El refer¨¦ndum y la falsa seducci¨®n
Reci¨¦n aprobado el texto constitucional americano mediante el que se creaba la uni¨®n que daba nacimiento a los Estados Unidos, se escuch¨® la voz de Madison respecto de un tema que hoy nos tiene atareados en Europa. Dec¨ªa as¨ª: "Entre las numerosas ventajas que promete una uni¨®n bien construida, ninguna merece ser m¨¢s cuidadosamente desarrollada que su tendencia a romper y controlar la violencia de la facci¨®n". Madison entend¨ªa por facci¨®n cualquier grupo de individuos que, guiados por un inter¨¦s o un "impulso com¨²n de pasi¨®n", actuaran ignorando los derechos de los dem¨¢s o el inter¨¦s com¨²n. Era muy consciente de que las causas a partir de las cuales nac¨ªan las facciones eran imposibles de erradicar sin atentar contra principios b¨¢sicos del ideal republicano, pero sus efectos pod¨ªan ser neutralizados con la articulaci¨®n de un gobierno representativo. Por ello lleg¨® a la conclusi¨®n de que "una democracia pura", es decir, un grupo de ciudadanos que se re¨²nen y administran el gobierno en persona, "no admiten cura alguna para los males de la facci¨®n". La cura que propugnaba era la de extender el ¨¢mbito territorial del gobierno, de forma que los diferentes intereses en presencia se diversificaran y multiplicaran, y delegar las tareas de decisi¨®n a una minor¨ªa representativa, porque "puede muy bien suceder que la voz p¨²blica, emanada de los representantes del pueblo, sea m¨¢s consonante con el bien p¨²blico que si fuera emanada del pueblo mismo convocado a tal prop¨®sito".
Estas prudentes advertencias fueron deso¨ªdas tan pronto se impuso en la tradici¨®n pol¨ªtica la versi¨®n m¨¢s simplista de la llamada "voluntad general" a partir de la Revoluci¨®n Francesa. Dicha versi¨®n supon¨ªa que la m¨¢s depurada expresi¨®n de esa voluntad, y con ella del querer del pueblo, era la consulta directa. Rousseau se hab¨ªa tra¨ªdo la idea de las tranquilas aguas de los cantones suizos, pero cuando se aplic¨® a Francia el resultado fue sorprendente. Vale la pena recordar lo que sucedi¨® en el estreno de tal procedimiento en aquellos a?os turbulentos: en 1793, aprobaci¨®n de la Constituci¨®n jacobina por el 98% del pueblo; en 1795, aprobaci¨®n de la Constituci¨®n antijacobina por el 97% del mismo pueblo; en 1799, aprobaci¨®n de una Constituci¨®n todav¨ªa m¨¢s conservadora por un porcentaje a¨²n mayor (se dice que s¨®lo 1.562 ciudadanos de tres millones votaron en contra), y como colof¨®n, en 1802, un plebiscito triunfal lleva a Napole¨®n Bonaparte al consulado vitalicio y acaba con la Revoluci¨®n.
Con esto deber¨ªa haber bastado para que la idea del refer¨¦ndum perdiera todo su atractivo, y as¨ª fue en gran medida a lo largo del siglo XIX. Tambi¨¦n en Francia. Nuestro mejor constitucionalista de entonces, Adolfo Posada, lo ten¨ªa por "una gran superstici¨®n", "una ficci¨®n pol¨ªtica que descansa en un supuesto falso". Sin embargo, con la llegada de la llamada democracia de masas, y la profunda crisis del parlamentarismo de comienzos del siglo XX, renaci¨® de sus propias cenizas, y la gran superstici¨®n y la ficci¨®n pol¨ªtica, que no es otra cosa que la sugesti¨®n de que a trav¨¦s del refer¨¦ndum "el pueblo habla", recobraron su fuerza. Hasta el punto de que los grandes tiranos europeos se apresuraron a incorporarlo a su utillaje pol¨ªtico para disfrazar de democracia sus tinglados autoritarios.
Nosotros hemos acabado por heredarlo de algunas constituciones de posguerra, y nos hemos dejado seducir tambi¨¦n por su pretendido valor democratizador. Parecemos haber olvidado lo trufado que ha estado siempre de populismo. No por casualidad, el m¨¢s aguerrido defensor de ese procedimiento en la elaboraci¨®n de la Constituci¨®n fue don Manuel Fraga Iribarne, experto mu?idor de consultas para el r¨¦gimen anterior, que lleg¨® a incluir en las discusiones constitucionales un art¨ªculo seg¨²n el cual pod¨ªan someterse a refer¨¦ndum cualesquiera leyes ya aprobadas por las Cortes que todav¨ªa no hubieran sido sancionadas por el Rey, siendo vinculante el resultado de tal refer¨¦ndum (era el art¨ªculo 85 del anteproyecto). Como se impuso el sentido com¨²n, Fraga se lamentaba amargamente de que no hubi¨¦ramos ido a una "democracia semidirecta", que era la que a ¨¦l le gustaba. Seguramente porque las democracias semidirectas suelen acabar en semidictaduras.
Lo que m¨¢s me sorprende, por ello, es que sigamos fascinados por el falso brillo democr¨¢tico de esa instituci¨®n mientras en otras cuestiones parecidas hemos desarrollado un agudo sentido cr¨ªtico. Hay, por ejemplo, entre nosotros una extendida actitud contra la deriva presidencialista que est¨¢n tomando todas las elecciones como un efecto perverso de la combinaci¨®n de la estructura r¨ªgida de los partidos y la democracia medi¨¢tica. Esa cr¨ªtica es bastante razonable: cualquier elecci¨®n general degenera en un plebiscito sobre un nombre o una cara, y eso es un mal que hay que corregir. Pero lo que no se entiende es que muchos de los que comparten esa cr¨ªtica sean, sin embargo, partidarios del refer¨¦ndum y las consultas populares, cuando las mismas o peores cosas suceden en ellos.
