La ola de fr¨ªo de los 'sin techo'
Un centenar de indigentes duerme cada noche en el albergue instalado en el vel¨®dromo de Carabanchel
Una mujer de 54 a?os, embutida en un chaquet¨®n amarillo y con una m¨ªnima bufanda alrededor del cuello, mastica en silencio su cena: un bocadillo de chorizo y una manzana. Se llama Mar¨ªa Eugenia y trabaja en una contrata de limpieza que adecenta las oficinas de un gran empresa. Est¨¢ sola, sin familia, y con un trabajo por horas que no le da para pagar la pensi¨®n. Cuenta que su "supervisor" le llam¨® a ¨²ltima hora de la tarde y le pregunt¨®: "?D¨®nde est¨¢s?". Y ella respondi¨®: "En la cola del albergue. Otra vez no tengo d¨®nde dormir". Llora s¨®lo cuando le dicen que esta noche no podr¨¢ pasarla tampoco all¨ª: la llevan a otro refugio municipal. "He hecho amigos aqu¨ª. No quiero irme".
Mar¨ªa Eugenia y otras 119 personas compartieron cena -bocadillo de pollo para los musulmanes, de chorizo para el resto, caldo, fruta y caf¨¦- el pasado lunes en el barrac¨®n que el Ayuntamiento ha habilitado como albergue bajo las gradas del vel¨®dromo de Carabanchel, una imponente instalaci¨®n deportiva que se qued¨® a medio hacer en 1990 y que estos d¨ªas es, para muchos sin techo, la ¨²nica forma de escapar a las aceras heladas durante la ola de fr¨ªo. Tras las protestas vecinales de hace dos meses, el gobierno municipal, del PP, ha logrado poner en marcha el albergue con el compromiso de desmantelarlo en abril. Mientras, atiende cada noche a 100 hombres y 20 mujeres -siete de cada diez, inmigrantes-, que llegan, se duchan, comen algo y duermen ocho horas cubiertos hasta las cejas por mantas de cuadros azules y verdes.
El refugio abre a las diez de la noche, pero algunos esperan desde las seis de la tarde para coger un buen n¨²mero y elegir colchoneta. "Mire, se?orita, ?tres horas esperando y no tengo cama!", brama Hassan, un marroqu¨ª que lleva 10 a?os en Espa?a y que ahora est¨¢ sin trabajo. Es hu¨¦rfano, tiene un hermano en B¨¦lgica al que nunca ve y porta una bufanda del Atl¨¦tico de Madrid porque es hincha. Cuando habla del equipo regala su primera y ¨²nica sonrisa: "Yo quiero a Torres, El Ni?o. Le digo: '?Loco, marca el gol!". Es moreno, con pelo largo y ojos min¨²sculos. "Nac¨ª el 1 de enero de 1965, tengo casi 40 a?os", relata ufano. Cuando la periodista le hace ver que en realidad acaba de cumplirlos, dice: "Claro, es verdad... Cuarenta a?os ya... Y no he celebrado cumplea?os". Despu¨¦s se levanta y se deja acompa?ar por uno de los trabajadores del albergue, que le ha conseguido una colchoneta.
Hassan es habitual en los albergues, y eso le parece mal a otro de los inquilinos de esta noche: Yussef, tambi¨¦n marroqu¨ª, con 35 a?os y dos hijas en Marruecos, donde ¨¦l trabajaba de maestro. "Yo llevo en Madrid tres meses, y no tengo trabajo porque no tengo papeles. Por eso tengo que dormir aqu¨ª. Pero si dentro de tres a?os me sigue viendo usted en este albergue, nada de lo que yo diga valdr¨¢ nada. ?Entiende lo que digo? Despu¨¦s de diez a?os se consiguen papeles, y con papeles se pueden hacer muchas cosas", afirma.
Papeles es lo que busca Adda, argelino, que arrastra una pierna de madera porque, seg¨²n cuenta, fue v¨ªctima de los atentados del 11-M en la estaci¨®n de Santa Eugenia y pas¨® dos meses en el hospital, pero nadie, insiste, nadie le ha hecho caso desde entonces. "De verdad, se lo juro, iba en el tren, pero no he recibido las ayudas". Y papeles, el sue?o com¨²n en este barrac¨®n, es lo que querr¨ªa tener Tataru Viorel, alias V¨ªctor, rumano de 50 a?os, que reclama la atenci¨®n de los visitantes para explicarles su problema: "Tengo una novia espa?ola, Susana, la conoc¨ª en el albergue. Ahora est¨¢ en el de San Isidro, y no hay sitio all¨ª para m¨ª. ?Sabe qu¨¦ puedo hacer para estar con ella? ?Puede ayudarme?".
Es casi medianoche y los durmientes se acurrucan en sus improvisadas camas. Decenas de zapatos est¨¢n alineados a los pies de las colchonetas. Algunos fuman a la entrada del refugio, otros se abrazan a las mantas y permanecen callados, con los ojos abiertos. Un grupo de veintea?eros rumanos cuenta chistes en voz baja. Un hombre lee. Muy cerca, otro hombre se quita la ropa con exquisito cuidado, la dobla y la va metiendo en una bolsa. Es guineano, tiene 63 a?os y un aspecto impecable. Mira a su alrededor: "Yo no tendr¨ªa que estar aqu¨ª. No soy como ellos", dice, y tambi¨¦n intenta no llorar. Los ronquidos en la sala suenan acompasados poco antes de que el vigilante apague las luces.
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