La misi¨®n secreta de Garc¨ªa M¨¢rquez
A finales de marzo [1998], cuando confirm¨¦ a la Universidad de Princeton que ir¨ªa a hacer un taller de literatura desde el 25 de abril, le ped¨ª por tel¨¦fono a Bill Richardson que me gestionara una visita privada con el presidente Clinton para hablarle de la situaci¨®n colombiana. Richardson me pidi¨® que lo llamara una semana antes de mi viaje para darme una respuesta. D¨ªas despu¨¦s fui a La Habana en busca de algunos datos que me faltaban para escribir un art¨ªculo de prensa sobre la visita del Papa, y en mis conversaciones con Fidel Castro le mencion¨¦ la posibilidad de entrevistarme con el presidente Clinton. De all¨ª surgi¨® la idea de que Fidel le mandara un mensaje confidencial sobre un siniestro plan terrorista que Cuba acababa de descubrir, y que pod¨ªa afectar no s¨®lo a ambos pa¨ªses, sino a muchos otros. ?l mismo decidi¨® que no fuera una carta personal suya, para no poner a Clinton en el compromiso de contestarle, y prefiri¨® una s¨ªntesis escrita de nuestra conversaci¨®n sobre el complot y sobre otros temas de inter¨¦s com¨²n. Al margen del texto, me sugiri¨® dos preguntas no escritas que yo podr¨ªa plantear a Clinton si las circunstancias fueran propicias.
No llevaba notas personales, pero conoc¨ªa el mensaje al dedillo, y en la agenda electr¨®nica hab¨ªa anotado lo ¨²nico que tem¨ªa olvidar: las dos preguntas fuera de texto
Aquella noche tom¨¦ conciencia de que mi viaje a Washington hab¨ªa sufrido un giro imprevisto e importante, y no pod¨ªa seguir trat¨¢ndolo como una simple visita personal. As¨ª que no s¨®lo le confirm¨¦ a Richardson la fecha de mi llegada, sino que le anunci¨¦ por tel¨¦fono que llevaba un mensaje urgente para el presidente Clinton. Por respeto al sigilo acordado, no le dije por tel¨¦fono de qui¨¦n era -aunque ¨¦l debi¨® de suponerlo- ni le dej¨¦ sentir que la demora de la entrega pod¨ªa ser causa de grandes cat¨¢strofes y muertes de inocentes. Su respuesta no lleg¨® durante mi semana en Princeton, y esto me hizo pensar que tambi¨¦n la Casa Blanca estaba valorando el hecho de que el motivo de mi primera solicitud hab¨ªa cambiado. Llegu¨¦ inclusive a pensar que la audiencia no ser¨ªa acordada.
Sospecha maligna
Tan pronto como llegu¨¦ a Washington el viernes primero de mayo, un asistente de Richardson me inform¨® por tel¨¦fono que el presidente no pod¨ªa recibirme porque estar¨ªa en California hasta el mi¨¦rcoles 6, y yo ten¨ªa previsto viajar a M¨¦xico un d¨ªa antes. Me propon¨ªan, en cambio, que me reuniera con el director del Consejo Nacional de Seguridad de la Presidencia, Sam Berger, quien pod¨ªa recibir el mensaje en nombre del presidente.
Mi sospecha maligna fue que se estaban interponiendo condiciones para que el mensaje llegara a los servicios de seguridad, pero no a las manos del presidente. Berger hab¨ªa estado presente en una audiencia que me concedi¨® Clinton en la Despacho Oval de la Casa Blanca, en septiembre de 1997, y sus escasas intervenciones sobre la situaci¨®n de Cuba no fueron contrarias a las del presidente, pero tampoco puedo decir que las compartiera sin reservas. As¨ª que no me sent¨ª autorizado para aceptar por mi cuenta y riesgo la alternativa de que Berger me recibiera en vez del presidente, sobre todo trat¨¢ndose de un mensaje tan delicado, y que adem¨¢s no era m¨ªo. Mi opini¨®n personal era que s¨®lo deb¨ªa entregarse a Clinton en mano.
