.
Dentro de la l¨®gica institucional, nada hay de reprochable ni de ilegal en que el Parlamento de Vitoria remita al Congreso de los Diputados el texto que acaba de aprobar; antes por el contrario, se trata de una obligaci¨®n insoslayable, con la que la la C¨¢mara auton¨®mica cumple tanto si env¨ªa la propuesta de Estatuto por correo ordinario, pegando los sellos con saliva, como si desplaza a su presidente con ella hasta Madrid, solemnizando con innecesaria prosopopeya un respeto a los procedimientos que, sin embargo, el lehendakari no descarta vulnerar despu¨¦s. El momento decisivo llega en este punto, y no porque nuestro sistema no tenga prevista la respuesta para lo que, a fin de cuentas, y por m¨¢s que se hayan declinado ya todos los acentos tr¨¢gicos posibles, no es m¨¢s que una ley mal hecha y mal encaminada. Por razones que es m¨¢s f¨¢cil intuir que comprender, se est¨¢ creando entre los no nacionalistas un estado de opini¨®n favorable a que la preceptiva calificaci¨®n de la propuesta de Estatuto por parte de la Mesa del Congreso se convierta en un tr¨¢mite banal, que conviene solventar con ligereza para llegar a lo ¨²nico que de verdad importar¨ªa: un terminante, rotundo, en¨¦rgico rechazo del texto aprobado por el Parlamento de Vitoria, manifestado antes de las elecciones auton¨®micas de mayo.
De este modo solemne -tan solemne como el del presidente de la C¨¢mara auton¨®mica aportando en mano el documento-, los electores vascos, se asegura, sabr¨¢n a qu¨¦ atenerse. O dicho por directo: de este modo solemne, se abrir¨¢n las puertas a que la consulta auton¨®mica de mayo se convierta en lo que jam¨¢s deber¨ªa ser: un plebiscito encubierto sobre la amalgama de proyectos colocados bajo la r¨²brica de plan Ibarretxe, a la que no cabe encontrar significado institucional alguno. Si triunfan los no nacionalistas, la ambig¨¹edad del sentido concedido a las elecciones les permitir¨¢ suponer, de acuerdo con sus propios intereses, que han conjurado un intento de semisecesi¨®n, aunque sea de manera moment¨¢nea. Pero si son los nacionalistas los que triunfan, entonces interpretar¨¢n, porque as¨ª le conviene a los suyos, que los electores del Pa¨ªs Vasco han desautorizado el rechazo del Congreso de los Diputados al proyecto de Estatuto y, adem¨¢s, que les han concedido la legitimidad para solventar el aparente punto muerto mediante una consulta directa al "pueblo". ?Alguien recordar¨¢ entonces que lo ¨²nico a lo que se ha convocado a los electores es a pronunciarse sobre la composici¨®n de la C¨¢mara auton¨®mica y, por consiguiente, sobre el color del Ejecutivo de Ajuria Enea?
Es cada vez m¨¢s frecuente escuchar la queja de que los nacionalistas siempre aciertan a plantear disyuntivas pol¨ªticas en las que indefectiblemente resultan vencedores. Desde luego, durante el periodo de vigencia de la Constituci¨®n del 78 han demostrado una portentosa habilidad en ese sentido. En realidad, tan portentosa como la capacidad de los no nacionalistas para olvidar que, por lo general, instituciones razonablemente concebidas como las nuestras suelen contener mecanismos para evitar las alternativas saduceas. Los promotores del plan Ibarretxe esperan el no del Congreso a su propuesta para, a continuaci¨®n, proclamar que nadie puede impedir a los vascos y las vascas -siempre pronunciado as¨ª, los vascos y las vascas- decidir sobre su futuro. Y en eso tienen raz¨®n, tant¨ªsima raz¨®n que, precisamente por tenerla, no deber¨ªa ser el pleno del Congreso el que votara nada, porque no es el derecho de los vascos y las vascas a decidir su futuro lo que est¨¢ en juego con esta propuesta de reforma llegada de Vitoria. Antes por el contrario, lo que est¨¢ en juego es el derecho de los vascos y las vascas a decidir, entre otras muchas cosas, el futuro de Navarra, el del sistema institucional de la Uni¨®n Europea y, en fin, el de la Constituci¨®n por la que se rigen todos los ciudadanos espa?oles. Y, sorprendentemente, la respuesta a esta pregunta vuelve a ser s¨ª, rotundamente s¨ª: los vascos y las vascas, como parte de los ciudadanos que se rigen por la Constituci¨®n del 78, tienen ese derecho, pero siempre y cuando lo ejerciten por la v¨ªa en la que todos los que vean alterado su futuro por una iniciativa del Parlamento auton¨®mico puedan pronunciarse. Es decir, siempre que esa iniciativa se ejercite por la v¨ªa de la reforma constitucional, a cuyo t¨¦rmino existe, en efecto, una consulta popular en la que no es que los vascos y las vascas decidir¨¢n el futuro de todos los ciudadanos, como pretende el plan Ibarretxe, aplicando a los dem¨¢s una medicina que rechaza para s¨ª mismo, sino en el que todos los ciudadanos se pronunciar¨¢n sobre el futuro que amablemente les proponen los vascos y las vascas.
Es dif¨ªcil decidir en abstracto si un cuarto de siglo de vigencia es un plazo que exige, de por s¨ª, una reforma de la Constituci¨®n y de los Estatutos. Lo que s¨ª resulta seguro, en cambio, es que se trata de un periodo m¨¢s que suficiente como para que todos hayamos aprendido que una cosa es la l¨®gica institucional y otra la l¨®gica pol¨ªtica, y que en democracia es imperativo no mezclarlas. Puede que existan m¨²ltiples intereses para que el pleno del Congreso se pronuncie con rotundidad sobre una reforma de la Constituci¨®n tramitada como reforma de un Estatuto. Pero el papel de la Mesa, el papel de las instituciones, el papel del que no se debe disponer por c¨¢lculos de unos y de otros, es hacer que contenidos y procedimientos sean acordes, devolviendo el documento al remitente -que podr¨¢ recurrir al Tribunal Constitucional- en caso contrario. Minusvalorar la necesaria calificaci¨®n legal que decide con la ley en la mano si los documentos llegados al Congreso deben acceder a votaci¨®n parlamentaria, crear el precedente de que cualquier contenido es abordable mediante cualquier procedimiento por la simple raz¨®n de que una escenificaci¨®n en el Pleno resulte beneficiosa, es empezar a cavar el agujero por el que se precipitar¨¢n sin duda las instituciones. Pero en el que tarde o temprano acabar¨¢ sumergi¨¦ndose la pol¨ªtica y, entonces, nos veremos ante un quim¨¦rico aunque irresoluble antagonismo de naci¨®n contra naci¨®n.
Jos¨¦ Mar¨ªa Ridao es embajador de Espa?a en la Unesco.
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