Memorias editoriales
El gran virus de la edici¨®n es la pirater¨ªa de los libros. Pero aqu¨ª sabemos poco de edici¨®n y por eso no entendemos muy bien eso de los piratas. Como los libros son tan caros, dicen algunos, las ediciones pirateadas y vendidas en las esquinas nos permiten leer. El asunto es exactamente al rev¨¦s, ya que los libros falsificados son, entre otras cosas, ilegibles, pero nosotros estamos sumergidos en un estado de inocencia inexpugnable. M¨¢s de alguien, desde altas posiciones pol¨ªticas o de gobierno, ha propuesto que los libros piratas sean regalados a las escuelas. Para que los ni?os se inicien en las artes de la falsificaci¨®n; para que aprendan desde chiquititos a leer p¨¢ginas borroneadas y hasta p¨¢ginas en blanco. ?Qu¨¦ gran aprendizaje! Es, hay que decirlo, una curiosa aceptaci¨®n de la barbarie y del subdesarrollo. Pero estos estados selv¨¢ticos producen adicci¨®n, acostumbramiento, y la lucha es desigual. En lugar de entregar argumentos, voy a contar algunas historias editoriales. Ya que muchos escritores criollos y hasta algunos editores han escuchado hablar poco de este asunto en apariencia sencillo, complejo y dif¨ªcil en la pr¨¢ctica, de la edici¨®n de libros.
Estuve alguna vez, en ¨¦pocas lejanas, en la imprenta y editorial de don Carlos George Nascimento. Don Carlos George, de origen portugu¨¦s, de familia de las Islas Azores, era un notable editor a la antigua. Recib¨ªa a los escritores en su librer¨ªa, le¨ªa los manuscritos desde la primera hasta la ¨²ltima l¨ªnea, supongo que armado de un l¨¢piz de marca Faber, y despu¨¦s, cuando aceptaba publicarlos, vigilaba todas las etapas de la edici¨®n en persona. Esas editoriales, con sus linotipistas, sus correctores de pruebas, sus autores, eran como grandes familias. Familias del papel, de la tinta, de la letra impresa. Si se produc¨ªa una situaci¨®n as¨ª, una atm¨®sfera de esa naturaleza, una camarader¨ªa de esa clase, la lucha por los premios, por el ¨¦xito, por conseguir un espacio propio, era un poco m¨¢s amable, m¨¢s civilizada, menos ¨¢spera. Los cr¨ªticos, de acuerdo con su inveterada costumbre, se dedicaban a decir que en Chile no hab¨ªa narradores, y los narradores se encog¨ªan de hombros. Don Jos¨¦ Santos Gonz¨¢lez Vera, notable y original, suavizaba los conflictos repartiendo pastillas de menta. Nadie se ha querido fijar, ni siquiera los asesores presidenciales, en estas caracter¨ªsticas particulares, socarronas, humor¨ªsticas, de perfil deliberadamente bajo, de la vieja narrativa chilena. Los franceses usan en forma sistem¨¢tica el m¨¦todo de la "mise en valeur", la puesta en valor. Nosotros somos desvalorizadores, ninguneadores tenaces. Ha salido, por ejemplo, una interesante traducci¨®n francesa de El ni?o que enloqueci¨® de amor, la novelita de Eduardo Barrios que ya est¨¢ cerca de cumplir un siglo, y nadie ha dicho una palabra. Las modas y los dogmas de hoy son otros, y en ellos no cabe el autor de Un perdido y de El hermano asno.
Yo prefiero volver a mis recuerdos editoriales. Conoc¨ª a Carlos Barral en el caf¨¦ de los Deux Magots, en Par¨ªs, en los a?os de gloria de la barcelonesa Seix Barral. Despu¨¦s viaj¨¦ a Barcelona y fui a visitarlo al edificio hist¨®rico de la calle de Provenza. Ya hab¨ªa escrito muchas cartas a esa direcci¨®n, que empezaba a ser legendaria, y hab¨ªa firmado un flamante contrato para la edici¨®n de mi primera novela. Recuerdo que sub¨ª por una escalera exterior, angosta y s¨®lida como la de un acorazado, y que conoc¨ª en uno de los descansos a Carmen Balcells, quien ya se iniciaba como agente literaria, y a Ivonne, la mujer de Carlos. Eran tiempos heroicos y a la vez sencillos. Seix Barral ya hab¨ªa editado al muy joven Vargas Llosa, a Juan Mars¨¦, a Juan Garc¨ªa Hortelano, entre muchos otros. Pronto se iba a convertir en la editorial del boom de la novela latinoamericana. Si hubieran pirateado La ciudad y los perros o ?ltimas tardes con Teresa, la notable y hoy d¨ªa cl¨¢sica novela de Mars¨¦, supongo que no habr¨ªa habido boom ni nada por el estilo. Pero en la Espa?a del general Franco, a pesar de la censura y a pesar de tanta historia negra, exist¨ªa cierto respeto elemental por la edici¨®n literaria, aparte de mucha prepotencia y mucho irrespeto. Carlos Barral me cont¨® el almuerzo suyo y de Mario Vargas Llosa con el entonces ministro de Informaci¨®n, me parece que Manuel Fraga Iribarne, en el que consiguieron entre ambos, a la hora de los postres y de los co?acs, el pase, el nihil obstat, para aquella primera novela.