De la posibilidad de entrevistarme con el presidente Clinton surgi¨® la idea de que Castro le mandara un mensaje confidencial sobre el descubrimiento de un siniestro plan terrorista
Lo ¨²nico que se me ocurri¨® por lo pronto fue informar a la oficina de Richardson de que si el cambio de interlocutor se deb¨ªa s¨®lo a la ausencia del presidente, yo pod¨ªa prolongar mi estancia en Washington hasta que ¨¦l regresara. Me contestaron que se lo har¨ªan saber. Poco despu¨¦s encontr¨¦ en mi hotel una nota telef¨®nica del embajador James Dobbins, director para Asuntos Interamericanos del Consejo de Seguridad Nacional (NSC), pero me pareci¨® mejor no darla por recibida mientras se tramitaba mi propuesta de esperar el regreso del presidente.
No ten¨ªa prisa. Hab¨ªa escrito m¨¢s de veinte p¨¢ginas servibles de mis memorias en el campus id¨ªlico de Princeton, y el ritmo no hab¨ªa deca¨ªdo en la alcoba impersonal del hotel de Washington, donde llegu¨¦ a escribir hasta diez horas diarias. Sin embargo, aunque no me lo confesara, la verdadera raz¨®n del encierro era la custodia del mensaje guardado en la caja de seguridad. En el aeropuerto de M¨¦xico hab¨ªa perdido un abrigo por estar pendiente al mismo tiempo de la computadora port¨¢til, el malet¨ªn donde llevaba los borradores y los disquetes del libro en curso, y el original sin copia del mensaje. La sola idea de perderlo me caus¨® un escalofr¨ªo de p¨¢nico, no tanto por la p¨¦rdida misma como por lo f¨¢cil que habr¨ªa sido identificar su origen y su destino. De modo que me dediqu¨¦ a cuidarlo mientras escrib¨ªa, com¨ªa y recib¨ªa visitas en el cuarto del hotel, cuya caja de seguridad no me merec¨ªa ninguna confianza, porque no se cerraba por combinaci¨®n, sino con una llave que parec¨ªa comprada en la ferreter¨ªa de la esquina. La llev¨¦ siempre en el bolsillo, y despu¨¦s de cada salida inevitable comprobaba que el papel segu¨ªa en su lugar y en el sobre sellado. Lo hab¨ªa le¨ªdo tanto, que casi lo hab¨ªa aprendido de memoria para sentirme m¨¢s seguro si tuviera que sustentar alguno de los temas en el momento de entregarlo.
Siempre di por hecho adem¨¢s que mis conversaciones telef¨®nicas de aquellos d¨ªas -como las de mis interlocutores- estaban intervenidas. Pero me mantuvo tranquilo la conciencia de estar en una misi¨®n irreprochable, que conven¨ªa tanto a Cuba como a los Estados Unidos. Mi otro problema serio era que no ten¨ªa con qui¨¦n ventilar mis dudas sin violar la reserva. El representante diplom¨¢tico de Cuba en Washington, Fernando Rem¨ªrez, se puso por entero a mi servicio para mantener abiertos los canales con La Habana. Pero las comunicaciones confidenciales son tan lentas y azarosas desde Washington -y en especial para un caso de tanto cuidado-, que las nuestras s¨®lo se resolvieron con un emisario especial. La respuesta fue una amable solicitud de que esperara en Washington cuanto fuera necesario para cumplir la diligencia, tal como yo lo hab¨ªa resuelto, y me encarecieron que fuera muy cuidadoso para que Sam Berger no se sintiera desairado por no aceptarlo como interlocutor. El remate sonriente del mensaje no necesitaba firma para saber de qui¨¦n era: "Deseamos que escribas mucho".
Por una casualidad afortunada, el ex presidente C¨¦sar Gaviria hab¨ªa organizado para la noche del lunes una cena privada con Thomas Mack McLarty, quien acababa de renunciar a su cargo de consejero del presidente Clinton para Am¨¦rica Latina, pero continuaba siendo su amigo m¨¢s antiguo y cercano. Nos hab¨ªamos conocido el a?o anterior, y la familia Gaviria plane¨® la cena desde entonces con una finalidad doble: conversar con McLarty sobre la indescifrable situaci¨®n de Colombia y complacer a su esposa en sus deseos de aclarar conmigo algunas inquietudes que ten¨ªa sobre mis libros.
