La Torre
Espa?a es diferente, afirmaba con orgullo la publicidad tur¨ªstica de Manuel Fraga Iribarne. La diferencia resulta siempre un valor movedizo, que sirve para un roto, un descosido o un bordado de monja. No es lo mismo defender la libertad individual que negarse a pensar en las ilusiones colectivas. En nombre de la diferencia, Fraga llen¨® la patria de tipismo, de mal flamenco y de censores. Su aportaci¨®n a la historia del franquismo fue de signo publicitario, porque si el lema Espa?a es diferente supuso un aprobado alto, la ocurrencia de llamar a la censura Servicio de Orientaci¨®n Bibliogr¨¢fica mereci¨® un sobresaliente en la calificaci¨®n de las burocracias dictatoriales. Espa?a era diferente, y los espa?oles humillados y repletos de complejos nos sent¨ªamos diferentes, y nos vest¨ªamos de toreros y de flamencos para recibir a los turistas. Como fui un ni?o en la Espa?a de Fraga, recib¨ª la lecci¨®n tur¨ªstica de la diferencia. Pero confieso que la entend¨ª al rev¨¦s. Detesto el folclorismo andaluz al servicio de los turistas y siempre he deseado que Espa?a fuese lo m¨¢s parecida posible a Europa, a la vieja Europa, a la geograf¨ªa de la madurez pol¨ªtica y de los ciudadanos sin complejos a la hora de argumentar una opini¨®n no dictada por los ministerios de informaci¨®n y turismo. Cuando cruzo la frontera, tampoco me gusta sentirme turista, caigo en el rid¨ªculo de aspirar al grado de viajero rom¨¢ntico y me pierdo en soledad por las ciudades. Nunca entro en los comercios de baratijas nacionales que venden fetiches al cliente de los viajes organizados.
Los verdaderos recuerdos ni se compran ni se venden, nacen pegados a la piel de la experiencia. Aunque confieso una debilidad: compr¨¦, hace ya muchos a?os, una Torre Eiffel en un tenderete que expon¨ªa su oferta melanc¨®lica junto al Sena. Casi todos los ni?os espa?oles de cierta edad venimos de Par¨ªs, llegamos en el pico de una cig¨¹e?a con alas dign¨ªsimas y fatigadas por las ilusiones. En la estanter¨ªa de los libros de consulta, delante del ordenador en el que escribo, tengo una Torre Eiffel que no s¨®lo es recuerdo de mi primer viaje a Par¨ªs, sino testimonio de la tradici¨®n cultural que yo buscaba al coger un tren infinito camino de los Campos El¨ªseos y de la Marsellesa. La civilizaci¨®n es una vieja dama desolada, que conoce sus arrugas, pero no est¨¢ dispuesta a perder la dignidad. Cuando las aguas andan revueltas, en vez de lanzarse al torbellino de los propagandistas, pide tiempo para pensar. La educaci¨®n civil de los franceses tiene poco que ver con los complejos propios de un pa¨ªs que fue gobernado por Fraga Iribarne. Ellos pertenecen a la Enciclopedia, a Diderot, a la fe en una educaci¨®n laica y republicana. Y cuando las sospechas de Baudelaire, o de Foucault o de Althusser, ponen al descubierto las contradicciones de la modernidad, no se provoca una renuncia a los sue?os, sino la b¨²squeda de nuevas formas de ver la realidad, para seguir so?ando con la igualdad, la libertad y la fraternidad. Es cierto que necesitamos el sue?o de una nueva ciudad, una nueva geograf¨ªa simb¨®lica. Pero, mientras la descubrimos, Par¨ªs sigue siendo Par¨ªs, y la Torre Eiffel un recuerdo de la libertad que no renuncia a la convivencia, de la pol¨ªtica que no se deja sustituir por los mercados.
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