La calle
En las democracias estables la calle, es decir, la presi¨®n de manifestaciones, concentraciones y otras acciones populares donde lo esencial es mostrar el n¨²mero e intensidad de las demandas hacia las autoridades pol¨ªticas, se reservan o bien para representaciones unitarias de la sociedad que fortalecen los v¨ªnculos de la ciudadan¨ªa con los objetivos democr¨¢ticos, o bien para movimientos sociales cuyo horizonte program¨¢tico no coincide con los de ning¨²n partido en concreto.
La calle, pues, es de los que revindican trabajo, de los que se quejan de esto o de aquello, de los que defienden causas nuevas ante estructuras de respuesta lenta, para exponer que la realidad no coincide con las lecturas que la clase pol¨ªtica realiza, para decir basta, o gritar m¨¢s, para, en suma, llamar la atenci¨®n de la sociedad y de los poderes p¨²blicos.
Y eso es as¨ª porque para la confrontaci¨®n de opciones pol¨ªticas est¨¢ el parlamento, y para ampliar el eco de los debates, o, quiz¨¢s, para a?adir nuevos temas para su toma en consideraci¨®n est¨¢n los medios de comunicaci¨®n.
Las fuerzas pol¨ªticas que disponen de amplia representaci¨®n en los parlamentos, las que tienen posiciones de poder ejecutivo, e, incluso, las minor¨ªas con representaci¨®n, suelen circunscribir su acci¨®n pol¨ªtica al debate parlamentario, al paralelo que se produce en el ¨¢mbito de los medios de comunicaci¨®n, y al activismo en su red organizativa partidista. No suele ser ni frecuente, ni habitual que los grandes partidos usen la calle para reforzar sus posiciones en el parlamento, ni, por lo que dir¨¦, aconsejable que el apoyo a las causas de la calle se produzca m¨¢s all¨¢ de la nominalidad o los gestos, porque cuando los partidos se cuelgan de las pancartas y convierten el apoyo a la calle en pura estrategia que amplia la cobertura parlamentaria, la medi¨¢tica y la de las redes propias, algo de las reglas de juego se fuerza en beneficio de un reduccionismo pol¨ªtico que luego reduce la posibilidad de acuerdos entre grupos parlamentarios sobre asuntos verdaderamente esenciales para la calidad y estabilidad de la propia democracia.
En su momento critiqu¨¦ con acidez la estrategia pancartista del PSOE, que amortizaba la impotencia de su papel de oposici¨®n sum¨¢ndose a supuestas e independientes iniciativas de la calle, no como un ejercicio de humildad y de solidaridad con las causas menos vistosas sino como una inversi¨®n desesperada para lograr mayores r¨¦ditos en su labor; y no hace falta insistir en c¨®mo los socialistas abusaron ad nauseam del recurso a la calle en los tres ¨²ltimos a?os de gobierno de Aznar.
Hoy han cambiado las tornas, y es el PP quien, no contento con haber explicado hasta la saciedad su posici¨®n en el parlamento sobre la hipot¨¦tica negociaci¨®n para acabar con la violencia etarra, se suma fervorosamente, con aporte de medios, cobertura y despliegue de presencias (estaban todos) a una manifestaci¨®n convocada por una organizaci¨®n que re¨²ne a v¨ªctimas del terrorismo para decirle al Gobierno -y a la mayor¨ªa parlamentaria que se ha pronunciado sobre una remota y ambigua iniciativa gubernamental para plantearse las condiciones en que puede hablarse con no se sabe exactamente quien (es asombroso c¨®mo han ido perdiendo entidad los t¨¦rminos del acuerdo adoptado por el parlamento)-, que en su nombre no quiere que se negocie nada.
La calle, ahora, tiene otros inquilinos, y, como, antes, como entonces, hay que pedirles que la dejen en paz.
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