En las huellas de P¨ªo IX
En su art¨ªculo Rosal¨ªa (EL PA?S, 18 de junio de 2005), Manuel Rivas se retrotrae en el tiempo y rememora una cena en casa de Giner de los R¨ªos, en la que estuvo presente Rosal¨ªa de Castro, "que ha venido a Madrid con la intenci¨®n de hacerse actriz". Se habl¨® de la enc¨ªclica de P¨ªo IX, el Syllabus, de reciente aparici¨®n. Era 1864 y Rivas, en una deliciosa pirueta cronol¨®gica, estaba all¨ª. Los contertulios hablaron del texto papal y de actitudes semejantes. "El Estado debe estar no gobernado, pero s¨ª dirigido por la Iglesia". Seg¨²n los neocat¨®licos no hay m¨¢s matrimonio v¨¢lido que el cristiano, pues la aceptaci¨®n del civil supondr¨ªa la destrucci¨®n de la familia y de Espa?a. El krausista Giner de los R¨ªos exclama que "est¨¢n hiriendo de muerte al catolicismo liberal europeo". En esto, Rosal¨ªa se atrevi¨® a tomar la palabra y dijo: "Cristo s¨®lo habl¨® de sexo en dos ocasiones y en las dos fue para comprender".
Rivas nos recuerda la proposici¨®n 80 del Syllabus, en la que se afirma que la Iglesia es irreconciliable con "el progreso, con el liberalismo y con la civilizaci¨®n reciente". Es de suponer que este liberalismo inclu¨ªa el positivismo, que fue la bicha del neocatolicismo de la ¨¦poca. P¨ªo IX declar¨® tambi¨¦n la infalibilidad papal, lo que a los krausistas, todos ellos cristianos erasmistas, les sent¨® como un tiro. Pronto ser¨ªan depurados de sus c¨¢tedras, pero Manuel Rivas ya no estaba all¨ª o no lo cuenta. Se impondr¨ªa la autoridad de Men¨¦ndez y Pelayo, el de la "ciencia falsa", producto de la maldad humana, y la "ciencia verdadera", la de, entre otras lindezas, la creaci¨®n en seis d¨ªas. El odio a Europa, singularmente a Francia, de donde proced¨ªa el diab¨®lico positivismo. "Comprendo, alabo y hasta bendigo la Inquisici¨®n", escribi¨® don Marcelino.
Las cosas han cambiado y hasta el punto de que hay curas que aprueban el matrimonio homosexual con igualdad de derechos. Matrimonio y no otro nombre, pues equivaldr¨ªa a reducir a gays y lesbianas a la condici¨®n de ciudadanos de segunda. Pero es notable la persistencia del hilo conductor, es decir, la autoridad del poder eclesi¨¢stico sobre el terrenal. No se dice as¨ª, naturalmente, porque ya no hay P¨ªo IX, pero el ideal teocr¨¢tico a¨²n colea; y para observarlo, nada mejor que seguirle las huellas hist¨®ricas, si bien esquem¨¢ticamente en este espacio.
Hist¨®ricamente, la Iglesia es una instituci¨®n en pugna tensa con otra m¨¢s poderosa, el Estado. En sus comienzos, la Iglesia "no se meti¨® en pol¨ªtica" ("dadle al C¨¦sar lo que es del C¨¦sar", de Jes¨²s). Pero San Pablo y m¨¢s tarde San Agust¨ªn -ambos buenos romanos declarados- sembraron ideas. Llegados a Santo Tom¨¢s de Aquino estas ideas hab¨ªan rendido su fruto. "Los reyes cristianos tienen que someterse al Soberano Pont¨ªfice como al mismo Nuestro Se?or Jesucristo". Fue el jesuita espa?ol Francisco Su¨¢rez quien desarroll¨® hasta su plenitud esta doctrina, en su obra Defensio Fidei, que alcanz¨® gran resonancia en toda Europa. Abreviar la tesis es banalizarla, pero el espacio obliga. Estamos ante la famosa doctrina del poder indirecto. Su¨¢rez reconoce la existencia de dos poderes, el espiritual y el temporal. No se confunden entre s¨ª, ni el poder espiritual posee una autoridad directa sobre el temporal. Pero el esp¨ªritu es superior a la materia, de modo que si bien Iglesia y Estado son sociedades perfectas y ambas supremas en sus fines respectivos, en caso de conflicto, el papado, encarnaci¨®n del poder divino, puede deponer al rey. Resumido as¨ª parece triqui?uela ingenua, pues ya de entrada, la perfecci¨®n es un absoluto. Si algo es perfecto, no puede ser m¨¢s o menos perfecto.
No hay que caer en un anticlericalismo primario. Los nombres aqu¨ª citados y otros muchos, fueron mentes brillantes y bien intencionadas. Apelaron a la necesidad de trascendencia del ser humano, que ellos mismo sent¨ªan. De ah¨ª deriva su fuerza. Nos aterran los islamistas suicidas, porque no les comprendemos. La Iglesia tuvo y tiene sus m¨¢rtires y aunque estos no matan porque est¨¢n profundamente embebidos del credo cristiano, la disponibilidad para sacrificar su vida, nace en ambos casos del mismo centro. Quienes realmente creen que esta vida terrenal es un brev¨ªsimo tr¨¢mite hacia la vida verdadera no temen el martirio. Quienes temen sufrir y morir es porque no tienen profundamente arraigada en la mente y en las v¨ªsceras esa convicci¨®n.
Pero con el apoyo de esas grandes doctrinas medievales, la Iglesia tuvo su brazo armado. Ocurri¨® lo inevitable. Como dijo Lord Acton, "todo poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente". Un poder terrenal absoluto no lo obtuvo la Iglesia, pero s¨ª el suficiente para corromperse. Y tanto, que no hubo que esperar a Lutero y Calvino para que la disidencia aflorara en su propio seno. Unos salvaron la piel, otros terminaron en la hoguera.
Combatida desde fuera y desde dentro. La Iglesia fue cediendo terreno. Es falso acusarla de inmovilismo, de no haberse movido del sitio. Si a Luis Vives le molestaba que una mujer casada viera -que no mirara- a otro hombre que su marido, hoy son mayor¨ªa las muchachas cat¨®licas que tienen relaciones prematrimoniales. El infierno tradicional ha sido abolido a favor de otra versi¨®n, la privaci¨®n de Dios. Con todo, la Iglesia est¨¢ atrapada por la nostalgia del poder terrenal. Las huellas de tal poder ya palidec¨ªan en tiempos de P¨ªo IX y hoy no son sombra de lo que fueron. Los grandes valores se resisten a desaparecer incluso en tiempo de cambio febril como el que nos ha tocado vivir. El noble de anta?o quiere conservar parte del prestigio del que goz¨® su clase, aunque sea vendiendo estos residuos a las revistas del coraz¨®n. Una situaci¨®n transmitida durante siglos es como si adquiriera un gen. (Aunque sin decir gen, esta idea est¨¢ en el n¨²cleo de la idea del progreso de Augusto Comte, el padre del her¨¦tico positivismo).
Decir, por ejemplo, que un Gobierno laico en un Estado laico y democr¨¢tico no tiene autoridad para legislar sobre el matrimonio gay, equivale a atribuirse ese derecho. Aqu¨ª operan varias pulsiones, todas ellas te?idas de esa nostalgia del poder de la que hemos hecho menci¨®n.
Es hora de afrontar de otra manera la sed de trascendencia que no ha abandonado al ser humano. O la edad de las sectas, cuando no el ateismo, llenar¨¢n la escena.
Manuel Lloris es doctor en Filosof¨ªa y Letras.
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