Providencia
Todos los a?os, alboreando la primavera, mi padre expresa el mismo deseo: "ojal¨¢ acompa?e el tiempo". Como cofrade devoto que es, y penitente de la Hermandad del Calvario, de Sevilla, ve en las inclemencias meteorol¨®gicas un enemigo latente que puede arruinarle la espera de todo el a?o y dejarle en casa, con el capirote calado y el medall¨®n pendi¨¦ndole del cuello. No hay Semana Santa, de todas maneras, en que las potencias del viento y la nube no frag¨¹en alguna conjura y acaben batiendo la ciudad con alg¨²n aguacero, de esos que tienen la dudosa virtud de despoblar las calles e impedir a las im¨¢genes surgir de sus escondites a la luz de marzo: se repiten en las emisoras locales y el canal auton¨®mico los rostros de esos pobres feligreses arrasados en l¨¢grimas, abraz¨¢ndose ante la desesperaci¨®n por no poder partirse los huesos de la nuca un a?o m¨¢s bajo cincuenta quilos de peso o de ver intactos esos pies que, de otro modo, habr¨ªan barrido todas las colillas encendidas y los botellines rotos de la calle Sierpes. Esta primavera las isobaras vuelven a rebelarse y la previsi¨®n es la misma de siempre: veremos a ver si escapa alg¨²n d¨ªa de la semana sin su enjuague correspondiente y sus costaleros sollozando en las capillas. Ante lo cual, de peque?o, mi cerebro racionalista sol¨ªa inquirir: si Dios es el que hace llover y estos fastos se celebran en honor suyo, ?por qu¨¦ no elige otra estaci¨®n para regar los huertos?
Ese enigma punzante, el de los cristos apedreados por la lluvia, comparte misterio con el de las iglesias que se derrumban. El domingo pasado, sin ir m¨¢s lejos, el techo de una capilla se desplom¨® en Lepe mientras decenas de personas asist¨ªan a misa. En cuanto me enter¨¦, record¨¦ aquel aforismo soberbio de Lichtenberg: "A pesar de todo, las iglesias siguen necesitando pararrayos". En fin: que esas personas que siguen creyendo que Dios est¨¢ ah¨ª arriba, apoltronado en su sitial, con el tablero de las tormentas, los terremotos y las epidemias delante de ¨¦l, y que con toda su santa voluntad dispensa unas y elude otros con s¨®lo oprimir o no un bot¨®n de la m¨¢quina, se encuentran en serias dificultades a la hora de explicar por qu¨¦ el Gran Poder no puede salir un viernes santo o una persona que visita el templo se juega la coronilla.
Es hermoso pensar que alguien cuida de nosotros, que con un potente catalejo esp¨ªa cada uno de los movimientos de nuestro coraz¨®n desde el risco de una nube, que hace que mi taxi se retrase en su camino al aeropuerto para evitarme un accidente a¨¦reo, que da de comer a los pajaritos hambrientos con el trigo maduro y que todas las noches enciende esas atentas luminarias con que se orientan los marineros. Qu¨¦ linda tentaci¨®n la de confiar en que la naturaleza en pleno colabora con los hombres en llevar mi vida a buen t¨¦rmino, hacer m¨¢s felices a las viudas y amparar a los hu¨¦rfanos, y aunque bello en su simpleza qu¨¦ vergonzosamente falso. La providencia no es el mejor argumento para aquellos que tratan de convencer todav¨ªa a la humanidad de que hay un Dios arriba al que deben existencia y devoci¨®n, no despu¨¦s del tsunami del ?ndico, no despu¨¦s de Auschwitz ni de Hiroshima ni de los perros destripados con que me cruzo cada d¨ªa en la carretera al volver del trabajo a casa. Spinoza, que cre¨ªa en Dios, lo encaj¨® muy bien: no es que ¨¦l sea bueno ni malo, simplemente es indiferente.
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