El vaso de agua
El vaso de agua: me acuerdo bien. Y en el recuerdo va acompa?ado del sonido chirriante de cadenas y del lamento prolongado de la saeta. La Semana Santa era siempre un periodo especial. No pod¨ªamos considerarlo de ning¨²n modo s¨®lo vacaciones, como imagino que es propio de cualquier ni?o actual. Eran demasiado cortas en relaci¨®n con la prolongada generosidad del est¨ªo y estaban demasiado repletas de signos inquietantes. Aunque no comprendi¨¦ramos cabalmente el significado religioso de aquellos d¨ªas, s¨ª ten¨ªamos suficiente cabeza -y vista y olfato- para saber que aquellos ritos que nos rodeaban exig¨ªan algo de respeto y mucho de temor.
Ten¨ªamos, por ejemplo, que ir a "visitar monumentos", una extra?a proclama que con frecuencia se o¨ªa en boca de t¨ªas y abuelas. "Visitar monumentos" consist¨ªa en dejar de jugar para ir a unas cuantas iglesias. Una vez arrodillados en los reclinatorios se trataba de concentrarse y rezar en un ambiente m¨¢s bien t¨¦trico de cirios, incienso y oscuridad. Era dif¨ªcil rezar porque era dif¨ªcil comprender todo aquello que se nos dec¨ªa que estaba sucediendo, con un hombre muerto y resucitado que adem¨¢s, se insist¨ªa, estaba expuesto ante nosotros. Todo era demasiado incierto y confuso pero, al repetirse a?o tras a?o, ten¨ªa su gracia eso de "visitar monumentos", yendo con la bicicleta de iglesia en iglesia.
Varios hombres cargaban con cruces. Uno en particular arrastraba una que deb¨ªa de pesar mucho. Sudaba. Alguien le alarg¨® un vaso de agua
Como tambi¨¦n lo ten¨ªa el galimat¨ªas de los ayunos y las abstinencias que se hab¨ªan prolongado durante toda la Cuaresma y ten¨ªan su apoteosis en Semana Santa. Entre las t¨ªas, que recomendaban una cosa, y el colegio, m¨¢xima autoridad en la tierra, que hab¨ªa ordenado otra, se hac¨ªa dif¨ªcil saber cu¨¢ndo hab¨ªa que comer carne, cu¨¢ndo pescado y cu¨¢ndo simplemente se trataba de pasar hambre. Adem¨¢s, todo se complicaba m¨¢s todav¨ªa si ten¨ªamos en cuenta la cuesti¨®n de las bulas, una suerte de exenci¨®n de impuesto del alma, que hoy ya nadie sabe lo que es pero que entonces era decisivo (un asunto, por si fuera poco, mezclado con el diab¨®lico Lutero).
Sin embargo, la aut¨¦ntica culminaci¨®n de la Semana Santa eran las procesiones. En aquellos a?os hab¨ªa muchas, por todos lados, cada una con sus h¨¢bitos y capirotes de distinto color. Una vez, a los ocho o nueve a?os, particip¨¦ en una de esas procesiones, asfixiado por un capirote azul y con un cirio en la mano. Me preocupaba mucho que la cera ardiente no me quemara la mano, creo que enguantada. Lo otro era dif¨ªcil tom¨¢rselo en serio, como a?os despu¨¦s me cost¨® tomarme en serio la Semana Santa de Sevilla, un buen escenario, no obstante, para una pel¨ªcula de terror con claustrof¨®bicos y agoraf¨®bicos.
Pero hubo excepciones al caos m¨¢s o menos festivo. Escuch¨¦ por primera vez una saeta y me impresion¨® mucho. Una anciana apareci¨® en un callej¨®n y, de improviso, enton¨® un canto l¨²gubre, penetrante, que tuvo la virtud de paralizar todo el cortejo. Cuando ces¨® la saeta ya nada era igual. Luego pasaron por mi lado varias mujeres descalzas, arrastrando cadenas. Aquello parec¨ªa terrible. A continuaci¨®n, varios hombres disfrazados de Cristo cargaban con cruces. Uno en particular arrastraba una horrible cruz que deb¨ªa de pesar mucho. Sudaba. Alguien del p¨²blico que contemplaba la procesi¨®n le alarg¨® un vaso de agua como el de la fotograf¨ªa. En mi condici¨®n de ni?o era poco dado a la compasi¨®n y quiz¨¢ aquel vaso de agua represent¨® para m¨ª una primera oportunidad de intuir su grandeza.
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