El esplendor de Valverde en los Alpes
El murciano gana una etapa en la que s¨®lo ¨¦l, Mancebo y Rasmussen se resistieron a Armstrong
Paco Mancebo se rompi¨® los dientes hace unos a?os. Bajaba un puerto en una carrera en el Trentino, en Italia, y la rueda de su bicicleta salt¨® sobre la tapa mal cerrada de una alcantarilla. Cay¨® de boca contra el asfalto. Paco Mancebo tiene dientes artificiales, fijados a las enc¨ªas con tornillos de titanio, y los luce en todo su esplendor. Brillan en el centro de su cara, de su cabeza torcida, un rictus de dolor permanente. Y unos dientes blancos. Hace a?os que corre as¨ª, torcido, los dientes al frente, el sufrimiento en cada uno de sus gestos. Lleva as¨ª toda la vida pero hasta ayer no logr¨® el aplauso mundial por ello. Hasta ayer, hasta su s¨¦ptimo Tour, hasta cumplidos los 29 a?os, hasta el momento en que m¨¢s de uno hab¨ªa llegado a la conclusi¨®n de que no se pod¨ªa esperar m¨¢s de ¨¦l, Paco Mancebo era un corredor invisible. Estaba cerca de los primeros, pero nunca con los primeros. Cuando empezaba a asomar su figura a la salida de una curva era el momento que sol¨ªan elegir los realizadores para cambiar de plano.
Pero ayer, no.
Ayer, en los ¨²ltimos kil¨®metros de la ascensi¨®n a Courchevel, los dientes de Mancebo, apretados, firmes, llenaban la pantalla. Tiraba de un grupo. Del grupo de los primeros. Detr¨¢s de ¨¦l, al relevo, grit¨¢ndole en castellano "a tope, a tope", preparado para el relevo, marchaba Lance Armstrong, volaba Lance Armstrong hacia su s¨¦ptimo Tour, y a su rueda iba Alejandro Valverde, su compa?ero de equipo, el brillante murciano, el joven que robar¨¢ los corazones de todos los aficionados al ciclismo, y pegado a ¨¦l, Michael Rasmussen, el dan¨¦s delgado, cadav¨¦rico, incre¨ªble. Eso era todo. Eran cuatro. Era la primera gran llegada del Tour 2005, el d¨ªa del gran golpe de Armstrong, la subida a Courchevel, nada menos, y all¨ª estaba ¨¦l, Paco Mancebo, de Navaluenga, tirando de Armstrong, a medias con Armstrong, al lado de Armstrong.
Los ganaderos de la regi¨®n tomaron la salida del Tour. Obligaron a cortar la etapa 11 kil¨®metros. Cortaron la carrera. Los lobos, hambrientos, llegados de Italia, desde los Apeninos, en manadas, bajan a los valles y se comen sus ovejas, sus terneros. "Queremos ayuda contra los lobos", gritaban. Los lobos. Algunos corredores creyeron verlos. Pero marchaban en bicicleta, iban vestidos de gris claro y azul. Despedazaban tranquilo ganado. Ciclistas pac¨ªficos que s¨®lo ped¨ªan no sufrir. Eran el equipo de Armstrong, el Discovery Channel, limpiando el terreno, preparando al pelot¨®n, al Tour, a los Alpes enteros, para la exhibici¨®n final de su boss. Fue un trabajo met¨®dico y profesional. Fue laboralmente perfecto. El Tour, la subida a Courchevel, territorio m¨ªtico, leyenda, gesta, haza?a, se convirti¨® por arte de los artistas del Discovery en una cadena de f¨¢brica, eficiente, limpia, imparable. Pura relaci¨®n causa-efecto en que se combinaban el aumento pernicioso de la pendiente del largo -22 kil¨®metros- puerto alpino, el deseo maligno de los hombres de Armstrong, la cadencia de su pedalada y el cambio del personal al mando de las operaciones.
Por delante aceleraban. Por detr¨¢s empezaban a quedarse sin aire, a sufrir, a despegarse del grupo corredores, corredores famosos, fuertes, favoritos, pretendientes. Tiraban Rubiera y Savoldelli por delante, y por detr¨¢s se soltaban Menchov, Heras, Zubeldia, Beloki; y poco despu¨¦s Karpets, Moreau, Contador, Julich, Botero, Sastre. Pas¨® a la acci¨®n Hincapie y Vinok¨²rov se rindi¨®. Y cuando ya le quedaba a su lado s¨®lo Popovych, y cuando detr¨¢s no aguantaban m¨¢s de una docena de corredores, Armstrong se acerc¨® a su fiel ucraniano y grit¨® "?Go, Pop¨®, go!". La se?al de Apocalipsis. Y, como otros a?os, como en Sestriere, como en Alpe d'Huez, como en la Mongie, Armstrong pens¨® que con eso val¨ªa, que ya podr¨ªa irse ¨¦l solo hasta la victoria. Se volvi¨® ligeramente, mir¨® de reojo, y comprob¨® con placer que, en efecto, que aquello estallaba, que Ullrich se quedaba, que Kloden tambi¨¦n, y Piepoli y Evans y hasta Basso. Pero tambi¨¦n comprob¨®, con sorpresa, que ¨¦l no se quedaba solo. Que aceleraba y le aguantaban Mancebo apretando los dientes, Valverde sonriente, Rasmussen hier¨¢tico. Gente nueva, gente que nunca le hab¨ªa acompa?ado hasta esas alturas. Y Armstrong, entonces, se sinti¨® m¨¢s poderoso que nunca. Pudo recordar su primer Tour, cuando sus rivales eran Z¨¹lle, Escart¨ªn y Pantani, y sus otros cinco Tours, y Beloki y Ullrich, y Kloden y Basso y Heras. Se sinti¨® inmortal y a la vez fr¨¢gil. Y supo que el s¨¦ptimo Tour s¨®lo lo podr¨¢ ganar con frialdad, eficiencia, m¨¦todo, sin exhibiciones. Habl¨® con los tres, les puso de acuerdo, hay que distanciar a todos los que sufren, dijo. No les habl¨® de la etapa. Era su orgullo, no pod¨ªa dej¨¢rsela.
Y a 450 metros de la meta, por la derecha, despu¨¦s de que Valverde hubiera respondido a un ataque de Rasmussen, entre el dan¨¦s y la valla, Armstrong intent¨® sorprender a los tres. No a Valverde. El murciano se peg¨® a su rueda, sufri¨®, aguant¨®, y empujado por una emoci¨®n ¨²nica, lo super¨® en los ¨²ltimos metros. La primera derrota de Armstrong, feroz sprinter en una llegada del Tour. Primer triunfo en su primer Tour para Valverde. El ciclismo mundial podr¨¢, quiz¨¢s, no evitar el s¨¦ptimo Tour de Armstrong, pero seguro que no puede frenar la ascensi¨®n de Valverde, quien, no muy lejos de Les Arcs, el lugar en que Indurain perdi¨® su sexto Tour, devolvi¨® al equipo de Ech¨¢varri y Unzue el esplendor en una gran etapa del Tour.
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