Aliados que no olvidan
En septiembre de 1993 se firm¨® en Chicago el manifiesto Principios de una ¨¦tica mundial. El parlamento de las religiones del mundo, tras constatar una convergencia de m¨ªnimos entre las confesiones m¨¢s extendidas, entendi¨® que hab¨ªa llegado la hora de dise?ar una estrategia com¨²n para hacer frente a los grandes problemas del mundo: la pobreza creciente, el hambre, ni?os que son asesinados y asesinan, corrupci¨®n pol¨ªtica, saqueo del planeta, crimen organizado, conflictos ¨¦tnicos... El proyecto de una Alianza de Civilizaciones no tiene sin duda mejor precedente que el colosal esfuerzo que supuso el alumbramiento de este manifiesto.
Bien es verdad que el terrorismo no est¨¢ en el centro de su atenci¨®n, pero tampoco ausente. Los cuatro principios que deben de servir de marco para esa ¨¦tica de m¨ªnimos as¨ª lo atestiguan: la no-violencia y el respeto a toda vida; la solidaridad y un orden econ¨®mico justo; la tolerancia y una vida vivida con veracidad; la igualdad de derechos y la hermandad entre hombre y mujer. A poco que se avance en las causas del terrorismo nos encontraremos con esos mismos problemas -violencia estructural, intolerancia, injusticia o desprecio del derecho- y las respuestas no ser¨¢n muy diferentes.
Cualquier estrategia ser¨¢ inocua si no se centra en la asunci¨®n de responsabilidades
De aquel "signo de esperanza", como dijeron sus firmantes, no queda casi nada. La ONU acaba de recordarnos que las desigualdades sociales han aumentado durante la ¨²ltima d¨¦cada, por no hablar de la inseguridad en el mundo tras los atentados de Nueva York, Madrid y Londres o del desprecio al derecho que supuso la invasi¨®n de Irak. ?Por qu¨¦ ha quedado en intento fallido este manifiesto? Es una pregunta que puede interesar a quienes se presten a una nueva aventura.
Es verdad que la ¨¦tica no tiene divisiones que garanticen por la fuerza su cumplimiento. El hecho de que fueran los Estados y no las religiones los sujetos de los nuevos compromisos garantizar¨ªan un mayor grado de puesta en pr¨¢ctica. Pero como las conductas de los ciudadanos son definitivas en cualquier estrategia civilizatoria, m¨¢s vale seguir pregunt¨¢ndonos c¨®mo conseguir la identificaci¨®n del hombre de a pie con el programa resultante de la famosa alianza. La pregunta inquietante sigue siendo ¨¦sta: ?por qu¨¦ la ¨¦tica de m¨ªnimos, pactada por tradiciones o instituciones de gran solera moral, no ha movilizado nada contra los peligros que amenazan al hombre y al mundo?
Quiz¨¢ la respuesta haya que buscarla hurgando en lo que podr¨ªamos llamar "el mal occidental" en su versi¨®n moderna, un mal que aqueja a este tipo de manifiestos a pesar de que haya sido firmado por representantes del budismo, del hinduismo, del islam o del tao¨ªsmo. En su versi¨®n antigua, felizmente esquivada por el escrito de Chicago, "el mal occidental" confund¨ªa universalidad con occidentalizaci¨®n. La superioridad cultural de Europa consist¨ªa en haber ganado la pole position de la humanidad en su carrera hacia la conquista del progreso. Los dem¨¢s pueblos no ten¨ªan m¨¢s opci¨®n que seguir la estela o quedarse en la prehistoria. As¨ª Gin¨¦s de Sep¨²lveda legitim¨® la conquista de Am¨¦rica por los espa?oles, Condorcet la de ?frica por los franceses y Hegel dio municiones para los desvar¨ªos imperialistas de "germ¨¢nicos y cristianos". Renan expresaba con toda ingenua peligrosidad esa conciencia cuando dec¨ªa que "si todos fueran tan cultos como ¨¦l ser¨ªa inconcebible hacer da?o". La cultura occidental es la expresi¨®n casi natural de la humanidad y nada inhumano cabe esperar de ella. Ha sido la existencia del campo de Buchenwald a pocos kil¨®metros de Weimar, la ciudad de Goethe, es decir, del arte, de las preocupaciones intelectuales m¨¢s elevadas, de las ciencias de la naturaleza y de la erudici¨®n m¨¢s seductora, la que acab¨® con ese mito que identificaba humanidad con civilizaci¨®n occidental. Ahora ya sabemos que no hay un solo documento de cultura, aunque sea occidental, que no lo sea al mismo tiempo, de barbarie.
