C¨®mo sobrevivir a la globalizaci¨®n
El debate sobre c¨®mo pueden las econom¨ªas de la Europa occidental, caracterizadas por niveles salariales y de protecci¨®n social relativamente altos, competir en la econom¨ªa globalizada de nuestros d¨ªas, y proporcionar con ello trabajo y bienestar a sus ciudadanos, lleva ocupando a los l¨ªderes europeos desde hace tiempo. Y se ha llegado a un cierto consenso sobre la soluci¨®n, que pasar¨ªa, se piensa, por impulsar la competitividad mediante el incremento de la inversi¨®n en investigaci¨®n y en nuevas tecnolog¨ªas y mejorando la formaci¨®n de los trabajadores.
La idea es que aquellos sectores que constituyen el n¨²cleo de la nueva econom¨ªa pueden tener en nuestras sociedades el mismo efecto que tuvo la industrializaci¨®n en las econom¨ªas fundamentalmente agrarias del siglo XIX (y tambi¨¦n del siglo XX en los pa¨ªses subdesarrollados); es decir, convertirse en una fuente de nuevos empleos m¨¢s cualificados y mejor pagados.
?Est¨¢n justificadas esas esperanzas?
El soci¨®logo espa?ol Manuel Castells ha abordado esta cuesti¨®n en su imprescindible trabajo sobre La era de la informaci¨®n y sus conclusiones no son tan claras ni tan simples. Si se atiende a lo ocurrido en las sociedades m¨¢s avanzadas desde la d¨¦cada de 1970, la difusi¨®n de las nuevas tecnolog¨ªas puede ir acompa?ada de una mayor creaci¨®n de empleo, pero no siempre; todo depende del modelo pol¨ªtico y econ¨®mico que prevalece en cada pa¨ªs. Con lo que, para decirlo en lenguaje coloquial, estamos como est¨¢bamos. Porque justamente lo que caracteriza al denominado modelo europeo es la d¨¦bil generaci¨®n de puestos de trabajo.
El t¨¦rmino de comparaci¨®n son siempre los EE UU, cuya adaptaci¨®n a las nuevas tecnolog¨ªas y a la econom¨ªa globalizada que ¨¦stas (entre otros factores) han hecho posible, se ha producido con niveles de paro mucho m¨¢s bajos que en Europa. Aunque en la masa de nuevos empleos creados hay tanto empleos cualificados y bien pagados, como los infrapagados de baja cualificaci¨®n, con el resultado de un espectacular aumento de las desigualdades sociales.
A pesar de los defectos del modelo, los argumentos de los partidarios de seguir el ejemplo americano no pierden nada de su fuerza. Porque, como no dejan de repetir cada vez que se aborda la cuesti¨®n, los niveles de desempleo europeos constituyen una amenaza a la misma supervivencia del sistema que se quiere defender y, desde luego, una fuente de desmoralizaci¨®n para los trabajadores y ciudadanos.
El problema, que rara vez se menciona, es que el modelo americano es de dif¨ªcil o imposible r¨¦plica fuera de aquel pa¨ªs. Aunque resulte duro de admitir para los economistas m¨¢s ortodoxos, los sistemas econ¨®micos funcionan impulsados por mecanismos que operan, en principio, de modo homog¨¦neo (las reglas del mercado, para simplificar), pero en marcos pol¨ªticos e institucionales que condicionan de modo decisivo la marcha de esos mecanismos. Por eso es vana, y en muchos casos da?ina, cualquier pretensi¨®n de aplicar, a partir del an¨¢lisis abstracto de aquellos mecanismos, recetas de validez presuntamente universal, ignorando el contexto en que deben aplicarse.
En pocos casos se hace esto m¨¢s visible que al examinar el funcionamiento de la econom¨ªa norteamericana. Aparte de la influencia que tiene su mayor tama?o (que para Adam Smith era el factor que permit¨ªa e impulsaba la divisi¨®n del trabajo y, consiguientemente, la mejora de la productividad), la econom¨ªa norteamericana mantiene su supremac¨ªa sobre las europeas gracias a tres elementos, ninguno de los cuales est¨¢ a nuestro alcance reproducir.
El primero es el enorme peso (un 4% del PIB) del gasto militar, que no s¨®lo mantiene el empleo en la importante industria de la defensa (en una f¨®rmula que se ha calificado como de keynesianismo militar), sino que ha impulsado decisivamente el desarrollo tecnol¨®gico del pa¨ªs en ¨¢reas que van desde la aeron¨¢utica a la inform¨¢tica o las comunicaciones; es decir, justamente aquellos sectores en que m¨¢s evidente se ha hecho la supremac¨ªa tecnol¨®gica de los EE UU en el siglo que acaba de terminar.
