Salvemos los problemas
Forma parte de nuestro paisaje medi¨¢tico la discusi¨®n recurrente acerca de la utilidad de la filosof¨ªa. No reconocer¨ªamos esta sociedad como la nuestra si no hubiera, cada cierto tiempo, un debate suscitado por alguna amenaza ministerial y la correspondiente reacci¨®n de los fil¨®sofos, una especie, no s¨¦ si amenazada, pero s¨ª al menos especialmente obligada a justificarse e incluso a excusarse. Los menos interesados ver¨¢n en estas apolog¨ªas un instinto corporativo que se dispara ante la amenaza de perder el puesto de trabajo. No es ¨¦sta, por cierto, una reacci¨®n desmesurada, que nos parece l¨®gica en otros casos. Pero mientras que otros puestos de trabajo pueden defenderse sin m¨¢s apelando al derecho a trabajar, a los fil¨®sofos parece exig¨ªrseles que nos convenzan de que adem¨¢s su trabajo no carece de utilidad. Y sus razones nunca ser¨¢n del todo convincentes, salvo que modifiquemos la idea dominante de utilidad.
Siempre me ha parecido que la mayor justificaci¨®n de la filosof¨ªa ten¨ªa que ver no tanto con alguna prestaci¨®n en el orden de las soluciones como con su capacidad de problematizar. As¨ª se entiende lo que deseaba explicar Kierkegaard cuando contaba que decidi¨® dedicarse a la filosof¨ªa al caer en la cuenta un d¨ªa de que todo el mundo se dedica a hacer que las cosas sean m¨¢s f¨¢ciles y se le ocurri¨® dedicarse a procurar todo lo contrario. Tal vez no parezca una buena estrategia para defender la filosof¨ªa y algunos considerar¨¢n que as¨ª se dan razones al enemigo, pero no hay peor modo de defenderse que hacerse perdonar por lo que se es o lo que se hace. Reconozc¨¢moslo abiertamente: la filosof¨ªa es un arte de problematizar que s¨®lo puede justificarse por el beneficio te¨®rico y emancipador de su inevitable incomodidad. Quien problematiza y se interroga por una totalidad esquiva asume ciertamente grandes riesgos, se instala m¨¢s all¨¢ de su segura competencia. Tal vez sea ¨¦sta la ¨²nica superioridad que la filosof¨ªa puede reclamar: la que tiene que ver con su capacidad para reconocer su propia incompetencia. Odo Marquard lo ha explicado con una met¨¢fora cinematogr¨¢fica que parece contradecir la grata tranquilidad en la que se supone viven los fil¨®sofos: el fil¨®sofo como especialista (stuntman) para lo peligroso. De vez en cuando, en un ¨¢mbito determinado de la cultura -la pol¨ªtica, el derecho, la t¨¦cnica...- surge un problema cuya soluci¨®n requiere una formulaci¨®n en una perspectiva m¨¢s amplia. El fil¨®sofo -sin ser el ¨¢rbitro que declara concluido el encuentro o el juez que dicta la sentencia- es el ¨²nico voluntario disponible para arriesgar su ya escasa reputaci¨®n en una situaci¨®n especulativamente peligrosa, de la que es casi imposible salir sin haber hecho el rid¨ªculo o perecer, y que espanta a los que tienen un prestigio bien acreditado.
La cuesti¨®n crucial, a la hora de justificar la filosof¨ªa y sus virtualidades, podr¨ªa quedar formulada de la siguiente manera: ?es importante que en una sociedad haya quien recuerde de vez en cuando los l¨ªmites de nuestra competencia? Un fil¨®sofo as¨ª entendido no ser¨ªa nada parecido a un funcionario de la humanidad, a un fontanero de la historia o a un mec¨¢nico del gran curso del mundo, sino alguien que hostiga la conciencia satisfecha, que de tantas y tan variadas formas se disfraza en nuestra civilizaci¨®n. "El hombre -dec¨ªa Kant en un curioso escrito acerca de los terremotos- no ha nacido para erigir refugios perpetuos sobre el escenario de la vanidad". Hacer filosof¨ªa es subir a un escenario m¨®vil y resbaladizo, en el que lo m¨¢s probable es hacer el rid¨ªculo, aventurarse en lo que el mismo Kant describ¨ªa como el "vasto y tormentoso oc¨¦ano" de la especulaci¨®n, en el que nada est¨¢ asegurado y el fracaso es siempre posible.
