Una ciudad que resiste
Londres jam¨¢s ha adoptado la mueca de los m¨¢rtires. Quiz¨¢ por eso tiende a olvidarse que es la ciudad occidental m¨¢s azotada por el terror. Su vieja y vasta red metropolitana, que fue el mejor refugio frente a las incursiones de los zepelines de la I Guerra Mundial y a las V-1 nazis de la Segunda, se convirti¨® a?os despu¨¦s en un peligroso laberinto en el que las bombas del IRA dejaban regularmente un rastro de sangre y humo. Londres, que tiene una cierta imagen de s¨ª misma, no se dej¨® vencer en ning¨²n caso. Al contrario, sali¨® vencedora tras cada ataque. La imagen del Londres victorioso en el peor momento es la de un lechero que hace su recorrido matutino entre los cr¨¢teres de los bombardeos alemanes, o la de un ejecutivo de la City que acude puntualmente a su oficina aunque los terroristas irlandeses acaben de destruirla. Sin aspavientos, sin lutos colectivos ni palabras superfluas, sin urgencias: as¨ª es como la mayor metr¨®poli europea ha salido con bien de todas sus tragedias.
El metro constituye el objetivo m¨¢s f¨¢cil, encierra a la multitud m¨¢s indefensa y, a la vez, simboliza los prodigios urbanos de la civilizaci¨®n
El metro, el m¨¢s antiguo del mundo, ha sufrido tambi¨¦n lo suyo. Estaciones como Victoria o Kings Cross exhiben l¨¢pidas en recuerdo de sus muertos
En el coraz¨®n de la City
Londres es inmensa, pero sus cicatrices se concentran cerca del coraz¨®n, es decir, la City, y puntean el mapa subterr¨¢neo del metro. El barrio financiero es a la vez centro neur¨¢lgico y s¨ªmbolo del imperio, militar antes y econ¨®mico ahora. El metro constituye el objetivo m¨¢s f¨¢cil, encierra a la multitud m¨¢s indefensa y, a la vez, simboliza los prodigios urbanos de la civilizaci¨®n: un fetiche odioso para los asesinos iluminados de cualquier pelaje, parecidos en que sue?an para¨ªsos rurales o des¨¦rticos, muy despoblados en todo caso.
Cada ciudad reacciona a su manera ante las desgracias. En la Europa continental, y sobre todo en su mitad sur, hacen falta ceremonias cat¨¢rticas para alejar el p¨¢nico: manifestaciones, muestras de unidad y desaf¨ªo, abrazos colectivos de consuelo. Londres entierra a sus muertos como lo ha hecho siempre: simulando una relativa indiferencia y aparentando normalidad.
Una exhibici¨®n majestuosa de tal actitud se produjo, por ejemplo, el lunes 26 de abril de 1993 entre las ruinas de la City. El s¨¢bado anterior, un cami¨®n cargado con una tonelada de explosivo hab¨ªa devastado la zona. Muri¨® una persona, un fot¨®grafo de prensa, y m¨¢s de 40 sufrieron heridas. El da?o econ¨®mico super¨® los 4.000 millones de euros. Decenas de rascacielos de los alrededores de Bishopsgate resultaron destruidos, en un kil¨®metro a la redonda no qued¨® un cristal entero y millones de documentos comerciales volaron durante horas hasta empapelar las calles. En cierta forma, con menos sangre, el IRA cre¨® el precedente ic¨®nico del terrible 11 de septiembre de 2001 en Nueva York.
Ese lunes de abril de 1993, ya antes del alba, cientos de ejecutivos y oficinistas empezaron a desfilar como un ej¨¦rcito de sombras por entre monta?as de cascotes y socavones encharcados. Sus puestos de trabajo hab¨ªan desaparecido f¨ªsicamente, pero ante los rascacielos destruidos se les daba una nueva direcci¨®n, en bastantes casos la de una simple vivienda particular, a la que pod¨ªan acudir para desenfundar el m¨®vil y el ordenador port¨¢til y realizar su tarea habitual. La Bolsa funcion¨® y la portentosa maquinaria administrativa de la City se mantuvo en marcha como un lunes cualquiera.