Aunque no me lo confesara, la verdadera raz¨®n del encierro en el hotel de Washington era la custodia del mensaje guardado en la caja de seguridad
La ocasi¨®n parec¨ªa providencial. Gaviria es un gran amigo, un consejero inteligente, original e informado como nadie de la realidad de Am¨¦rica Latina, y un observador alerta y comprensivo de la realidad cubana. Llegu¨¦ a su casa una hora antes de la acordada, y sin tiempo de consultarlo con nadie me tom¨¦ la libertad de revelarle lo esencial de mi misi¨®n para que me diera nuevas luces.
Gaviria me dio la verdadera medida del problema y me puso sus piezas en orden. Me ense?¨® que las precauciones de los asesores de Clinton eran apenas normales, por los riesgos pol¨ªticos y de seguridad que implica para un presidente de los Estados Unidos recibir en sus manos y por un conducto irregular una informaci¨®n tan delicada. No tuvo que explic¨¢rmelo, pues record¨¦ al instante un precedente ejemplar: en nuestra cena de Marta's Vineyard, durante la crisis por la emigraci¨®n masiva de 1994, el presidente Clinton me autoriz¨® para que le hablara de ¨¦se y de otros temas calientes de Cuba, pero antes me advirti¨® que ¨¦l no pod¨ªa decir ni una palabra. Nunca olvidar¨¦ la concentraci¨®n con que me escuch¨®, y los esfuerzos tit¨¢nicos que debi¨® hacer para no replicarme en algunos temas explosivos.
Gaviria me alert¨® tambi¨¦n en el sentido de que Berger es un funcionario eficiente y serio que deb¨ªa tomarse muy en cuenta en las relaciones con el presidente. Me hizo ver adem¨¢s que el solo hecho de comisionarlo para atenderme era una deferencia especial de alto nivel, pues solicitudes privadas como la m¨ªa sol¨ªan dar vueltas durante a?os por las oficinas perif¨¦ricas de la Casa Blanca, o se las transfer¨ªan a funcionarios menores de la CIA o del Departamento de Estado. Gaviria, en todo caso, parec¨ªa seguro de que el texto entregado a Berger llegar¨ªa a manos del presidente, y eso era lo esencial. Por ¨²ltimo, como yo lo so?aba, me anunci¨® que al final de la cena me dejar¨ªa a solas con McLarty para que me abriera el camino directo con el presidente.
Una noche grata y fruct¨ªfera
La noche fue grata y fruct¨ªfera, solo con nosotros y la familia Gaviria. McLarty es un hombre del sur, como Clinton, y ambos son de un trato tan f¨¢cil e inmediato como el de la gente del Caribe. En la cena se rompieron los hielos desde el principio, sobre todo en relaci¨®n con la pol¨ªtica de los Estados Unidos para Am¨¦rica Latina, y en especial con el narcotr¨¢fico y los procesos de paz. Mack estaba tan informado que conoc¨ªa hasta las minucias de la entrevista que me concedi¨® el presidente Clinton en septiembre pasado, en la cual se trat¨® a fondo el derribo de las avionetas en Cuba, y se mencion¨® la idea de que el Papa fuera mediador de los Estados Unidos durante su visita a Cuba.
Siempre di por hecho adem¨¢s que mis conversaciones telef¨®nicas de aquellos d¨ªas -como las de mis interlocutores- estaban intervenidas
La posici¨®n general de McLarty en las relaciones con Colombia -y por la cual parece dispuesto a trabajar- es que las pol¨ªticas de los Estados Unidos requieren un cambio radical. Nos dijo que el Gobierno estaba dispuesto a hacer contacto con cualquier presidente que fuera elegido para ayudar a fondo en la paz. Pero ni ¨¦l, ni otros funcionarios con que habl¨¦ m¨¢s tarde, tienen claro cu¨¢les ser¨ªan los cambios. El di¨¢logo fue tan franco y fluido, que cuando Gaviria y su familia nos dejaron solos en el comedor, McLarty y yo parec¨ªamos viejos amigos.