En el Seix Barral de la calle de Provenza me encontr¨¦ con los hermanos Goytisolo, con Jos¨¦ Mar¨ªa Castellet, con Juan Garc¨ªa Hortelano, con muchos otros. Era un lugar de reuni¨®n de escritores, profesores, traductores, dise?adores, artistas diversos. Muchos a?os m¨¢s tarde, en otra direcci¨®n del mismo sello, en las afueras de Barcelona, asist¨ª a la llegada de los dibujos de Antoni T¨¤pies que estaban destinados a ilustrar la tapa de Confieso que he vivido, las memorias p¨®stumas de Pablo Neruda. Digo que asist¨ª, porque fue una peque?a ceremonia privada. Despu¨¦s segu¨ª de cerca las dif¨ªciles negociaciones de la editorial con los herederos de Federico Garc¨ªa Lorca para sacar a la luz El p¨²blico, la obra que permaneci¨® in¨¦dita hasta bien entrada la d¨¦cada de los setenta debido a una cuesti¨®n de costumbres (por decirlo de alguna manera). Viajamos a Madrid a presentarla y creo, si no recuerdo mal, que Francisco Rabal, Paco, actor aficionado a la poes¨ªa, fue uno de los presentadores. Mi conciencia constante, en cualquier caso, me indica que en la edici¨®n, por lo menos en la de aquellos a?os, hab¨ªa algo ligado en forma profunda con la cultura y hasta, dir¨ªa, con los or¨ªgenes de la cultura, con los aspectos m¨¢s formativos de una sociedad.
El encuentro en la calle de Provenza se produjo all¨¢ por el a?o 1963 o 1964. Diez a?os m¨¢s tarde me encontr¨¦ con Carlos Barral en algo as¨ª como un subsuelo de la calle de Balmes, en las cercan¨ªas de la Diagonal barcelonesa, en los tiempos de su editorial m¨¢s peque?a y m¨¢s personal llamada Barral Editores y cuyo logotipo eran dos delfines entrelazados. Ahora conservo la impresi¨®n de que Carlos trabajaba en la penumbra, frente a una mesa enorme, m¨¢s bien despejada, entre las volutas de humo de su pipa y debajo de un letrero italiano que dec¨ªa: "Fa l'amore, non l'editore". Supongo que ¨¦l trataba de hacer las dos cosas, pero el letrero aqu¨¦l, adem¨¢s de un acto de humor, era una permanente advertencia, casi una consigna. Hab¨ªa un cuadro estad¨ªstico pegado en la pared y que indicaba que las ventas de Alejo Carpentier financiaban la peque?a empresa. Poco despu¨¦s, las ventas quedaron encabezadas por el libro que le acababa de entregar a Carlos, el testimonio de una breve pasada por Cuba. Hasta que Barral Editores, la editorial de los dos delfines, naufrag¨®, y Carlos termin¨® de senador porla provincia de Tarragona. Ahora no s¨¦ si hab¨ªa sido electo o designado. Pero s¨¦ que mostraba las instalaciones de la biblioteca del Senado, convertida en su biblioteca, con ademanes de pr¨ªncipe ca¨ªdo en desgracia, sin abandonar nunca su capa, su bast¨®n y su pipa.
Mis memorias editoriales podr¨ªan llenar largas p¨¢ginas. Una vez deb¨ª esperar en una antesala de Gallimard, en Par¨ªs, frente a un Jean Genet de cabeza rapada y vestido de gamuzas finas. Conoc¨ªa al Genet del Diario de un ladr¨®n y me daban ganas de dirigirle la palabra, pero detesto a los entrometidos, a los intrusos, y guard¨¦ un comedido silencio. Ahora las editoriales, con escasas excepciones, entraron en la carrera desaforada del best seller, y quiz¨¢ la pirater¨ªa, que tiende a extenderse por el mundo, sea una consecuencia. Los editores corren, medio desesperados, y los piratas vigilan y cazan el best seller al vuelo.
Supe que en Lima ya existe una feria del libro pirata. Y nosotros hemos empezado a exportarlos a Venezuela, fieles a nuestra pr¨¢ctica de las exportaciones no tradicionales. A la vez, observo un fen¨®meno interesante de reacci¨®n. En el Per¨² aparecen editoriales peque?as, artesanales, de nombres literarios. En Chile sucede m¨¢s o menos lo mismo, en el sector de la poes¨ªa y de la literatura femenina. Y acabo de ver unas ediciones argentinas presentadas bajo el nombre m¨¢gico de Beatriz Viterbo. Beatriz Viterbo es el personaje femenino de El Aleph, el personaje que acaba de morir cuando el relato comienza. El Borges narrador, es decir, el Borges inventado por Borges, est¨¢ enamorado de esta Beatriz en forma desesperada. Algunos cr¨ªticos, no s¨¦ si ingeniosos o majaderos, han sostenido que el personaje deriva de La Divina Comedia y que su Dante es el pedante y mediocre Carlos Argentino Daneri, el due?o de la casa de la calle de Garay donde el misterioso objeto, el c¨ªrculo luminoso donde se refleja el universo en su totalidad, est¨¢ escondido en un s¨®tano, debajo de las gradas de una escalera. No es mala idea hacer una editorial en Buenos Aires con el nombre de aquella inalcanzable Beatriz. Cuando el enamorado narrador se encuentra, por fin, despu¨¦s de beber una copa de co?ac de mala calidad, enfrentado al aleph, consigue leer unas cartas obscenas, desenfrenadas, de la elegante y mundana Beatriz a Carlos Argentina. Uno se queda pensativo. Uno se queda pensando que el narrador borgeano era un sadomasoquista de manual. Pero es sugerente que el desarrollo de las grandes editoriales modernas, que suele desembocar en la monstruosidad, en la antiliteratura, provoque en los m¨¢rgenes la formaci¨®n de casas peque?as, secretas, no exentas de extravagancia literaria. Veo a Carlos Barral en sus a?os finales, paseando por los corredores del Senado espa?ol como alma en pena, y tengo la curiosa impresi¨®n de que el tiempo lo ha reivindicado.
Jorge Edwards es escritor chileno, premio Cervantes de 1999.
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