La filosof¨ªa responde a la urgencia de la reflexividad sin urgencia, en unos momentos en los que la soluci¨®n de los problemas pasa por ser el convencimiento -nada ingenuo, cuidadosamente forjado a base de prisas y olvidos- de que no hay problemas, cuando abundan soluciones demasiado f¨¢ciles a problemas apenas formulados, cuando la facilidad se ha convertido en indecencia, y la rapidez, en aliada de lo rudimentario. Como recuerda Blumenberg, la cavilaci¨®n, la reflexividad no es otra cosa que aplazamiento, dilaci¨®n frente a los resultados banales que el pensamiento nos proporciona cuando se le interroga sobre la vida y la muerte, el sentido y el sinsentido, el ser y la nada. Por eso la filosof¨ªa no puede estar vinculada al cumplimiento de determinadas expectativas sobre su rendimiento. Su obligaci¨®n de mantenimiento de la reflexividad se ver¨ªa destruida si se limitara su derecho a preguntar, ya sea violentando las respuestas o tratando de decidir de antemano qu¨¦ preguntas le son pertinentes. La filosof¨ªa vela por algo que es una conquista de toda cultura, lo protege y hace valer: la inconveniencia de reprimir sus necesidades y problemas elementales declar¨¢ndolos superados. Cultura es tambi¨¦n, y sobre todo, respeto de las preguntas que no podemos responder, que nos hacen cavilar y nos dejan en la cavilaci¨®n. Y quedarse pensando es una manera de mostrar que no todo es evidente o trivial.
?Qu¨¦ se gana sabiendo que no se sabe nada? ?O empujando ir¨®nicamente hacia la perplejidad a quienes se creen en posesi¨®n del saber? Pues que el pensamiento no se olvide de la cavilaci¨®n que es su suelo y su origen. Gracias a esta remisi¨®n, la filosof¨ªa ha superado hasta ahora todas las dudas acerca de la legitimaci¨®n de su existencia, para asombro de sus enterradores. La vida exige funcionalidad, pero el hecho de que la utilidad, en el ¨¢mbito de lo humano, sea dif¨ªcil de ponderar es lo que ha permitido el desarrollo de actividades liberadas del imperativo de la utilidad, es decir, de la cultura. Hasta en sus expresiones m¨¢s primitivas, en el adorno m¨¢s austero y en el ornamento menos sofisticado, la cultura contiene un gesto de ganancia frente a la servicialidad, de econom¨ªa suspendida, de rentabilidad interrumpida, de soberana libertad.
Salvemos los problemas frente a la presi¨®n de los competentes, contra las soluciones precipitadas porque, como dice S¨¢nchez Ferlosio, "lo m¨¢s sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere". Propongo defender esa rareza que ha generado un peque?o grupo de profesionales cuyo oficio no consiste en ofrecer soluciones, sino problemas, en ponerse las cosas lo m¨¢s dif¨ªcil posible, que, frente a tantos que no se equivocan nunca, parecen estar m¨¢s interesados por mantener siempre abierta la posibilidad de fracasar que en salir siempre del paso. Hay sin duda un valor profundamente humanizador en ese respeto hacia nuestra condici¨®n problem¨¢tica que la filosof¨ªa se compromete, mientras le dejen, a seguir protegiendo.
Daniel Innerarity, profesor de Filosof¨ªa en la Universidad de Zaragoza, ganador del Premio Espasa de Ensayo por su obra La sociedad invisible.
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