Madame Butterfly
La otra tarde, mientras asist¨ªa arrobado a la representaci¨®n de Madame Butterfly en el teatro de la Maestranza (sin duda, uno de los ¨¦xitos musicales del a?o), me empez¨® a rondar por la cabeza una historia real, en cierto modo paralela, y en otro cierto contraria a la de Puccini. Al principio, luch¨¦ por que no me distrajera del asunto. Pero ten¨ªa tanto que ver con la tragedia de amor de la geisha enamorada de aquel marino yanqui, carente de escr¨²pulos morales, que me pudo m¨¢s el parang¨®n. He aqu¨ª la otra historia:
La hermana de un amigo m¨ªo se cas¨® hace bastantes a?os con un oficial norteamericano de la base de Rota. La buena muchacha, universitaria y de una discreta clase media (primer contraste), se enamor¨® de aquel muchacho alto y rubio, y anabaptista por m¨¢s se?as. Aqu¨ª hubo alg¨²n problema, pues la familia espa?ola, de arraigado catolicismo, no ve¨ªa bien el matrimonio. Pero esto se solvent¨®, con las habituales componendas de las respectivas iglesias, sin que ninguno de los dos tuviera que abdicar de nada, ni ser repudiada ella por su clan, como en la obra de Puccini (segunda diferencia). La cosa empez¨® razonablemente bien. ?l emprend¨ªa sus misiones militares, de las que regresaba siempre al hogar conyugal. Al contrario que el Teniente Pinkerton, que una vez que se fue, ya s¨®lo volvi¨® con su nueva esposa norteamericana, con lo que provoc¨® el suicidio de la sutil y delicada geisha. (Antes que se me olvide, la ¨®pera tambi¨¦n est¨¢ basada en un hecho real).
Pero el que no hubiera otra mujer en la historia de Rota, no quer¨ªa decir que no hubiera problemas. Con el tiempo, el apuesto oficial se fue abandonando a sus costumbres m¨¢s arraigadas. Un d¨ªa, su mujer descubri¨® que todos los fines de semana que coincid¨ªan juntos, ¨¦l se met¨ªa en la cama el viernes por la tarde, pero no con ella, sino con par de botellas de whisky, que el buen chico inger¨ªa en sucesivas duermevelas. As¨ª, hasta el lunes, en que se reintegraba a la base. El problema para ella no fue tanto que se sintiera relegada, como que nunca comprendi¨® aquello. Ni siquiera cuando vio que era costumbre muy extendida entre los buenos chicos norteamericanos. Esto es, un radical abismo de incomprensi¨®n se abri¨® entre los dos, donde menos se esperaba. La vida continu¨®, y el matrimonio tuvo dos hijos. Pero antes de que fuera demasiado tarde, y cuando ya se dispon¨ªan a irse a vivir a los Estados Unidos, ella empez¨® a enfriar las relaciones y acabaron separ¨¢ndose, sin duda para evitar que la prole creciera en aquel pa¨ªs tan raro. Exactamente lo contrario de lo que ocurre en el libreto de Illica y Giacosa.
Ya con los aplausos del final, acab¨¦ por comprender que al alegato antinorteamericano que se esconde en la extraordinaria obra de Puccini, bien pod¨ªamos a?adir esta otra ense?anza: menos mal que Cio-Cio-San, la esposa japonesa, no tuvo tiempo de descubrir c¨®mo era realmente su apuesto marino, y la peligrosa vulgaridad que hay detr¨¢s del sistema militar del Imperio. Si no, que se lo pregunten a los miembros de Greenpeace que estos d¨ªas son juzgados por taponar simb¨®licamente la base de Rota. Y sin m¨²sicas celestiales.
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