Im¨¢genes del Papa
Esbelto. Deportista. Caminante infatigable. Esquiador. Un alma de santo en un cuerpo de atleta. Una gran salud casi nietszcheana al servicio de una fe de predicador. Es algo que hoy cuesta imaginar. Cuesta, cuando s¨®lo se ha conocido al Papa sufriente y l¨ªvido de los ¨²ltimos tiempos, que luchaba contra la enfermedad, figur¨¢rselo joven, glorioso, con un cuerpo soberano y potencia f¨ªsica. Sin embargo, es de ¨¦ste de quien me acuerdo. Es de ¨¦ste del que los hombres y mujeres de mi generaci¨®n, aquellos que lo vieron surgir, a comienzos de los a?os ochenta, conservar¨¢n la imagen. Recuerdo las primeras cr¨®nicas de Maurice Clavel, justo despu¨¦s de su elecci¨®n, en las que se maravillaba de la fuerza de la naturaleza que suced¨ªa al viejo Juan Pablo I. Recuerdo mi propio estupor ante las primeras fotos suyas, tan sorprendentemente animoso, en las pistas de esqu¨ª de Courmayeur o en los aeropuertos de las ciudades a las que viajaba. Un Papa joven. Un Papa que, antes de ser este muerto viviente cuya ¨²ltima agon¨ªa ha vivido el mundo, signific¨® primero la juventud recobrada de la Iglesia.
Cito a Nietzsche a prop¨®sito. Porque, para la gente de mi generaci¨®n, para quienes, entre nosotros, aprendieron la filosof¨ªa en los libros de Nietzsche o de Heidegger, Juan Pablo II fue ante todo el Papa de la ¨¦poca de la muerte de Dios. De acuerdo, fue el Papa de la lucha contra el comunismo. Tuvo el m¨¦rito, como todo el mundo sabe, de ser el gran art¨ªfice de la ca¨ªda del llamado comunismo. Pero, antes de eso, fue el gran Papa contempor¨¢neo de la ideolog¨ªa de la muerte de Dios. Fue el primer Papa, qu¨¦ digo, el primer responsable de todas las iglesias contempor¨¢neas que comprendi¨® que el comunismo, como el nazismo, por otro lado, s¨®lo era en muchos aspectos una peripecia de esta larga historia que es la historia de la muerte de Dios. Fue a esta historia a la que se enfrent¨®. Fue contra esta historia contra la que se rebel¨®. Lean sus libros. Todos sus libros. Y recuerden el terrible precio que estuvo a punto de costarle -y de costar a la humanidad europea- su audacia metaf¨ªsica: Mehmed Al¨ª Agca, el KGB, una bala en el abdomen, tal vez el inicio del calvario.
Porque, ?sabemos lo que decimos cuando afirmamos que fue el art¨ªfice de la ca¨ªda del comunismo? Hay que volver a situarse a trav¨¦s del pensamiento en el mundo de esa ¨¦poca. No una Europa, sino dos. No una historia, sino dos distintas. Una especie de manique¨ªsmo negro planteaba que, en estas dos Europas, hab¨ªa dos humanidades diferentes, con destinos y esperanzas divergentes, inscritas en unos marcos temporales que no se volver¨ªan a unir nunca. Pues bien, hubo un responsable pol¨ªtico y espiritual que rechaz¨® este postulado. Hubo un responsable pol¨ªtico y espiritual que consider¨® de inmediato monstruosa la idea de que una mitad de Europa estaba condenada a la servidumbre. Este visionario, este inventor de la Europa moderna, este hombre de gran valent¨ªa al que el continente debe su unidad recobrada, es, se quiera o no, se sea cristiano o no, el jefe de la Iglesia cat¨®lica. Tan s¨®lo por esto, tan s¨®lo por este papel en las aventuras modernas de la libertad, hay que darle las gracias a Wojtyla.
Un recuerdo personal. Se remonta a 10 a?os atr¨¢s. Mayo de 1994. Cumbre de la guerra de Bosnia-Herzegovina. Pude, a trav¨¦s de Andr¨¦ Fossard, obtener una audiencia en el Vaticano para el presidente bosnio y musulm¨¢n Alia Izetbegovic... La juventud del Papa, una vez m¨¢s. Su presencia asombrosamente encarnada. Tambi¨¦n su forma, en poco tiempo, de encontrar las palabras para expresar al mismo tiempo la exigencia ecum¨¦nica ("s¨¦ que islam significa paz"), la curiosidad teol¨®gica ("?de qu¨¦ medios disponen ustedes para desarmar, dentro de ustedes mismos, la violencia?") y, por ¨²ltimo, la rebeld¨ªa de la conciencia universal ante el sufrimiento que se hac¨ªa soportar a las poblaciones civiles de Sarajevo (unas frases, apuntadas e incluidas en Le Lys et la cendre , que s¨®lo pod¨ªan sonar como una distancia que este hombre de paz tomaba respecto al pacifismo dominante). Aquel d¨ªa, Juan Pablo II salv¨® el honor. Mientras agonizaba la capital de una Europa que ya no ten¨ªa ni la siniestra excusa de ser, como se dec¨ªa anta?o, "otra" Europa, Juan Pablo II fue la ¨²nica gran voz que denunci¨® lo intolerable.
Una ¨²ltima imagen. La de su m¨¢s largo viaje. El m¨¢s corto y, al mismo tiempo, el m¨¢s largo. Aquel que, un buen d¨ªa de abril de 1986, le hizo cruzar el T¨ªber y empujar la puerta de la sinagoga de Roma. Hubo gentes con pocas luces que consideraron que ese d¨ªa Juan Pablo II hizo demasiado o no lo suficiente. Entre par¨¦ntesis, a menudo son los mismos que, hasta el ¨²ltimo momento, se ofuscaron en verlo, en aquellas cuestiones relativas a la libertad de los cuerpos, negarse a ceder al chantaje moderno, defender sus dogmas y recordar a quien quisiera escucharle (y tambi¨¦n, eventualmente, transgredirlas) la existencia de las prohibiciones cat¨®licas. Para m¨ª, para otros muchos, aquel viaje fue una fecha muy importante. Para m¨ª, para otros muchos, era el ¨²ltimo paso, pero el m¨¢s dif¨ªcil, de un camino que hab¨ªa comenzando en el momento del Concilio de Trento. Valent¨ªa, una vez m¨¢s. Pervivencia de la memoria. Arrepentimiento. Era, entre jud¨ªos y cristianos, el final de la ense?anza del desprecio.
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