?Qu¨¦ hacer con nuestra guerra?
Recientemente, el Times Literary Suplement publicaba una rese?a bibliogr¨¢fica del popular historiador brit¨¢nico Anthony Beevor sobre dos libros en torno a la Guerra Civil espa?ola. Indicio quiz¨¢s de los tiempos que corren, esta recensi¨®n contiene importantes juicios sobre los or¨ªgenes de la guerra no muy dis¨ªmiles de los que ha venido difundiendo en Espa?a P¨ªo Moa, otro autor tambi¨¦n exitoso, aunque a escala local. Ambos coinciden en recuperar el argumento de la derecha espa?ola, en su tiempo difundido por Joaqu¨ªn Arrar¨¢s y otros partidarios de la dictadura franquista, de que la guerra no empez¨® en julio de 1936, sino en octubre de 1934. Esto significar¨ªa que la culpa de la hecatombe no la tuvieron las derechas, sino las izquierdas, por romper la legalidad republicana rebel¨¢ndose en Asturias y Catalu?a. Dicha legalidad no existir¨ªa cuando se produjo la sublevaci¨®n del Ej¨¦rcito de ?frica. Rota la legitimidad, la ¨²nica ley que valdr¨ªa entonces ser¨ªa la de la fuerza, y as¨ª la raz¨®n estar¨ªa con el vencedor, con Franco y su victoria.
Humanismo y democracia son producto de una experiencia que conviene no olvidar
Dice Beevor que la guerra de Espa?a es un caso ¨²nico en el mundo en el sentido de que han sido los perdedores quienes m¨¢s han escrito sobre ella, distorsion¨¢ndola. Aqu¨ª coincide de nuevo con los que acusan a los historiadores espa?oles de hoy de una especie de incompetencia profesional emponzo?ada con el resentimiento de los derrotados. No s¨®lo supuestamente ocultamos los historiadores que durante la Rep¨²blica nadie o casi nadie era dem¨®crata, y que por lo tanto todos eran iguales, sino que a Franco no le acabar¨ªamos de perdonar que derrotase al totalitarismo, y que luego hiciese de Espa?a un pa¨ªs moderno y exitoso que por su espectacular evoluci¨®n socioecon¨®mica estuvo maduro para la transici¨®n a la democracia de los a?os setenta. No es ¨¦ste el momento ni el lugar para responder a estos argumentos, muchos leg¨ªtimos y dignos de discusi¨®n, pero que ignoran de ra¨ªz lo que estaba en juego en los a?os treinta no ya s¨®lo en Espa?a, sino en el resto de Europa, qu¨¦ significaba la democracia, qu¨¦ se esperaba de ella, y por qui¨¦n. Lo que desde luego no parece honesto es, como ha venido haciendo Moa, cuestionar y hasta insultar de forma absoluta el trabajo de los historiadores profesionales, tach¨¢ndolos de ser parciales. Y ello, por varias razones.
El aparente desequilibrio en el inter¨¦s y hasta en el enfoque de sus estudios no puede desligarse de los cuarenta a?os de verdad ¨²nica dentro de la Espa?a de la victoria, en la que s¨®lo hab¨ªa sitio para la experiencia y el dolor de los vencedores. Que todav¨ªa estemos sacando muertos de fosas comunes, para devolverles nombre y digna sepultura, es quiz¨¢s la mejor prueba de ello. Es cierto que la cr¨ªtica hacia la producci¨®n historiogr¨¢fica acad¨¦mica, si se ignora el insulto barato, contiene elementos de verdad, empezando porque ha habido tiempo de hacer muchas cosas, y desde luego con m¨¢s imaginaci¨®n, desde que acabase la dictadura hace casi treinta a?os. Tambi¨¦n es innegable que la mayor¨ªa de los profesores universitarios de historia, aqu¨ª y en casi todo el Occidente, son m¨¢s de izquierdas que la mayor¨ªa de la sociedad, lo que sin duda se refleja en su trabajo. Es m¨¢s, en las obras de algunos historiadores hay todav¨ªa un rancio enfoque frentepopulista que intenta ganar batallas ya irrelevantes. A estas alturas, todos deber¨ªamos haber asumido muchas cosas nada agradables de la todav¨ªa idealizada Rep¨²blica, y se ten¨ªa que haber hecho m¨¢s hincapi¨¦ en los cr¨ªmenes cometidos en su nombre, reconociendo la legitimidad del sufrimiento del pr¨®jimo, independientemente de qui¨¦n o por qu¨¦ lo mataron.