Sin ninguna reticencia le revel¨¦ el contenido del mensaje para su presidente y no disimul¨® su sobresalto por el plan terrorista, aun sin conocer los detalles atroces. No estaba informado de mi solicitud de ver al presidente, pero prometi¨® hablar con ¨¦l tan pronto como ¨¦ste regresara de California. Animado por la facilidad del di¨¢logo, me atrev¨ª a proponerle que me acompa?ara en la entrevista con el presidente, y ojal¨¢ sin ning¨²n otro funcionario, para que pudi¨¦ramos hablar sin reservas. La ¨²nica pregunta que me hizo sobre eso -y nunca supe por qu¨¦- fue si Richardson conoc¨ªa el contenido del mensaje, y le contest¨¦ que no. Entonces dio la charla por terminada con la promesa de que hablar¨ªa con el presidente.
La cita final
El martes temprano inform¨¦ a La Habana por el conducto ya habitual sobre los puntos b¨¢sicos de la cena, y me permit¨ª una pregunta oportuna: si el presidente decid¨ªa al final no recibirme y le encomendaba la tarea a McLarty y a Berger, ?a cu¨¢l de los dos deb¨ªa entregarle el mensaje? La respuesta pareci¨® inclinarse a favor de McLarty, pero con el cuidado de no desairar a Berger.
Aquel d¨ªa almorc¨¦ en el restaurante Provence con la se?ora McLarty, pues nuestra conversaci¨®n literaria no hab¨ªa sido posible durante la cena de Gaviria. Sin embargo, las preguntas que ella llevaba anotadas se agotaron pronto, y s¨®lo qued¨® su curiosidad por Cuba. Le aclar¨¦ todas las que pude y creo que qued¨® m¨¢s tranquila. A los postres, sin que se lo pidiera, llam¨® por tel¨¦fono a su esposo desde la mesa, y ¨¦ste me hizo saber que a¨²n no hab¨ªa visto al presidente pero esperaba darme alguna noticia en el curso del d¨ªa.
Gaviria me dio la verdadera medida del problema y me puso sus piezas en orden. Me ense?¨® que las precauciones de los asesores de Clinton eran normales
Antes de dos horas, en efecto, un asistente suyo me inform¨® a trav¨¦s de la oficina de C¨¦sar Gaviria que el encuentro ser¨ªa ma?ana en la Casa Blanca, con McLarty y tres altos funcionarios del Consejo Nacional de Seguridad. Pens¨¦ que si uno de ellos hubiera sido Sam Berger lo habr¨ªan dicho con su nombre, y ahora mi sentimiento fue el contrario: me alarm¨® que no estuviera. ?Hasta qu¨¦ punto pudo haber sido por un descuido m¨ªo en alguna llamada intervenida? Ahora no importaba: puesto que McLarty hab¨ªa arreglado el asunto con el presidente, ¨¦ste deb¨ªa estar ya al corriente del mensaje. As¨ª que mi decisi¨®n de no esperar m¨¢s fue inmediata e inconsulta: acudir¨ªa a la cita para entregar el mensaje a McLarty. Tan seguro estaba, que reserv¨¦ lugar en un vuelo directo para M¨¦xico a las cinco y media de la tarde del d¨ªa siguiente. En esas estaba cuando recib¨ª de La Habana la respuesta a mi ¨²ltima consulta con la autorizaci¨®n m¨¢s comprometedora que me han dado en la vida: "Confiamos en tu talento".
La cita fue a las 11.15 del mi¨¦rcoles 6 de mayo en las oficinas de McLarty en la Casa Blanca. Me recibieron los tres funcionarios anunciados del Consejo de Seguridad Nacional (NSC): Richard Clarke, director principal de asuntos multilaterales y asesor del presidente en todos los temas de pol¨ªtica internacional, y especialmente en la lucha contra el terrorismo y los narc¨®ticos; James Dobbins, director principal de NSC para asuntos interamericanos con rango de embajador, y asesor del presidente para Am¨¦rica Latina y el Caribe, y Jeff Delaurentis, director de asuntos interamericanos del NSC y asesor especializado en el tema de Cuba. En ning¨²n momento surgi¨® una coyuntura para preguntar por qu¨¦ no estaba Berger. Los tres funcionarios fueron de trato amable y una gran correcci¨®n profesional.
