Tenemos que hablar del cambio clim¨¢tico
La visi¨®n t¨ªpica de la Tierra desde un avi¨®n que vuela a 10.700 metros de altitud -una vista que habr¨ªa asombrado a Dickens o a Darwin- puede ser instructiva cuando contemplamos el destino de nuestro planeta. Vemos d¨¦bilmente, o podemos imaginar, la curva esf¨¦rica del horizonte y, por extrapolaci¨®n, nos hacemos una idea de lo lejos que tendr¨ªamos que viajar para circunnavegarla, y lo diminutos que somos en relaci¨®n con esta casa suspendida en el espacio est¨¦ril. Cuando atravesamos los territorios del norte de Canad¨¢ en ruta hacia la Costa Oeste estadounidense, o el litoral noruego, o el interior de Brasil, nos alivia ver que todav¨ªa existen unos espacios vac¨ªos tan inmensos: pueden pasar dos horas sin que oteemos una sola carretera o camino. Pero tambi¨¦n es grande, y cada vez m¨¢s, la columna de mugre -como si se hubiera despegado de una ba?era sucia- que flota en el aire cuando cruzamos los Alpes hacia el norte de Italia, o la cuenca del T¨¢mesis, o Ciudad de M¨¦xico, Los ?ngeles, Pek¨ªn; la lista es larga y va en aumento. Esas gigantescas manchas de cemento mezcladas con acero, esos cat¨¦teres de tr¨¢fico incesante que se pierden en el horizonte... El mundo natural no puede sino encogerse ante ellos.
La enorme presi¨®n demogr¨¢fica, la abundancia de nuestras invenciones, las fuerzas ciegas de nuestros deseos y necesidades, parecen imparables y est¨¢n generando un calor -el c¨¢lido aliento de nuestra civilizaci¨®n- cuyas consecuencias s¨®lo alcanzamos a comprender vagamente. El viajero mis¨¢ntropo, mirando desde su extraordinaria y extraordinariamente contaminante m¨¢quina, se preguntar¨¢ obligatoriamente si la Tierra no estar¨ªa mejor sin nosotros.
?C¨®mo podemos llegar a refrenarnos? Parecemos, a esta distancia, l¨ªquenes fruct¨ªferos, un asolador florecimiento de algas, un moho que envuelve una fruta. ?Podemos ponernos de acuerdo? Somos una especie inteligente, pero beligerante; en nuestras conversaciones p¨²blicas podemos parecer una bandada de grajos a pleno pulm¨®n. Con toda nuestra inteligencia, acabamos de empezar a comprender que la Tierra -considerada como un sistema total de organismos, entornos, climas y radiaci¨®n solar, todos los cuales llevan cientos de millones de a?os d¨¢ndose forma rec¨ªprocamente unos a otros- es quiz¨¢ tan compleja como el cerebro humano; y sin embargo, s¨®lo entendemos una peque?a porci¨®n de dicho cerebro, o de la casa en la que ha evolucionado.
A pesar de la ignorancia pr¨¢cticamente total, o quiz¨¢ debido a ella, los informes emitidos por diversas disciplinas cient¨ªficas nos dicen con seguridad que estamos destrozando la Tierra, que estamos ensuciando nuestro nido y tenemos que actuar con decisi¨®n y en contra de nuestras inclinaciones inmediatas. Porque tendemos a ser supersticiosos, jer¨¢rquicos e interesados, en un momento en que debi¨¦ramos ser racionales, ecu¨¢nimes y altruistas. Estamos modelados por nuestra historia y nuestra biolog¨ªa para enmarcar nuestros planes en el corto plazo, dentro de la escala de una ¨²nica vida, y en las democracias, los gobiernos y los electorados coinciden en un ciclo todav¨ªa m¨¢s restringido de promesa y gratificaci¨®n. Ahora se nos pide que nos preocupemos por el bienestar de individuos que a¨²n no han nacido, a los que nunca conoceremos y que, contrariamente a las condiciones normales de la interacci¨®n humana, no nos van a devolver el favor.