Se habr¨ªa obtenido quiz¨¢ el mismo resultado si cada uno hubiera trabajado desde su casa. La cuesti¨®n, sin embargo, era cumplir el ritual de la rutina. Levantarse, anudarse la corbata, tomar el tren o el metro y llegar a primera hora al tajo burocr¨¢tico. No hay terror que resista a la rutina.
Antes de dirigir sus ataques contra el cerebro de Londres, la City, el IRA quiso da?ar el coraz¨®n: s¨ªmbolos como los grandes almacenes Harrod's (diciembre de 1983, nueve muertos) o los parques (soldados y caballos desventrados en Hyde Park, una orquesta reventada en un quiosco de m¨²sica en Regents Park, ambas matanzas el 20 de julio de 1982).
El est¨®mago de la ciudad, el metro, el m¨¢s antiguo del mundo, ha sufrido tambi¨¦n lo suyo. Estaciones como Victoria o Kings Cross, entre las m¨¢s c¨¦ntricas, exhiben l¨¢pidas en recuerdo de sus muertos. Las bombas del jueves estallaron en l¨ªneas como la Piccadilly y la Bakerloo, de t¨²neles angostos y convoyes en forma de tubo, id¨®neas para multiplicar el caos con asfixia y claustrofobia.
Los t¨²neles de la red metropolitana londinense est¨¢n parcialmente inundados y junto a los ra¨ªles pululan ratas, ranas y alguna anguila. Son lugares muy desagradables y por los que es dif¨ªcil moverse en caso de emergencia. Por otra parte, las frecuentes aver¨ªas de los convoyes han acostumbrado a la gente a la ocasional necesidad de apearse del vag¨®n en plena oscuridad y a caminar chapoteando detr¨¢s de la linterna de un empleado, hasta alcanzar una salida. Cuando esas cosas ocurren no protesta casi nadie. La queja en caliente no va con el car¨¢cter local. Se escribe, si es necesario, una carta de protesta a un peri¨®dico, y asunto arreglado.
El metro, tan obsoleto y abandonado, fue en su ¨¦poca un orgullo para los capitalistas que lo financiaron y para los obreros que lo construyeron. Las estaciones que dise?¨® el arquitecto Leslie Green a principios del siglo XX son a¨²n hoy un modelo de belleza, sencillez y funcionalidad.
Como los autobuses rojos. Para un terrorista, un autob¨²s es tan s¨®lo gente agrupada, un blanco f¨¢cil. El autob¨²s rojo de Londres, sin embargo, es algo m¨¢s. Tiene, como los rascacielos neoyorquinos o los palacios italianos, una potente carga simb¨®lica de civilizaci¨®n y convivencia ordenada.
Los ingleses creen ser inmunes al p¨¢nico. Est¨¢n convencidos de que pueden mantener el control en las circunstancias m¨¢s adversas, lo que hace que generalmente lo consigan. Y tienen buen paladar para las peque?as cosas, las que definen a una sociedad. En invierno de 1942, mientras Londres soportaba el blitz alem¨¢n, la familia real brit¨¢nica decidi¨® quedarse en Buckingham, eliminar la calefacci¨®n del palacio y racionar la mermelada del desayuno. Eso bast¨® para confortar a un pueblo al que hab¨ªan ofrecido sangre, sudor, l¨¢grimas y victoria, y hab¨ªa aceptado el trato. Como acept¨®, mal que bien, la lentitud informativa en las horas ca¨®ticas del jueves. Wellington dec¨ªa que los soldados brit¨¢nicos no eran m¨¢s valientes que otros, pero s¨ª m¨¢s respetuosos de las jerarqu¨ªas y m¨¢s disciplinados, lo cual bastaba para ganar cualquier guerra.
Los londinenses tendr¨¢n que echar mano de esas virtudes despu¨¦s del mazazo. Y apelar, una vez m¨¢s, al recuerdo del lechero que bajo las bombas y entre cascotes dejaba cada d¨ªa la botella ante la puerta, al menos mientras la puerta siguiera en pie.


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