No llevaba notas personales, pero conoc¨ªa el mensaje al dedillo, y en la agenda electr¨®nica hab¨ªa anotado lo ¨²nico que tem¨ªa olvidar: las dos preguntas fuera de texto. Mack estaba terminando una junta en otra oficina. Mientras llegaba, Dobbins me dio una visi¨®n panor¨¢mica m¨¢s bien pesimista de la situaci¨®n de Colombia. Sus datos eran los mismos de McLarty en la cena del lunes, pero los manejaba con m¨¢s familiaridad. Yo le hab¨ªa dicho a Clinton el a?o anterior que la pol¨ªtica antidroga de los Estados Unidos era un agravante funesto de la violencia hist¨®rica de Colombia. Por eso me llam¨® la atenci¨®n que este grupo de NSC -sin referirse a mi frase, por supuesto- parec¨ªa de acuerdo en que deb¨ªa cambiarse. Fueron muy cuidadosos en no dar juicios sobre el Gobierno ni los candidatos actuales, pero no dejaron dudas de que la situaci¨®n les parec¨ªa catastr¨®fica y de futuro incierto. No me alegr¨¦ por los prop¨®sitos de enmienda, pues varios observadores de nuestra pol¨ªtica en Washington me los hab¨ªan comentado con alarma. "Ahora que quieren ayudar de verdad son m¨¢s peligrosos que nunca", me dijo uno de ellos, "porque quieren meterse en todo".
McLarty, con un traje cortado sobre medida y sus buenas maneras, entr¨® con la premura de alguien que hubiera interrumpido un asunto capital para ocuparse de nosotros. Sin embargo, impuso a la reuni¨®n un tono reposado, ¨²til y de buen humor. Desde la noche de la cena me agrad¨® que hablara mirando siempre a los ojos. As¨ª fue en la reuni¨®n. Despu¨¦s de un abrazo c¨¢lido se sent¨® frente a m¨ª, apoy¨® las manos en sus rodillas, y abri¨® la charla con una frase de caj¨®n tan bien dicha que pareci¨® verdad: "Estamos a su disposici¨®n".
El primer punto, sobre el complot terrorista, le arranc¨® un gru?ido: "Es terrible". M¨¢s tarde exclam¨® sin interrumpir la lectura: "Tenemos enemigos comunes"
Quise establecer de entrada que iba a hablar por derecho propio sin m¨¢s m¨¦ritos ni mandato que mi condici¨®n de escritor, y en especial sobre un caso tan abrasivo y comprometedor como Cuba. De modo que empec¨¦ con una precisi¨®n que no me pareci¨® superflua para las grabadoras ocultas: "?sta no es una visita oficial".
Todos aprobaron con la cabeza y su solemnidad imprevista me sorprendi¨®. Entonces cont¨¦ de un modo simple y en un estilo de narraci¨®n dom¨¦stica, cu¨¢ndo, c¨®mo y por qu¨¦ hab¨ªa sido la conversaci¨®n con Fidel Castro que dio origen a las notas informales que deb¨ªa entregar al presidente Clinton. Se las di a McLarty en el sobre cerrado, y le ped¨ª el favor de que las leyera para poder comentarlas. Era la traducci¨®n inglesa de siete temas numerados en seis cuartillas a doble espacio: complot terrorista, complacencia relativa por las medidas anunciadas el 20 de marzo para reanudar vuelos a Cuba desde los Estados Unidos, viaje de Richardson a La Habana en enero de 1998, rechazo argumentado de Cuba a la ayuda humanitaria, reconocimiento por el informe favorable del Pent¨¢gono sobre la situaci¨®n militar de Cuba -era un informe en que se afirmaba que Cuba no representaba ning¨²n peligro para la seguridad de Estados Unidos, lo a?ado yo-, benepl¨¢cito por la soluci¨®n de la crisis de Irak y gratitud por los comentarios que hizo Clinton ante Mandela y Kofi Annan en relaci¨®n con Cuba.
McLarty no lo ley¨® para todos en voz alta como yo esperaba, y como sin duda habr¨ªa hecho si lo hubiera conocido de antemano. Lo ley¨® s¨®lo para ¨¦l, al parecer con el m¨¦todo de lectura r¨¢pida que puso de moda el presidente Kennedy, pero los cambios de las emociones se reflejaban en su rostro como destellos en el agua. Yo lo hab¨ªa le¨ªdo tantas veces que casi pude deducir a qu¨¦ puntos del documento correspond¨ªa cada uno de sus cambios de ¨¢nimo.