La nueva versi¨®n del "mal occidental" es mucho m¨¢s sutil. Consiste en la trivializaci¨®n del pasado. Europa acu?¨® en el siglo de las luces una f¨®rmula para resolver conflictos a la que no parece dispuesta a renunciar. A las mentes m¨¢s l¨²cidas de aquel tiempo, como era la de Rousseau, no se le escapaba el detalle de que las desigualdades de su tiempo no eran producto de la fatalidad o de la naturaleza sino resultado de la acci¨®n del hombre, es decir, eran injusticias. Hab¨ªa que poner remedio y no se les ocurri¨® otra cosa que declarar a todos los habitantes del pa¨ªs iguales. El futuro del pa¨ªs depender¨ªa de la voluntad de todos y cada uno de sus miembros. Estaban ofreciendo a los desiguales la democracia al precio, eso s¨ª, de que no revolvieran el pasado y se olvidaran de las causas de las desigualdades presentes. Para asegurar la convivencia en el futuro hab¨ªa que renunciar a la justicia. Este modo de proceder es el del manifiesto obsesionado con pactar principios entre herederos de las fortunas y de los infortunios, en lugar de abrir el expediente de las responsabilidades.
Es l¨®gico que quien haya sacado mejor partido quiera o pueda olvidar, pero el otro no puede. La historiograf¨ªa sobre Estados coloniales nos ilustra sobre la sima que hay abierta entre pueblos que hasta antes de ayer vivieron en estrecha relaci¨®n. Para la Francia decimon¨®nica, por ejemplo, el ¨¢rabe no era un salvaje sino un b¨¢rbaro: el primero vive sometido a instintos primarios, mientras que el segundo est¨¢ conformado por una religi¨®n que pervierte la naturaleza, la raz¨®n y la voluntad. El fanatismo del ¨¢rabe est¨¢ determinado por su creencia isl¨¢mica que potencia los peores instintos del salvaje. Nada cabe esperar de un ¨¢rabe de cultura isl¨¢mica. Montesquieu os¨® elevar a ley sociol¨®gica el resultado de sus averiguaciones: "Que el Gobierno moderado concierne mejor a la religi¨®n cristiana y el Gobierno desp¨®tico a la mahometana". Total, que dada la barbarie isl¨¢mica y la amenaza que representan para la civilizaci¨®n cristiana/occidental "todo est¨¢ permitido ya que no dejan otra alternativa que la de destruirlos o ser destruidos por ellos".
Pretender ahora que los pueblos que han sufrido la violencia resultante de la visi¨®n del mundo que los ocupantes ten¨ªan de ellos, lo olviden en nombre de una Alianza de Civilizaciones, es una ingenuidad. Si, como escribe Eduardo Galeano, "antes de ser marcadas, al hierro candente, en la cara o en el pecho, todos los negros recib¨ªan una buena salpicadura de agua bendita", es evidente que cada vez que sus nietos se encuentren con culturas poscristianas, recordar¨¢n la cicatriz del abuelo. Cualquier estrategia te¨®rica o pr¨¢ctica de una alianza entre civilizaciones ser¨¢ un inocuo acuerdo entre la cr¨¨me de la cr¨¨me de las distintas civilizaciones si no centra la alianza en la asunci¨®n de responsabilidades. Esto no significa "echar la culpa del terror a la democracia", sino reconocer la autoridad de los que han sufrido la marcha de la historia.
Conviene recordar que aunque el esp¨ªritu dominante de la modernidad europea est¨¦ marcado por el s¨ªndrome de la occidentalizaci¨®n (que confunde con universalidad) y del olvido (porque lo que importa es el futuro), tambi¨¦n posee, aunque oxidada por el tiempo, una cultura de la responsabilidad que no se resuelve en consensos o m¨ªnimos.
Todorov se top¨® con ella cuando, a prop¨®sito de la conquista de Am¨¦rica, se?ala que la ventaja de los espa?oles sobre los ind¨ªgenas consisti¨® en que los conquistadores pudieron interpretar el sistema organizativo de los ind¨ªgenas como diferente mientras que ¨¦stos juzgaron a los reci¨¦n llegados desde sus propios conceptos. ?El resultado?: los conquistadores pudieron medir el otro sistema, juzgarle en su conjunto y compararle con el propio, mientras que los ind¨ªgenas colocaron la novedad en un nicho del propio sistema, el reservado a los semidioses. Esa capacidad cultural de ver al otro en su diferencia -aunque en el caso analizado por Todorov se utilizara en funci¨®n del dominio y no del reconocimiento- abre las puertas a un reconocimiento del sufrimiento del otro que no apela al consenso o a la alianza sino a la responsabilidad. Europa, adem¨¢s de una cultura del ojo que todo lo ve como proyecci¨®n de s¨ª mismo, tiene otra del o¨ªdo en la que la escucha es la que dispara el conocimiento y la acci¨®n.
Total que la Alianza de Civilizaciones puede plantearse desde una cultura del consenso o desde otra de la responsabilidad. En el primer caso, si se logra, quedar¨¢n satisfechas las ¨¦lites de las civilizaciones; en el segundo, el protagonismo lo tendr¨¢n las heridas causadas por encuentros pasados y presentes. El que todo el sufrimiento acumulado por pasados coloniales, protectorados marciales o cualquier otra forma de opresi¨®n, haya cristalizado en odio o resentimiento contra Occidente da idea del esfuerzo material y espiritual que ¨¦ste tiene que invertir si se toma en serio lo de la Alianza de Civilizaciones.
Reyes Mate es profesor de investigaci¨®n en el Instituto de Filosof¨ªa del CSIC.
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