A pesar de lo anterior, la reflexi¨®n seria, sobre todo si se quiere que sea did¨¢ctica y enfocada al p¨²blico general, ni va a venir de la parcialidad de los que est¨¢n interesados en ver la mano de la conspiraci¨®n roja -por aquello de que el esc¨¢ndalo y las ventas van juntos- ni de los que ignoraran lo inaceptable. Ninguno de ellos parece interesado en que nos planteemos el problema de para qu¨¦ queremos que nos sirva nuestra guerra incivil. Un problema, nos guste o no, que est¨¢ ah¨ª y no se va a ir, como se demostr¨® recientemente a prop¨®sito de la retirada de las estatuas de Franco. Las debates en torno a la guerras civiles -sirva el ejemplo de la estadounidense de 1861-1865, para la que ni siquiera hay consenso sobre qu¨¦ nombre darle- tienen una extraordinaria longevidad, ya que, adem¨¢s de las identidades y experiencias que evocan, cada generaci¨®n mira al pasado de una manera distinta de la precedente. Pero los espa?oles del siglo XXI tenemos la ventaja de que nuestros valores y nuestra realidad social son muy distintos de los imperantes en los a?os treinta. Pocos se reconocen hoy en el lenguaje de aquella ¨¦poca, violento e intransigente, en la precaria adhesi¨®n a las libertades formales, o en la tolerancia ante las enormes desigualdades sociales. Las guerras civiles, la Segunda Guerra Mundial, las limpiezas ¨¦tnicas, el Holocausto y dem¨¢s horrores del siglo anterior nos han hecho a los europeos en general descubrir que libertad e igualdad combinadas, por imperfectas que sean, son con mucho la mejor alternativa posible. A fuerza de decenas de millones de muertos, somos dem¨®cratas y humanistas. Este humanismo mayoritario es en parte, pero s¨®lo en parte, heredero del derrotado en Espa?a en 1939 y, completamente, del victorioso en Europa occidental en 1945, algo que Beevor y otros parecen olvidar. As¨ª lo reconoci¨®, en cambio, el nieto de Manuel Aznar cuando se reclam¨® heredero silente de Manuel Aza?a. Humanismo y democracia son producto de una experiencia que conviene no olvidar, porque mientras la mentira es el alma de las dictaduras, la ignorancia es un tumor en cualquier democracia.
Una de las mayores mentiras franquistas fue su falsa reconciliaci¨®n nacional, esculpida en el granito del Valle de los Ca¨ªdos. No deja de ser triste que treinta a?os despu¨¦s de la muerte del dictador a¨²n no sepamos qu¨¦ hacer con este monumento. Al menos en las esferas oficiales, porque ¨¦ste no parece ser el problema de los miles de personas normales que se acercan a visitar Cuelgamuros todos los fines de semana. Estos ciudadanos quieren ver y tocar su Historia. Va siendo hora de que las autoridades tomen nota y utilicen tambi¨¦n estos dif¨ªciles legados del pasado para afirmar los valores del presente, haciendo bien del mal. El Valle de los Ca¨ªdos, siguiendo con el ejemplo, es un sitio id¨®neo para un museo y centro de estudios de nuestra guerra (o de las guerras en general), quiz¨¢s en la abad¨ªa situada a sus espaldas. All¨ª, los ciudadanos de hoy y de ma?ana podr¨ªan aprender con rigor hist¨®rico lo que pas¨® a sus antepasados, a respetar el dolor de todos los que sufrieron la guerra, y a valorar a¨²n m¨¢s el hecho de que podemos ofrecerles y ofrecernos la paz, la piedad y el perd¨®n que los tiempos les negaron. Mientras tanto, seguiremos discutiendo y aprendiendo de la guerra, pero sin olvidar que al debate ya vamos con un partido tomado, el nuestro: el de la libertad y el humanismo que tanto han costado.
Antonio Cazorla S¨¢nchez es profesor de Historia de Europa en la Trent University de Canad¨¢.
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