Si nos ponemos a analizar los recientes acontecimientos de Francia u Holanda, o lo que antes sucedi¨® en Dinamarca, respecto de la Uni¨®n Europea, veremos las cosas m¨¢s claras. De lo primero que hay que prescindir para examinarlos es de ese lenguaje ampuloso y metaf¨®rico: "El pueblo ha hablado"; "los franceses se rebelan"; "Espa?a ha dado un s¨ª rotundo". Esa distorsi¨®n argumental mediante la que se torna el cuerpo electoral en un todo viviente que habla, quiere y decide es lo que nos lleva directamente a la seducci¨®n enga?osa. Un refer¨¦ndum no es m¨¢s que el sometimiento de una cuesti¨®n a cada uno de los miembros individuales de un cuerpo electoral. Si la cuesti¨®n es clara (pena de muerte s¨ª o no, Chirac s¨ª o no, por ejemplo) es un buen m¨¦todo para saber no lo que piensa el pueblo o lo que piensa Francia sino lo que piensa sobre esa cuesti¨®n la mayor¨ªa de quienes tienen derecho de voto o la mayor¨ªa de los franceses adultos. Y aqu¨ª se acaban las virtudes del refer¨¦ndum.
Cuando lo que se somete a una consulta semejante es una cuesti¨®n compleja, como el contenido de un texto constitucional o de un tratado como el de la Uni¨®n Europea, los efluvios democr¨¢ticos parecen persistir, pero detr¨¢s de ellos est¨¢ el caos de las facciones y las pasiones, las aguas preferidas del oportunista y el demagogo. En una sociedad compleja, los intereses son muy plurales y diferenciados y se articulan y componenen formas extremadamente variadas y caprichosas. Y a la hora de quejarse las cosas suceden igual. Como dec¨ªa Unamuno ante los lamentos del 98, todos se quejan, pero unos se quejan de unas cosas y otros de otras. Y no es infrecuente que se den incluso quejas incompatibles. Pues bien, la perversi¨®n de un refer¨¦ndum de esta naturaleza es que la ¨²nica manera que tienen todos de emitir su queja es la misma: decir que no, y se pretende est¨²pidamente que ese no es una suerte de composici¨®n o s¨ªntesis de todas las quejas en presencia. Esto, sencillamente, no es as¨ª. Se trata simplemente de un m¨¦todo err¨®neo de agregar tales intereses o quejas y de articular con ellas una decisi¨®n colectiva. Porque, como hemos visto, unos dicen no a Chirac (muchos, por cierto, de los que tuvieron que ir a votarle cuando se embarcaron en aquella aguda estrategia de castigar a Jospin), otros dicen no a Turqu¨ªa, otros no a la subida de precios, otros no a los inmigrantes, otros no al paro, otros no a Europa, pero s¨ª a la econom¨ªa de mercado; otros s¨ª a Europa, pero no a la econom¨ªa de mercado, y as¨ª hasta componer un mosaico heterog¨¦neo e imposible de ensamblar. No hay por ello nada que nos permita suponer que est¨¢n de acuerdo entre s¨ª. De hecho, no es aventurado pensar que, votadas una a una las diferentes posiciones del no, todas hubieran salido derrotadas en un refer¨¦ndum. Lo que las hace triunfar es precisamente la posibilidad de contarse juntas, ya sean churras, ya merinas.
Todo ello tiene que llevarnos a la conclusi¨®n de que el refer¨¦ndum no sirve para estas cosas. Que no hay pueblo al que consultar, ni Francias u Holandas que quieran, no quieran, se pronuncien, nieguen, detesten, se alejen, ni ninguna de esas desafortunadas met¨¢foras con las que seguimos manteniendo el halo y la seducci¨®n de la consulta directa. Como si fuera muy democr¨¢tico, serio y confiable el procedimiento de meter en el saco del s¨ª o del no toda la heterog¨¦nea, dif¨ªcil y contradictoria vida de convicciones, intereses y pasiones de nuestras actuales sociedades. Muchos se preguntan ahora qu¨¦ es lo que debe hacer Europa. Aqu¨ª aporto una idea sencilla: olvidar el refer¨¦ndum para construir la Uni¨®n. Si el momento es tan delicado e importante, y se quiere seguir consultando al pueblo, lo m¨¢s democr¨¢tico y menos manipulable ser¨ªa convocar elecciones al Parlamento Europeo con el encargo especial de que se tome una decisi¨®n sobre el futuro de la Constituci¨®n, y se busque un procedimiento para aprobar un nuevo texto que ser¨ªa ratificado por los parlamentos nacionales. Decir, pues, adi¨®s a una manera err¨®nea de contar con la gente y de contar a la gente. Y no se me diga que quiero "matar al mensajero", porque lo que afirmo precisamente es que mediante el refer¨¦ndum obtenemos un mensaje indescifrable, es decir, un mensaje que no podemos entender, y ¨¦sa es la raz¨®n por la que ahora no sabemos qu¨¦ hacer, y en cuanto al mensajero, si se trata de eso que llamamos coloquialmente el pueblo, me parece que es una entidad misteriosa que habita en nuestro lenguaje mucho m¨¢s que en la realidad, que es donde deber¨ªamos estar mirando.
Francisco J. Laporta es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa del Derecho de la UAM.
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