El tercer libro
A veces, el lector llega a preguntarse, y no siempre con el mejor humor, por qu¨¦ en tantas novelas ambientadas en el ¨¢rea de influencia del Caribe, alguno de los personajes se arrodilla antes o despu¨¦s y empieza a comer tierra. Las respuestas a esta pregunta son diversas y no siempre guardan buenas intenciones. Sin embargo, la que se ofrece tras la lectura de El mundo conocido es convincente y alcanza categor¨ªa art¨ªstica. Seg¨²n esta novela, en ese mundo conocido, el sur de los Estados Unidos anterior a la Guerra de Secesi¨®n, hubo dos grandes libros. Uno fue la Biblia. El otro, el registro familiar de los esclavos. Era necesario escribir un tercer libro donde se fundieran los dos anteriores. Y as¨ª se ha hecho. Y hemos visto que es bueno.
EL MUNDO CONOCIDO
Edward P. Jones.
Traducci¨®n de Antonio Fern¨¢ndez Lera
Tropismos. Salamanca, 2004
366 p¨¢ginas. 20 euros
La novela se abre con la muerte de Henry Townsend, un esclavo liberado que, a su vez, se ha vuelto amo de otros esclavos. En torno a ese hecho y a esa circunstancia, a sus causas malignas y a sus consecuencias tr¨¢gicas y absurdas, giran una serie de historias con mucho br¨ªo narrativo y rara belleza que trascienden su significado hasta llegar donde la raz¨®n no se aventura por repugnancia, odio o resentimiento. Esas historias tambi¨¦n dibujan ¨®rbitas m¨¢s o menos alejadas del centro narrativo que forman una galaxia de espl¨¦ndida coherencia.
Tres son los v¨¦rtices a partir
de los cuales se puede comentar esta historia de historias. El primero es de ¨ªndole religiosa. Durante la primera mitad del siglo XIX, una callada revuelta espiritual de ra¨ªz popular se extiende por Alemania y los pa¨ªses n¨®rdicos, emigra a Estados Unidos y se instala con fuerza entre los esclavos negros. Ese movimiento, de muy variadas repercusiones, se basa sobre todo en la lectura m¨¢s o menos libre de la Biblia y, adem¨¢s de ser la ¨²nica v¨ªa a la alfabetizaci¨®n y al af¨¢n de consuelo, se convierte en una expresi¨®n de rencor hacia lo inmutable. Si esas formas del pietismo calan hondo en los campesinos reci¨¦n liberados de la servidumbre del norte de Europa, si provocan reformas profundas entre las diversas religiones de la joven Am¨¦rica que avanza hacia el Oeste, se vuelven pura cosmovisi¨®n para quienes, sea cual sea su posici¨®n social, viven entre la demencia del hombre convertido en mercanc¨ªa. De ah¨ª, del esclavismo, parte la l¨ªnea que lleva al segundo v¨¦rtice: la distorsi¨®n completa del sentido de justicia que acarrea esa pr¨¢ctica y subyuga una y otra vez la angustiosa lucha por la dignidad. El anhelo moral es siempre vencido por una innata y omnipresente corrupci¨®n surgida de la misma naturaleza de ese mundo y de sus tensiones. Un ejemplo de ello se nos brinda cuando el liberado Henry Townsend, amo ahora de un primer esclavo, se halla construyendo su casa en compa?¨ªa de ¨¦ste. Para descansar de sus tareas, amo reciente y esclavo se entregan a la diversi¨®n sin reparar en que el antiguo amo blanco, Robbins, les est¨¢ observando. Cuando Robbins presencia ese espect¨¢culo, se aproxima a Townsend y le dice: "Henry, la ley te proteger¨¢ como amo de tu esclavo, y no le temblar¨¢ el pulso para protegerte. Pero la ley espera que sepas distinguir entre amo y esclavo. Y no importa que seas m¨¢s oscuro que tu esclavo. T¨² eres el amo y eso es todo lo que la ley quiere saber. Pero si te revuelcas de un lado a otro y te conviertes en el compa?ero de juegos de tu propiedad y luego tu propiedad se revuelve contra ti y te muerde, la ley seguir¨¢ estando de tu parte, pero no lo har¨¢ con todo el coraz¨®n. T¨² no habr¨¢s cumplido con tu parte del trato". Un patriarca de los antiguos, s¨ª. Y ese patriarca nos dice que la ley tiene un coraz¨®n capaz, al parecer, de sentimientos volubles, una ley ruin, celosa y banal. El modo de expresarlo, esa gravedad salpicada de pronto por una socarroner¨ªa fatalista, es el tercero de los v¨¦rtices en que se sostiene la obra. Porque, a lo largo de la lectura, uno llega a preguntarse: ?qui¨¦n es ese narrador que, sobre la ca¨®tica impasibilidad de los hechos, encuentra un agujero por donde respirar, que a veces sugiere gastada nobleza y otras se divierte con la maldad que respira la acci¨®n de su relato? Porque en un primer momento, ciertos pasajes enga?an al lector -al lector presumido, hay que reconocerlo- con la apariencia de torpes recursos narrativos. Eso sucede con las informaciones sobre un futuro lejano al tiempo de la narraci¨®n que inculcan una sospecha hasta bien mediada la lectura: el autor ha hecho sus deberes de documentaci¨®n y no puede evitar esos alardes informativos que implican grietas en la entereza de su ficci¨®n, pero que a veces son muy rentables porque instruyen deleitando y eso vende. As¨ª se nos explican las conclusiones err¨®neas y paternalistas que una historiadora extrae en 1980 de lo que se cuenta en uno de los relatos, o se permite chistes ocultos sobre el hecho de que Wallace Stevens no fuera el primer poeta que trabaj¨® en una compa?¨ªa de seguros en Hartford, Connecticut. Lo impresionante es que al final de la obra, lo que parece descuido o bestsellerismo, se resuelve de nuevo en coherencia, todo cobra un sentido emparentado con esa esencia socarrona que anula cualquier posibilidad de sentimentalismo. El fingido error era brillante recurso. Adem¨¢s, los chistes tienen gracia.
Como en tantas otras nove-
las donde la gente come tierra, esa misma tierra se divide y pulveriza, pero el autor no comete aqu¨ª deicidio, sino h¨¢bil suplantaci¨®n. Porque hace mucho que han desaparecido entre el fuego los archivos cuyos datos se han estado manejando con tanto desparpajo, todo era un ardid. Esa voz tan informada, por tanto, es muy similar a la que se puede escuchar en la Biblia y tambi¨¦n a la del registro del gran libro de esclavos. O es la voz de un tercer libro. Una voz algo demente pero muy realista, esc¨¦ptica sobre la desaparici¨®n del mundo del que form¨® parte. Una voz noble. Una voz importante, desde luego.
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