Para concentrar nuestra mente, tenemos ejemplos hist¨®ricos de civilizaciones desaparecidas debido a la degradaci¨®n medioambiental: la sumeria, la del valle del Indo, la de la isla de Pascua. Derrocharon de manera extravagante los recursos vitales y murieron. Fueron casos de ensayo, localmente limitados; ahora, cada vez m¨¢s, somos s¨®lo uno, y estamos informados -fiablemente o no- de que es todo el laboratorio, todo el glorioso experimento humano, el que corre peligro. ?Y qu¨¦ tenemos a nuestro favor para evitar ese peligro? A pesar de todos nuestros defectos, ciertamente un talento para la cooperaci¨®n; podemos consolarnos con el recuerdo del Tratado de Prohibici¨®n Parcial de las Pruebas Nucleares (1963), firmado en una ¨¦poca de hostilidades y sospecha entre las superpotencias de la guerra fr¨ªa. M¨¢s recientemente, el descubrimiento del agujero de ozono en la atm¨®sfera y un acuerdo mundial para prohibir los clorofluorocarbonados (CFC) tambi¨¦n deber¨ªa darnos esperanza. En segundo lugar, la globalizaci¨®n no s¨®lo ha unificado econom¨ªas, sino que tambi¨¦n ha conseguido que la opini¨®n mundial presione a los gobiernos para que tomen medidas.
Pero sobre todo, tenemos nuestra racionalidad, que encuentra su mayor expresi¨®n y formalizaci¨®n en la buena ciencia. El adjetivo es importante. Necesitamos representaciones precisas del estado de la Tierra. El movimiento ecologista se ha dejado enga?ar por predicciones funestas, con base "cient¨ªfica", que en las ¨²ltimas dos o tres d¨¦cadas han demostrado estar espectacularmente equivocadas. Esto no invalida por s¨ª solo las actuales predicciones cient¨ªficas funestas, pero constituye un alegato a favor del escepticismo, uno de los motores de la buena ciencia. No s¨®lo necesitamos que los datos sean fiables, sino tambi¨¦n que se expresen en un uso riguroso de la estad¨ªstica. Movimientos intelectuales bienintencionados, desde el comunismo al post-estructuralismo, tienen la mala costumbre de absorber los datos inc¨®modos o los desaf¨ªos a los preceptos b¨¢sicos. No deber¨ªamos pasar por alto ni suprimir los buenos indicadores del medio ambiente -y hay varios- simplemente porque no se ajusten al alegato. Es tentador asumir con entusiasmo el supuesto angustioso m¨¢s reciente, porque encaja con nuestro estado de ¨¢nimo. Pero deber¨ªamos preguntar, o esperar que otros lo hagan, la procedencia de los datos, las suposiciones introducidas en el modelo inform¨¢tico, la respuesta de los dem¨¢s miembros de la comunidad cient¨ªfica, etc¨¦tera. El pesimismo es intelectualmente delicioso, incluso emocionante, pero el asunto que tenemos delante es demasiado serio para la me-ra autocomplacencia. Ser¨ªa contraproducente que el movimiento ecologista degenerara en una religi¨®n de fe l¨²gubre. (La fe, certidumbre infundada, no es una virtud). Fue la buena ciencia, no las buenas intenciones, la que detect¨® el problema del ozono, y condujo, con bastante rapidez, a una buena pol¨ªtica.
La visi¨®n general desde el avi¨®n insin¨²a que, sean cuales sean nuestros problemas medioambientales, habr¨¢ que abordarlos mediante leyes internacionales. Ning¨²n pa¨ªs va a refrenar a sus industrias si las de los vecinos no encuentran trabas. Tambi¨¦n en esto podr¨ªa resultar ¨²til una globalizaci¨®n ilustrada. Y un buen derecho internacional tal vez no necesite usar nuestras virtudes, sino nuestros defectos (la codicia y el inter¨¦s propio) para potenciar un medio ambiente m¨¢s limpio; a este respecto, el mercado de intercambio del carbono recientemente dise?ado ha sido una primera maniobra h¨¢bil. El debate sobre el cambio clim¨¢tico est¨¢ plagado de incertidumbres. ?Podemos evitar lo que se nos viene encima o es que no se nos viene encima nada? ?Nos encontramos al comienzo de una era de cooperaci¨®n internacional sin precedentes, o vivimos en un verano eduardiano de negaci¨®n temeraria? ?Es ¨¦ste el comienzo o el final? Tenemos que hablar.
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