Chicl¨¦ para los ojos
En los ¨²ltimos a?os hemos le¨ªdo peri¨®dicamente opiniones de intelectuales tan respetados como Karl Popper, Pierre Bourdieu, Mario Vargas Llosa y Giovanni Sartori, asegurando que la televisi¨®n constituye una seria amenaza para el sistema democr¨¢tico. Esta percepci¨®n apocal¨ªptica de un sistema de telecomunicaci¨®n no se hab¨ªa producido ante sus antecesores t¨¦cnicos, la radio y el cine, a pesar de que ambos medios tambi¨¦n hab¨ªan sido instrumentalizados por intereses mercantiles para difundir est¨ªmulos sensacionalistas, escapistas o de p¨¦simo gusto est¨¦tico. Suele argumentarse a favor de la tesis apocal¨ªptica la extensa exposici¨®n de la audiencia a los mensajes televisivos. En efecto, en los pa¨ªses occidentales los ni?os, antes de su primer d¨ªa de colegio, han sido expuestos a no menos de 3.000 horas de programaci¨®n televisiva y, al acabar su escolaridad, han pasado el doble n¨²mero de horas ante el televisor que en el aula. Y en Espa?a la exposici¨®n televisiva por habitante ronda las tres horas y media diarias, monopolizando la casi totalidad del tiempo de ocio diurno. Pero estos datos deben ser inmediatamente matizados.
Un examen de la audiencia televisiva revela que en ella coexisten los telespectadores incondicionales y los telespectadores selectivos. El primer grupo est¨¢ formado mayoritariamente por amas de casa, jubilados, parados y enfermos, que pueden tener su televisor encendido hasta ocho horas diarias o m¨¢s (aunque no siempre lo contemplen), de manera que quienes no vemos las tres horas y media diarias de la estad¨ªstica somos compensados por el super¨¢vit horario de los telespectadores incondicionales. Contrariamente a lo que podr¨ªa pensarse, esta franja de p¨²blico es potencialmente muy infiel al medio y basta que un amigo telefonee a un telespectador incondicional proponi¨¦ndole ir a dar un paseo o tomar un caf¨¦ para que cierre su aparato. El anclaje sedentario de este p¨²blico es fruto, sobre todo, de su falta (real o imaginaria) de alternativas de ocio y su sometimiento a unas pautas de vida rutinarias.
El televisor constituye un p¨²lpito que se disfraza de ventana (o una ventana que oculta a un p¨²lpito) y que esconde tambi¨¦n una tienda. ?Y qu¨¦ vende esa tienda electr¨®nica? Vende espectadores a las agencias de publicidad, para que financien su programaci¨®n, hasta el punto de que ha podido afirmarse que la televisi¨®n es un emisor de publicidad con relleno de apoyo de programas de entretenimiento. Y este sistema, para el que resulta fundamental fidelizar a sus audiencias, se basa en la pedagog¨ªa de la rutina, de manera que la gente le pide al medio aquello a lo que previamente se le ha acostumbrado a consumir. En esta pedagog¨ªa entra tambi¨¦n, por supuesto, la famosa telebasura, que implanta o difunde determinados valores, costumbres y estilos de vida. En este punto, el poder de los contrapesos culturales (la escuela, la familia, la biblioteca...) es determinante para acotar la telebasura en el ¨¢mbito de un imaginario trivial, l¨²dico y poco relevante en la conciencia y las pautas de conducta del telespectador. Tiene, fundamentalmente, el estatuto de un chicl¨¦ para los ojos, en general sin mayores implicaciones emocionales o cognitivas. Como ocurr¨ªa con las viejas mamma ciccio del sistema televisivo berlusconiano, que acabaron por desaparecer, v¨ªctimas de la redundancia y de su propia banalidad.
Puesto que la empresa televisiva privada est¨¢ organizada leg¨ªtimamente como un negocio, no debe extra?ar que el dise?o de la mayor parte de su programaci¨®n est¨¦ gobernado por la Ley del M¨ªnimo Esfuerzo Intelectual y la M¨¢xima Gratificaci¨®n Sensitiva. De ah¨ª la primac¨ªa del sensacionalismo, en todos los ¨¢mbitos, que como su etimolog¨ªa indica intenta maximizar las sensaciones del p¨²blico. Ocurre exactamente lo mismo en otros medios, como el cine o algunos semanarios ilustrados, sin que provoque gran esc¨¢ndalo. Pero el sensacionalismo tiene sus l¨ªmites en el principio de rentabilidad, como veremos.
La l¨®gica de la programaci¨®n de los ¨²ltimos a?os ha conducido desde la edad de oro de las telenovelas, en los a?os setenta-ochenta, protagonizadas por personajes guapos y ricos pero no felices (Los ricos tambi¨¦n lloran), en las que unos actores escenificaban pasiones ficticias escritas por unos guionistas, a la crudeza documental de los reality shows en la d¨¦cada siguiente. Paco Lobat¨®n fue nuestro pionero en el g¨¦nero, con ?Qui¨¦n sabe d¨®nde?, programa en el que las l¨¢grimas, la sangre y el semen eran ya de verdad. El g¨¦nero fue estirado por Pepe Navarro y, puesto que los dramas que nos expon¨ªan estos programas sensacionalistas lo eran en pasado, exhibiendo alg¨²n conflicto tras su estallido, Gran Hermano les super¨® con el presente de indicativo, al permitir presenciar el nacimiento y desarrollo de las pasiones en directo, legitimando socialmente el mironismo del ojo de cerradura del espectador, ya que sus protagonistas venden su intimidad por dinero y popularidad. Esta propuesta, en la que resultaban fundamentales los l¨ªos er¨®ticos de los enclaustrados, podr¨ªa haber tomado una deriva que le condujera hacia el programa pornogr¨¢fico duro, pero sus gestores lo condujeron sensatamente hacia el modelo m¨¢s aceptable (y rentable) de la telenovela: se expon¨ªan las pasiones de los sujetos, pero no sus culos.
Como r¨¦plica, la televisi¨®n p¨²blica combin¨® las potencialidades de tres g¨¦neros muy populares -el espect¨¢culo musical, el concurso y el reality show- en Operaci¨®n Triunfo, investido de una respetabilidad moral a toda prueba, en virtud de la emulaci¨®n art¨ªstica de sus participantes. De manera que, como ocurre en el mapa gen¨¦tico de las especies, son muy pocos los ingredientes b¨¢sicos que se utilizan para vertebrar la gratificaci¨®n televisiva y su gracia o desgracia reside en su combinaci¨®n o sintaxis. Naturalmente, la televisi¨®n sirve para otros usos de m¨¢s fuste. La alocuci¨®n televisada del Rey en la larga noche del 23-F, la cobertura de calamidades p¨²blicas, las entrevistas a cient¨ªficos, los debates de candidatos a presidentes o los ciclos sobre Rossellini ocupan otro plano, del mayor inter¨¦s. Pero lo otro es s¨®lo chicl¨¦ para los ojos, que convendr¨ªa no dramatizar en exceso, ni amenazarlo con censuras pues, am¨¦n de estar prohibidas por el art¨ªculo 20 de nuestra Constituci¨®n, se sabe d¨®nde empiezan las censuras pero nunca d¨®nde acaban.
Rom¨¢n Gubern es catedr¨¢tico de Comunicaci¨®n Audiovisual de la Universidad Aut¨®noma de Barcelona.
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