El primer punto, sobre el complot terrorista, le arranc¨® un gru?ido: "Es terrible". M¨¢s adelante reprimi¨® una risa traviesa, y exclam¨® sin interrumpir la lectura: "Tenemos enemigos comunes". Creo que lo dijo a prop¨®sito del punto cuarto, donde se describe la conspiraci¨®n de un grupo de senadores para sabotear la aprobaci¨®n de los proyectos Torres-Rangel y Dodd, y se agradecen los esfuerzos de Clinton para salvarlo.
Todos impresionados
Al terminar la lectura, le pas¨® el papel a Dobbins, y ¨¦ste a Clarke, quienes lo leyeron mientras Mack exaltaba la personalidad de Mortimer Zuckerman, due?o de la revista US News and World Report, que hab¨ªa viajado a La Habana en febrero pasado. Hizo el comentario por una menci¨®n que acababa de leer en el punto sexto del documento, pero no contest¨® la pregunta impl¨ªcita de si Zuckerman hab¨ªa informado a Clinton de las dos conversaciones de doce horas que sostuvo con Fidel Castro.
El punto que ocup¨® casi todo el tiempo ¨²til despu¨¦s de la lectura fue el del plan terrorista que impresion¨® a todos. Les cont¨¦ que hab¨ªa volado a M¨¦xico despu¨¦s de conocerlo en La Habana y tuve que sobreponerme al terror de que estallara la bomba. El momento me pareci¨® oportuno para colocar la primera pregunta personal que me hab¨ªa sugerido Fidel: ?No ser¨ªa posible que el FBI hiciera contacto con sus hom¨®logos cubanos para una lucha com¨²n contra el terrorismo? Antes de que reaccionaran, les agregu¨¦ una l¨ªnea de mi cosecha: "Estoy seguro de que encontrar¨ªan una respuesta positiva y pronta por parte de las autoridades cubanas".
Me sorprendieron la inmediatez y la energ¨ªa de la reacci¨®n de los cuatro. Clarke, que parec¨ªa ser el m¨¢s cercano al tema, dijo que la idea era muy buena, pero me advirti¨® que el FBI no se ocupaba de asuntos que fueran publicados en los peri¨®dicos mientras estuvieran en investigaci¨®n. ?Estar¨ªan los cubanos dispuestos a mantener el caso en secreto? Ansioso por colocar la segunda pregunta le di una respuesta para distender el ambiente: "Nada les gusta m¨¢s a los cubanos que guardar un secreto".
Sin ninguna reticencia le revel¨¦ el contenido del mensaje para su presidente y no disimul¨® su sobresalto por el plan terrorista, aun sin conocer los detalles atroces
A falta de un motivo apropiado para la segunda pregunta, la resolv¨ª como una afirmaci¨®n m¨ªa: la colaboraci¨®n en materia de seguridad podr¨ªa abrir paso a un clima propicio para que se autorizaran de nuevo los viajes de norteamericanos a Cuba. La astucia sali¨® mal, porque Dobbins se confundi¨®, y dijo que eso quedar¨ªa resuelto cuando se implantaran las medidas anunciadas el 20 de marzo.
Aclarado el equ¨ªvoco, habl¨¦ de la presi¨®n a que me encuentro sometido por los muchos norteamericanos de toda clase que me buscan para que los ayude a hacer en Cuba contactos de negocios o de placer. Entre ellos mencion¨¦ a Donald Newhouse, editor de varias publicaciones peri¨®dicas y presidente de la Associated Press (AP), quien me ofreci¨® una cena estupenda en su mansi¨®n campestre de New Jersey al terminar mi taller en la Universidad de Princeton. Su sue?o actual es ir a Cuba para tratar con Fidel en persona la instalaci¨®n de una oficina permanente de la AP en La Habana, semejante a la que tiene la CNN.
No puedo asegurarlo, pero me parece que en la animada conversaci¨®n de la Casa Blanca qued¨® claro que no ten¨ªan, o no conocen o no quisieron revelar ning¨²n prop¨®sito inmediato de reanudar los viajes de norteamericanos a Cuba. Lo que s¨ª debo destacar es que en ning¨²n momento se habl¨® de reformas democr¨¢ticas, ni de elecciones libres o derechos humanos, ni de ninguno de los latiguillos pol¨ªticos con que los norteamericanos pretenden condicionar cualquier proyecto de colaboraci¨®n con Cuba. Al contrario, mi apreciaci¨®n m¨¢s n¨ªtida de este viaje es la certidumbre de que la reconciliaci¨®n est¨¢ empezando a decantarse como algo irreversible en el inconsciente colectivo.