El segundo rasgo irrepetible de la econom¨ªa norteamericana es su sistema de financiaci¨®n. Desde los a?os de Reagan, la econom¨ªa americana ha experimentado un giro en su posici¨®n internacional que la ha hecho completamente dependiente de la financiaci¨®n externa. Los recortes de impuestos (especialmente para los ricos) que introdujo el presidente Reagan, junto con la expansi¨®n del gasto (sobre todo militar), condujeron al pa¨ªs a un enorme d¨¦ficit presupuestario que, dada la insuficiencia del ahorro interno, hubo de ser financiado endeud¨¢ndose en los mercados internacionales de capitales. Una situaci¨®n agravada por el creciente d¨¦ficit comercial. En definitiva, los EE UU se convirtieron en un pa¨ªs deudor, invirtiendo una tendencia de casi cien a?os.
La que parec¨ªa una situaci¨®n imposible de sostener a largo plazo, al menos sin un fuerte ajuste a la baja de su moneda y una ca¨ªda de la demanda interna (como todav¨ªa manifestaba en declaraciones al diario EL PA?S el 19-6-2005 el ex presidente de la Reserva Federal Paul Volcker), ha sido reivindicada por los l¨ªderes republicanos como un nuevo modelo econ¨®mico, plenamente adaptado a la nueva econom¨ªa globalizada, en el que los d¨¦ficit (los llamados "d¨¦ficit gemelos", en el presupuesto y en la balanza comercial, que se sit¨²an ahora en torno al 5% del PIB) carecen de importancia. De hecho, las necesidades de financiaci¨®n exterior, que a mediados de la d¨¦cada de 1980 se situaban en unos 120.000 millones de d¨®lares anuales, son ahora de 600.000 millones, aunque el papel de prestamistas, desempe?ado entonces casi en solitario por Jap¨®n y Arabia Saud¨ª, ha sido asumido ahora tambi¨¦n por otros pa¨ªses asi¨¢ticos, con China a la cabeza.
El retrato que esos rasgos configuran es el de un pa¨ªs en el que tanto el gasto p¨²blico como el consumo de las familias (que en EE UU constituye, m¨¢s que en otras partes, el motor de la econom¨ªa) funcionan gracias al cr¨¦dito, aparentemente ilimitado, que le conceden sus socios financieros, que son adem¨¢s los encargados de suministrar una parte importante de los bienes que consumen. Desgraciadamente para los europeos, el modelo tiene mucho m¨¢s que ver con la posici¨®n imperial de los EE UU que con los fundamentos de la econom¨ªa norteamericana, tal como observ¨® hace unos a?os Emmanuel Todd, y es, por tanto, imposible de copiar.
Un ¨²ltimo rasgo diferenciador, y el ¨²nico en el que suelen extenderse los partidarios del modelo americano, es la mayor flexibilidad del mercado laboral y la mayor movilidad de los trabajadores. Pero, aunque hay lecciones que aprender en este apartado, incluso aqu¨ª muchas de las peculiaridades americanas que explican el funcionamiento del modelo son dif¨ªcilmente transplantables. Por ejemplo, la unidad ling¨¹¨ªstica o la relativa abundancia del espacio f¨ªsico y los est¨¢ndares legales e hist¨®ricos que dificultan la especulaci¨®n del suelo y abaratan la construcci¨®n residencial.
De los cuatro factores examinados (tama?o del mercado, la importancia del gasto militar, la aparentemente ilimitada voluntad de sus socios para financiar su econom¨ªa, y la mayor movilidad del factor trabajo), s¨®lo el primero, que ha sido la fuente de inspiraci¨®n de la unificaci¨®n europea en los ¨²ltimos 50 a?os, y el ¨²ltimo son hasta cierto punto reproducibles en Europa.
Una excepci¨®n parcial puede ser la Gran Breta?a, por su condici¨®n de plaza financiera de primer orden (a trav¨¦s, no s¨®lo de Londres, sino de los para¨ªsos fiscales ubicados en muchas de sus ex colonias), y que compite con los EE UU como destino-refugio del dinero de los jeques del petr¨®leo.
Fuera de este caso, los europeos en general, ni quieren convertirse en un poder militar con vocaci¨®n imperial (ya han tenido bastante de eso), ni disponen de mecanismos para convencer a socios y aliados para que financien sin l¨ªmite sus d¨¦ficit presupuestarios o el consumo de las familias.
Por eso, a Europa no le quedar¨¢ m¨¢s remedio que inventarse su propia f¨®rmula para sobrevivir a la globalizaci¨®n.
Mario Trinidad es ex diputado socialista y escritor.
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