De efectos imprevisibles
No se sabe bien de d¨®nde nace; se sabe bien, en cambio, c¨®mo se administra y c¨®mo funciona, y vaya usted a saber a d¨®nde puede conducir: la conciencia, ese Pepito Grillo alojado entre pliegues de neuronas, a mitad de camino entre el moderno cerebro pensante y el arcaico cerebro emocional.
No en todos los cerebros habita esa vocecilla. En el perfil de algunas personas identifican los psic¨®logos un rasgo, "psicoticismo", que en palabra llana es carencia de escr¨²pulos, de conciencia moral. Son reveladoras de esa dureza de alma frases como ¨¦stas: "me gusta que me tengan miedo", "me divierte gastar bromas pesadas a otros", "disfruto haciendo rabiar a los animales". Si usted escucha sentencias de ese corte, trate de huir r¨¢pido. La pr¨®xima v¨ªctima, y sin remordimientos de conciencia, lo puede ser usted.
El llamamiento de la Conferencia Episcopal puede volverse en bumer¨¢n contra el emisor
Algunas de las figuras siniestras de Shakespeare conservan la conciencia y ¨¦sta les remuerde tras el crimen: los dos Macbeth. Otros de sus personajes sin moral, como Yago en Otelo, no la conocen en absoluto. El usurpador del ducado de Mil¨¢n en La tempestad, tras verse preguntado: "?Y vuestra conciencia?", contesta desenvuelto: "Mi pecho no siente a esa diosa. Veinte conciencias que hubiera entre Mil¨¢n y yo no podr¨ªan estorbarme".
?De d¨®nde viene la conciencia? ?De la naturaleza o ley divina inscrita en el humano coraz¨®n? No es plausible, pues no pocos se hallan exentos de ella. ?De los genes? Ser¨¢ preciso averiguarlo. ?De la crianza, la educaci¨®n, la asimilaci¨®n de normas y valores sociales? Esto es seguro, aunque de Freud a Piaget difieren las teor¨ªas y no se conocen del todo los mecanismos de generaci¨®n de los variados estilos de conciencia: laxa o escrupulosa, pragm¨¢tica o idealista, de la autorrealizaci¨®n o del deber. S¨ª que se conocen en grado suficiente los resortes para su administraci¨®n y la Iglesia ha sido durante siglos maestra en ello.
El sistema de gesti¨®n de las conciencias por la Iglesia se basa en unos pocos principios: ella es la ¨²nica int¨¦rprete de los mandatos divinos, que a su vez son los mismos de la naturaleza, obligatorios por igual para los no creyentes; la violaci¨®n de tales mandamientos se castiga con diversas penas que en la historia han oscilado entre el infierno -por fortuna no en manos de la Iglesia- y el gusano de la culpabilidad, con un buen surtido de castigos intermedios, la hoguera y la tortura inquisitorial o la simple excomuni¨®n y exclusi¨®n de entierro religioso; la despenalizaci¨®n puede lograrse mediante la confesi¨®n del pecado con un arrepentimiento al menos de "atrici¨®n" (?por miedo al infierno!) y una liviana penitencia. Es un sistema jacobino de administraci¨®n de las conciencias: a falta de virtud, sea el terror.
El terror y la amenaza del infierno, eficaces para millones de conciencias, no han bastado para doblegar conciencia alguna de tirano cat¨®lico, de Catalina de M¨¦dicis a Pinochet, y ni siquiera conciencia alguna de libertino: del papa Alejandro VI al legendario Don Juan. En todas las versiones del Tenorio, ¨¦ste es inmune, como los Borgia, a las amenazas del infierno. Ante tales amenazas, al principio de sus correr¨ªas, ironiza con un "?tan largo me lo fi¨¢is!". Y en el Don Giovanni de Mozart contesta por tres veces con un "?no!" desgarrador al "?arrepi¨¦ntete!" de ultratumba del comendador.
El llamamiento a la conciencia, por otra parte, es en extremo peligroso. Fue justamente la herej¨ªa de Lutero: apelaci¨®n a la conciencia individual, lectura libre de la Escritura, supresi¨®n del rito de la confesi¨®n y de las indulgencias. Su herej¨ªa lleg¨® a consolidarse en protestantismo como protesta frente a acuerdos de una Dieta imperial (fracaso de Carlos V) y como objeci¨®n de conciencia frente al catolicismo pontificio (fracaso del Concilio de Trento). Las conciencias, o est¨¢n muy bien administradas o se van por los cerros del luteranismo o, peor a¨²n, los de la Ilustraci¨®n. Parece mentira que una Iglesia con veinte siglos de historia, y ahora encima gobernada por un sabio te¨®logo, no haya aprendido nada desde Lutero y Galileo.
As¨ª que son imprevisibles los efectos del llamamiento de obispos espa?oles a los parlamentarios, jueces y alcaldes a la objeci¨®n de conciencia para obstaculizar las bodas entre personas de igual sexo. En primer lugar, la objeci¨®n de conciencia no es invento eclesi¨¢stico, sino civil, y la Iglesia ni est¨¢ legitimada para apropiarse del invento ni sabe manejarlo: podr¨ªa estallarle en las manos. La Iglesia no le admiti¨® la objeci¨®n de conciencia a Bruno, ni a Galileo, ni ahora se la ha admitido a Ernesto Cardenal o a Hans K¨¹ng. Produce sonrojo que reclame respeto a la conciencia la instituci¨®n que jam¨¢s respet¨® m¨¢s conciencias que las d¨®ciles suyas. El llamamiento episcopal puede volverse, pues, en bumer¨¢n contra el emisor. Cabe que la objeci¨®n de conciencia, al crear alarma en algunos cat¨®licos responsables, venga a despertar tambi¨¦n una nueva conciencia frente a la Iglesia en forma de objeci¨®n protestante. No le qued¨® a Lutero otra salida: un evangelismo sin jerarqu¨ªa y sin infierno, sin confesionario y sin indulgencias, sin imposici¨®n eclesi¨¢stica, donde cada cual administra como puede su conciencia, en medio de un mundo incierto, donde cada cual, tambi¨¦n el obispo Mart¨ªnez y el te¨®logo Ratzinger, se halla por igual expuesto a equivocarse.
Alfredo Fierro es doctor en Teolog¨ªa y catedr¨¢tico de Psicolog¨ªa en la Universidad de M¨¢laga.
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