Chamarilero
Todos somos chamarileros de nuestro propio pasado. Buscamos recuerdos, los limpiamos, encolamos el brazo suelto o la pata rota, convertimos la memoria en una tienda de segunda mano, para darle coherencia al tiempo y buscar en el presente un domicilio flexible en el que convivir con la realidad. De todo hay en esa sombra que camina a nuestra espalda por la calle, una sombra que forma parte de nosotros, que siente la temperatura de las cosas, el dolor de una astilla, el placer de un abrazo. El pasado depende del despertar. Algunas noches cerramos los ojos en la cama con el sue?o del cascarrabias que est¨¢ en desacuerdo con la vida, con lo que lee en los peri¨®dicos, con lo que oye en la radio, la cara que observa en el espejo, la trastienda que abre la memoria en el escaparate del tiempo. Los recuerdos entonces se astillan como la madera de un mueble maltratado o se rompen como los ojos de cristal de una mu?eca sucia. Otras noches llegamos al sue?o con la fuerza de las buenas esperanzas, cuando cualquier problema tiene soluci¨®n y cualquier esquina es un reto, y la historia est¨¢ por delante, equilibrando el peso que la sombra del pasado deja a nuestra espalda. Cada uno tiene su mitolog¨ªa personal, y yo identifico el ¨¢nimo de las buenas ¨¦pocas con los primeros a?os ochenta, porque ten¨ªa tiempo y capacidad para creer en todo, para hacer de todo, para dedicarme a una tesis doctoral, a una conspiraci¨®n pol¨ªtica, a una discusi¨®n sobre poes¨ªa y pintura. El futuro estaba en su sitio, y la historia quedaba por delante. Cosas de la edad. Redactaba un cap¨ªtulo, lo rele¨ªa, se lo daba a mi amigo Javier Egea para que me hiciese correcciones y me salvara de las erratas. Sal¨ªamos luego a la calle con Juan Vida, ?lvaro Salvador, Juan Carlos Rodr¨ªguez, ?ngeles Mora, Jos¨¦ Carlos Rosales, Mariano Maresca y toda la pandilla, para bebernos un bar o para vivir lo que el demonio de la noche dispusiese. Los buenos tiempos suelen ser tiempos de pandilla y de ciudad. Las bibliotecas de los amigos eran tambi¨¦n amigas ¨ªntimas, partes de nuestra propia biblioteca.
Hac¨ªa ya algunos a?os que no sab¨ªa nada de la biblioteca de Javier Egea. No ten¨ªa noticias suyas desde que su due?o quiso abandonar el mundo, dej¨¢ndolo todo lleno de enredos y de extra?as decisiones, como era normal en mi amigo poeta. Nadie era capaz de igualar su amistad cuando se pon¨ªa a querer. Nadie era capaz de convencerlo de nada cuando decid¨ªa autodestruirse. Juan Vida se enter¨® por casualidad el mi¨¦rcoles pasado de que la biblioteca de Javier estaba en un chamarilero de la carretera de M¨¢laga. All¨ª nos fuimos con Jos¨¦ Carlos Rosales, y all¨ª nos encontramos con sus libros, p¨¢ginas subrayadas, anotaciones al margen, las novelas discutidas, los poemas comentados tantas noches, y la letra juvenil de las dedicatorias. Palabras llenas de amistad, de confianza en el futuro, rodeadas ahora por estufas viejas, muebles descolados y espejos rotos. All¨ª estaba una fotocopia de mi tesis doctoral, con las correcciones a mano de Javier. Sab¨ªa corregirlo todo, excepto su propia vida y su propia muerte, que eran parte de nuestra vida y de nuestra muerte. Maldita sea, prefiero no pensar en los motivos que nos han llevado hasta un chamarilero.
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