Se?ales
El hombre de la fotograf¨ªa, el se?or de los bigotes y de la gorra legionaria tachonada con dos estrellas de sheriff, era un misterio para m¨ª desde los tiempos de la transici¨®n, que fue cuando empec¨¦ a encontr¨¢rmelo por las calles de Sant Adri¨¤ de Bes¨°s. Tal vez tuviese que haber escrito aqu¨ª "desde mediados de los a?os setenta"; pero este tipo, con el mismo aspecto que exhibe en la imagen, se hab¨ªa convertido, aunque entonces no supe ser consciente de ello, en una rara se?al de que todo estaba cambiando.
La transici¨®n hacia la democracia lleg¨® repleta de se?ales extravagantes y err¨¢ticas, como ¨¦sta y, encima, la misma sensaci¨®n de libertad y rareza que se hab¨ªa asentado en la vida cotidiana empez¨® a introducirse en aquel momento en mi sistema hormonal. Uf, yo descubr¨ª a la vez transici¨®n y adolescencia.
Este tipo, con el mismo aspecto que exhibe en la imagen, se hab¨ªa convertido, aunque entonces no supe ser consciente, en una rara se?al de que todo estaba cambiando
El hombre de la fotograf¨ªa, el se?or de los mostachos, era un legionario fantasma cargado de condecoraciones de pega en un Sidi Ifni de chimeneas, descampados, solares abandonados y grupos de edificios. Siempre andaba solo, de una parte a otra del r¨ªo Bes¨°s, de barrio en barrio. ?l era de La Mina. Muchas veces, el hombre, ah s¨ª, ?le llamaban "el de las medallas!", digo que a menudo llevaba en la mano una cadena con una bola con pinchos, y daba todo el rato vivas a Franco. Pero era absolutamente inofensivo. Y capaz de consumir un cigarrillo entero de una sola calada.
En esta foto, Joan Guerrero lo ha captado durante una procesi¨®n celebrada en La Mina un Viernes Santo de mediados de los ochenta. Aqu¨ª el hombre estaba en el final de su ¨¦poca de esplendor, cuando tambi¨¦n daba vivas a Tejero. Tal vez por eso se ha puesto a la cabeza de los guardias civiles. Y porque acaso ha querido dar m¨¢s empaque a la ocasi¨®n, ha cambiado la bola de pinchos por el sable.
El sol se estampa como un p¨¢jaro asustado contra los edificios de La Mina. Frente a los bloques, en el parque del Bes¨°s, apenas se encuentran zonas con sombra, y lo que podr¨ªa ser c¨¦sped y arbustos es una rastrojera. Hay un color¨ªn en una jaula abandonado encima de un banco de piedra. Los ni?os han atado los trozos de una botella de pl¨¢stico a las ruedas traseras de sus bicicletas, y al rozar zumban imitando el ruido de las motos. En un camino del parque, dos barrenderos discuten sobre c¨®mo cruzar a sus perros. Me han asegurado que el guarda podr¨ªa indicarme sobre el hombre que busco. "?El guarda, el Fara¨®n?", me dice un jubilado que descansa al cobijo de un arbolillo. "Hoy no lo he visto. Igual est¨¢ en el bar del Zorro y la Chelo".
Las explicaciones las obtengo en otro bar. Durante la conversaci¨®n, el camarero repone quinto tras quinto de cerveza sin esperar a que se acaben. Un anciano sin un solo diente lame, besa, un helado que se le est¨¢ derritiendo. Tiene la bragueta mal cerrada y sucia, y dice que va a ir al Ayuntamiento a poner una bomba. Y un muchacho delgado hasta quebrarse habla solo y se enciende con el Bar?a.
El sol se despe?a entre farallones de hormig¨®n y al pie de un edificio el legionario persiste en su solitario desfile. Es un gitano de Pampaneira, un pueblo de la Alpujarra granadina. Est¨¢ casado. Tiene hijos. Se llama Tom¨¢s y en el barrio la gente le trata con afecto. Hace unos a?os que no sale de La Mina. Ya est¨¢ mayor y ha cambiado su delirio de extrema derecha por el curanderismo.
Ahora alterna las insignias de Falange con medallas de Jesucristo, y piensa que puede sanar al personal mediante la imposici¨®n de manos. Cuando pasa alg¨²n conocido, le toca la frente y le dice: "Te doy mi fuerza porque soy Juan Carlos I, el rey de Espa?a".
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