N¨®madas
Ya est¨¢n aqu¨ª. Han venido como todos los a?os, m¨¢s fieles que las golondrinas. ?stas han retardado tanto su venida que, quiz¨¢, y para nuestra desgracia, no aparezcan, al menos esta vez. Son altos, se los ve sanos; lucen cuidada dentadura, esmerado cuerpo, piel blanca, casi transparente; no tienen garbo, por la poca costumbre de caminar, supongo. Hablan jerigonza, o sea algo parecido al ingl¨¦s, y acostumbran a andar en grupo, como los vascos, vamos.
Se me acerca una pareja de ellos con el pa?uelico rojo en el cuello, quiz¨¢ por verme con las manos metidas en los bolsillos del pantal¨®n, o por tener yo aspecto de desocupado cr¨®nico, vaya usted a saber, y me preguntan en un correcto castellano que si s¨¦ d¨®nde est¨¢ situado el caf¨¦ Marinas: "Por favor, ?d¨®nde estar caf¨¦ Marinas?". No es que sea s¨®lo m¨¦rito m¨ªo, que mi dinero me ha costado, pero presumo de conocer cuantas tascas, cantinas, tugurios, figones, bares e incluso restaurantes hay en la ciudad, pero el citado caf¨¦ me es tan desconocido como el desierto del Gobi o el del Sina¨ª. Les respondo que puede que el caf¨¦ que ellos buscan sea el de Rick, y ¨¦se, que yo sepa, est¨¢ situado en la muy afamada Casablanca, donde Sam toca una melod¨ªa que a m¨ª particularmente me produce aerofagia. Lo digo como lo pienso, sin acritud, ni disimulo. Pero no se dan por vencidos. Son gente testaruda, por Dios. "Nosotros querer saber donde estar caf¨¦ Marinas de Hemingway". Acab¨¢ramos.
Eran abstemios y acabamos bebiendo unos cuantos refrescos. "?Pobre Hemingway!", exclam¨¦ al despedirme
Hay dos libros escritos en este siglo que, aun siendo verdaderas obras maestras del g¨¦nero, se han convertido en gu¨ªas tur¨ªsticas, en reclamos literarios para la trashumancia y el viaje, para la aventura en definitiva. Son Fiesta de Hemingway y En el camino de Kerouac. No es casualidad que ambos autores sean americanos y contestatarios, no porque los Estados Unidos en su grandeza y casi infinitud den para todo, sino porque hay que estar hecho de una pasta especial para escribir como lo hacen ellos, con total libertad y sin ninguna concesi¨®n a la galer¨ªa, mirando la realidad con ojos inocentes, como de ni?o reci¨¦n nacido o reci¨¦n despierto. De todos modos, existen diferencias esenciales entre Hemingway y Kerouac; al primero, le gustaba el vino y todo tipo de bebidas alcoh¨®licas, y al segundo le iban, m¨¢s bien, otro tipo de drogas. Los dos buscaron en la embriaguez la puerta de entrada y de salida a la imaginaci¨®n, la lucidez de quien teme enfrentarse a lo inevitable. Fueron grandes aficionados al jazz. En el libro de Kerouac hay frases de una belleza sencilla y extra?a, como ¨¦sta referida a Billie Holiday: "Y m¨¢s que la letra es la m¨²sica y el modo en que Billie canta, lo mismo que una mujer acariciando el pelo de su amante en la penumbra".
La lectura de estos libros ha impulsado a j¨®venes y no tan j¨®venes a vivir movi¨¦ndose de un lado a otro, a no fijarse metas y, sobre todo, a no establecer limites a la libertad de cada cual. Los errantes, vagamundos, andarines, son la reliquia de un pasado glorioso, cuando los n¨®madas crearon imperios, culturas y leyes que a¨²n perduran, m¨¢s en el inconsciente que en la raz¨®n ¨²ltima de las cosas. A los n¨®madas los venci¨® la p¨®lvora, el fusil y la burocracia, como a todos. La divisa de Kerouac, "un coche r¨¢pido, una larga carretera y una mujer al final del camino", sigue siendo valida y satisfactoria para mucha gente, no dir¨¦ que no. En Fiesta, no hay coches r¨¢pidos ni largas carreteras, pero s¨ª una mujer al final del camino. Hay, adem¨¢s, juventud, vida, despreocupaci¨®n, deseo de beber el instante ¨²nico e irrepetible del presente, ansia de hollar el umbral de la inmortalidad, pensando que lo malo no es morir alg¨²n d¨ªa, sino perderse la gran fiesta que ofrece el mundo a sus admiradores.
En la casa que Hemingway mantuvo en Cojimar, hoy museo, cerca de La Habana -donde dice la leyenda ¨¢urea que escribi¨® El viejo y el mar, inspir¨¢ndose en Gregorio Fuentes, espa?ol afincado en Cuba que lo acompa?¨® en sus viajes en el yate Pilar, un ser faunesco, que vivi¨® tres siglos distintos, pues muri¨® en enero del 2002, a la edad de 104 a?os-, se puede contemplar un gran cartel que anuncia "Toros en San Sebasti¨¢n". Hemingway se suicid¨® el dos de julio de 1961. Su ¨²ltima semana de vida fue muy intensa, se pas¨® cuatro d¨ªas conduciendo, dos buscando una escopeta para pegarse un tiro, y una dudando. Muri¨® de la misma manera que lo hiciera su padre. Nadie sabe lo que se pueda heredar o no. Misterios de la naturaleza humana.
Hemingway amaba San Sebasti¨¢n. Las descripciones de la ciudad, al menos en Fiesta, son luminosas: "Incluso en un d¨ªa caluroso, San Sebasti¨¢n tiene un cierto aire matutino. Da la impresi¨®n de que las hojas de los ¨¢rboles no se secan jam¨¢s. Las calles parecen como acabadas de regar". Otro en su lugar se hubiera dejado llevar por ese viento de melancol¨ªa que golpea a la ciudad y le confiere ese aspecto tan peculiar, como si estuviese fuera del tiempo. El caf¨¦ Marinas no existe hoy en d¨ªa. Me lo ha confirmado un amigo que trabaja en el nunca demasiado ponderado y elogiado gremio de los camareros. Pero s¨ª hubo en San Sebasti¨¢n un caf¨¦ llamado De la Marina, en la calle Garibay, en confluencia con el Bulevard. No puede ser otro, creo yo, leyendo la descripci¨®n que al autor hace del lugar. "Pase¨¦ por la zona del puerto, bajo los ¨¢rboles, hasta llegar al casino, y desde all¨ª me desvi¨¦ por una de las calles sombreadas para ir al caf¨¦ Marinas".
Pero todo ello no lo sab¨ªa, cuando me abordaron los americanos, que en eso (en lo de abordar) tienen experiencia, por ser herederos de piratas, corsarios, filibusteros y balleneros, como los vascos, claro, y no les pude responder adecuadamente, aunque tal fuera mi intenci¨®n entonces. As¨ª que les invit¨¦ a un buen vaso de vino de Rioja Alta. Pero no me lo aceptaron. Eran abstemios y acabamos bebiendo unos cuantos refrescos. "?Pobre Hemingway!", exclam¨¦, al despedirme de ellos, al contemplar, impert¨¦rrito, la decadencia de la raza.
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