Clarke nos llam¨® al orden cuando la conversaci¨®n empez¨® a derivar, y me precis¨® -tal vez como un mensaje- que ellos dar¨ªan los pasos inmediatos para un plan conjunto de Cuba y los Estados Unidos contra el terrorismo. Al final de una larga anotaci¨®n en su libreta, Dobbins concluy¨® que se comunicar¨ªan con su embajada en Cuba para encaminar el proyecto. Yo hice un comentario ir¨®nico sobre el rango que le daba a la Oficina de Intereses en La Habana, y Dobbins me replic¨® con buen humor: "Lo que tenemos all¨¢ no es una embajada pero es mucho m¨¢s grande que una embajada". Todos rieron no sin cierta malicia de complicidad. No se discutieron m¨¢s puntos, pues en verdad no era del caso, pero conf¨ªo en que los hayan analizado despu¨¦s entre ellos.
La reuni¨®n, contado el retraso de Mack, dur¨® cincuenta minutos. Mack la dio por terminada con una frase ritual: "S¨¦ que usted tiene una agenda muy apretada antes de volver a M¨¦xico y tambi¨¦n nosotros tenemos muchas cosas por delante". Enseguida hizo un p¨¢rrafo breve y ce?ido que pareci¨® una respuesta formal a nuestra gesti¨®n. Ser¨ªa temerario intentar una cita literal, pero el sentido y el tono de sus palabras era expresar su gratitud por la gran importancia del mensaje, digno de toda la atenci¨®n de su Gobierno, y del cual se ocupar¨ªan de urgencia. Y a manera de final feliz, mir¨¢ndome a los ojos, me coron¨® con un laurel personal: "Su misi¨®n era en efecto de la mayor importancia, y usted la ha cumplido muy bien". Ni el pudor que me sobra ni la modestia que no tengo me han permitido abandonar esa frase a la gloria ef¨ªmera de los micr¨®fonos ocultos en los floreros.
Esfuerzos que valen la pena
Sal¨ª de la Casa Blanca con la impresi¨®n cierta de que el esfuerzo y las incertidumbres de los d¨ªas pasados hab¨ªan valido la pena. La contrariedad de no haber entregado el mensaje al presidente en su propia mano me parec¨ªa compensada por lo que fue un c¨®nclave m¨¢s informal y operativo cuyos buenos resultados no se har¨ªan esperar. Adem¨¢s, conociendo las afinidades de Clinton y Mack, y la ¨ªndole de su amistad desde la escuela primaria, estaba seguro de que el documento llegar¨ªa tarde o temprano a las manos del presidente en el ¨¢mbito c¨®mplice de una sobremesa. Al t¨¦rmino de la reuni¨®n, tambi¨¦n la Presidencia de la Rep¨²blica se hizo presente con un gesto gallardo: a la salida de la oficina, un ujier me entreg¨® un sobre con las fotos de mi visita anterior tomadas seis meses antes en el Despacho Oval. De modo que mi ¨²nica frustraci¨®n en el camino del hotel era no haber descubierto y gozado hasta entonces el milagro de los cerezos en flor de aquella primavera espl¨¦ndida.
Apenas tuve tiempo de hacer la maleta y alcanzar el avi¨®n de las cinco de la tarde. El que me hab¨ªa llevado de M¨¦xico catorce d¨ªas antes tuvo que regresar a su base con una turbina averiada, y esperamos cuatro horas en el aeropuerto hasta que hubo otro avi¨®n disponible. El que tom¨¦ de regreso a M¨¦xico, despu¨¦s de la reuni¨®n en la Casa Blanca, se retras¨® en Washington una hora y media mientras reparaban el radar con los pasajeros a bordo. Antes de aterrizar en M¨¦xico, cinco horas despu¨¦s, por causa de una pista fuera de servicio. Desde que empec¨¦ a volar hace cincuenta y dos a?os, nunca me hab¨ªa sucedido nada semejante. Pero no pod¨ªa ser de otro modo, para una aventura pac¨ªfica que ha de tener un sitio de privilegio en mis memorias.
Mayo 13 de 1998
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