Nora Gets His Gun
Uno. Para el venerable se?or Eliot, el mundo acabar¨ªa not with a bang but a whisper. Para el joven y rabioso Thomas Ostermeier acaba justo a la inversa: Nora le pega un tiro a su marido, el innoble Torvald. Ostermeier defiende su idea: el famoso portazo final de Casa de mu?ecas, dice, ya no tiene hoy la fuerza explosiva de hace un siglo, ergo lo sustituye por un disparo. No es una idea muy profunda, pero tiene el prestigio del nihilismo. En la versi¨®n de Ostermeier, Nora sustituye una c¨¢rcel por otra, como si no hubiera otra opci¨®n. Para Ibsen, Nora sal¨ªa adelante a fuerza de coraje. Quer¨ªa crecer y que Torvald creciera. No pod¨ªan crecer juntos, ¨¦se era el problema. El tiro de Ostermeier es m¨¢s un coup de th¨¦?tre -o, peor, un "concepto" de director- que una conclusi¨®n org¨¢nica, nacida de la evoluci¨®n de un personaje, pero en esta Nora que ha devastado el Lliure (?gracias, Rigola!) como un tsunami de ruido y furia y talento, hay mucho m¨¢s que ese disparo de excesiva voluntad pol¨¦mica. De entrada, no es frecuente presenciar un espect¨¢culo de dos horas y media (sin pausa) en el que la energ¨ªa general bombee de modo constante y con una r¨ªtmica tan precisa: los stacattos que paran en seco, los crescendos disueltos en un vac¨ªo desolador. Se dir¨ªa tambi¨¦n que para Ostermeier la pieza no es tanto un retrato femenino sino una cr¨®nica de grupo, una constelaci¨®n social de desdichas, una m¨¢quina que se acelera hasta la dislocaci¨®n, agolpando causas y efectos en unas pocas horas. Como en tantos directores j¨®venes, su trabajo oscila entre las ideas geniales y las excentricidades pueriles. No se libra de confundir las emociones fuertes con la m¨²sica a todo trapo, ni de alzar los subtextos como quien sube el volumen, pero, sorpresa, no deconstruye la mec¨¢nica dramat¨²rgica de Ibsen ni pierde de vista el sentido de realidad, el gusto por el detalle, la concreci¨®n de las acciones f¨ªsicas y las relaciones de los personajes con los innumerables objetos de su entorno. La acci¨®n transcurre en un pisazo lujoso, high tech. Un impresionante espacio esc¨¦nico que gira sobre s¨ª mismo (a un paso de la fatiga); un acuario con enormes peces tropicales (a un paso de la obviedad metaf¨®rica); una au pair africana (Agnes Lampkin, a un paso del comic relief), tres ni?os "de hoy d¨ªa" (es decir, malcriados, chillones, egomaniacos) y tropecientos gadgets. Hay elementos que no acaban de encajar en esa traslaci¨®n a un mundo ultramoderno: chirr¨ªa un poco que Nora no pegue un palo al agua, como una joven madre del XIX, o que Torvald, aqu¨ª un ultrayuppy, enarbole el concepto del honor o se escandalice tant¨ªsimo por la ¨ªnfima tropel¨ªa de Krogstad, pero la intensidad de las interpretaciones y la brillantez de la puesta en escena nos hacen mirar hacia otros lados.
Dos. Nora (Anna Tismer) comienza como una lentejuela encantadora, con la vitalidad desaforada, el parloteo pajaril y la sexualidad coqueta y casi p¨²ber de Jennifer Aniston. No es, ojo, una tontita: tras ese no parar quieta (los ni?os, la decoraci¨®n, los nuevos juguetes, la pr¨®xima fiesta) tiembla en el fondo de sus ojos y sus gestos una intuici¨®n secreta del vac¨ªo que puede tragarla en cualquier momento, y que se muestra en s¨²bitas estupefacciones, en golpes de ausencia. Torvald (J?rg Hartmann) es otro agujero negro pero sin la menor conciencia de v¨¦rtigo. No se define por lo que es sino por lo que tiene: rol social, casa de lujo, esposa de lujo, sirvienta esclava, un horario apretad¨ªsimo, no estoy para nadie, y mucho menos para m¨ª mismo. Las grietas vienen de visita. Primero la se?ora Linde (Jenny Schilly), la antigua compa?era de Nora; luego el chantajista Krongstad (Kay Bartholomaus). La tercera grieta sale de dentro, como el alien en la tripa de John Hurt: el sida est¨¢ royendo al doctor Rank (Lars Eidinger), el eterno amigo del matrimonio, un ¨¢ngel ca¨ªdo que envuelve su muerte pr¨®xima con payasadas negras, estallidos de furia y avidez de carne fresca, en los ant¨ªpodas del elegante y circunspecto personaje original. Hay otro chirrido directorial en el enfoque de la pareja despose¨ªda. Cuesta creer que la se?ora Linde, a la que Ostermeier presenta como una mujer adulta, inteligente y luchadora, quiera rehacer su vida con ese Krongstad marionetizado y crispad¨ªsimo que est¨¢ en un tris de violar a Nora: en la reconciliaci¨®n final, cuando Krongstad abate la cabeza en su regazo, m¨¢s parece que en vez de recuperar a un compa?ero quisiera adoptar a un hijo tonto. La gran baza de la funci¨®n es el tour de force de Anna Tismer o, como dicen en las escuelas de teatro, el arco de Nora. Un strip-tease ejemplar en el que la actriz se va despojando de sus ropajes impuestos, que caen como c¨¢scaras secas (la feliz mu?equita) o revestidas de una nueva significaci¨®n, m¨¢s turbia, m¨¢s inquietante: el disfraz de Lara Croft que Torvald ha elegido para ella. Una crisis maniaca espl¨¦ndidamente construida e interpretada, con momentos oscuramente divertidos (los intentos de recuperaci¨®n de la carta, casi en clave de sitcom fren¨¦tica), y dos grandes explosiones f¨ªsicas: la escena de la tarantela, aqu¨ª sustituida por un trance-hop de coreograf¨ªa incontrolable, y el beso de despedida entre Nora y Rank, dos peces que ya comienzan a asfixiarse y desear¨ªan morir juntos. La muerte ya ha entrado en la casa para quedarse y Ostermeier no suelta ese hilo: lo une a los intentos de suicidio de Nora, m¨¢s Hedda Gabler que nunca, y, faltar¨ªa m¨¢s, a su resoluci¨®n final: borrar a Torvald de su vida a plomazo limpio. Ir¨®nicamente, pesan m¨¢s en el recuerdo las escenas que rodean al disparo que el disparo mismo: la imagen furtiva de la au pair en segundo plano, sacando a los ni?os de all¨ª, los abrigos sobre el pijama, apenas un rel¨¢mpago de sus rostros aterrados. Y, en el ¨²ltimo giro de la casa, el ¨²nico realmente justificado, lo que nunca se ve: Nora con la espalda pegada a la puerta, sin saber ad¨®nde ir, desliz¨¢ndose hasta el suelo, mientras suena una canci¨®n como si la m¨²sica se desangrara. Con todos sus desajustes, un espectaculazo de visi¨®n obligada.
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