Los habitantes de las torres de marfil
Los poderes dominantes siempre se muestran reacios a mantener di¨¢logos con los discrepantes. Desde?ando sus propuestas, cercenan cualquier debate intelectual o pol¨ªtico con unos seres a los que consideran extra?os, soberbios y ol¨ªmpicamente recluidos en sus torres de marfil.
Los reproches y el confinamiento proceden normalmente de los l¨ªderes pol¨ªticos. Generalmente los desacreditan atribuy¨¦ndoles una actitud insolidaria, exquisita, distante y desviada de las verdades oficiales. En una sociedad plural, cr¨ªtica y respetuosa con la disidencia nadie deber¨ªa ser excluido de participar en la b¨²squeda de soluciones alternativas al pragmatismo pol¨ªtico coyuntural. En el Reino Unido, palad¨ªn en otros tiempos, de la expresi¨®n sin cortapisas, incluso en los parques p¨²blicos, soplan vientos de integrismo, justificados por la necesidad de reaccionar duramente y sin contemplaciones ante los embates del terror. Lo preocupante es que los l¨ªderes de opini¨®n se han unido a la justificaci¨®n de cualquier clase de excesos para atajar y evitar los actos terroristas. El diario The Times, otrora tenido por el sesudo reflejo de la opini¨®n equilibrada ha ca¨ªdo, finalmente, en el s¨ªndrome de la torre de marfil.
A mediados de agosto se pronunciaba sobre las leyes antiterroristas que propone el Gobierno brit¨¢nico, todas ellas sacadas del ba¨²l de los recuerdos y lastradas por su ineficacia. Repartiendo equitativamente las cr¨ªticas de algunas medidas con un ejercicio de comprensi¨®n, inclinaba bruscamente la balanza advirtiendo de que: "Poco podr¨ªa da?ar m¨¢s a la ley que una percepci¨®n, por parte de la gente, de que los jueces se retiran a su torre de marfil de autoindulgencia, mientras dejan al ciudadano expuesto al terrorismo".
Me gustar¨ªa pensar que el editorialista no ha valorado, en todo su alcance, la brutalidad de esta conclusi¨®n o bien se encontraba afectado por una convulsi¨®n moment¨¢nea derivada del impacto inmediato de los salvajes atentados.
Tan descabellada opini¨®n, en las p¨¢ginas de un peri¨®dico emblem¨¢tico para la prensa de todo el mundo, puede resultar delet¨¦rea para la credibilidad de los ciudadanos en la fortaleza de las reglas del juego democr¨¢tico.
Acusar impunemente a los jueces de incitar o ser colaboradores de los actos terroristas por aplicar normas que constituyen la esencia y legitimaci¨®n de su poder controlador, es simplemente una barbaridad impropia de un peri¨®dico responsable. Se comienza por despreciar el poder moderador de los jueces y se termina abogando por tribunales especiales y secretos, jueces sin rostro o inquisidores implacables a los que no se pide justicia sino su colaboraci¨®n para maquillar, con formas judiciales, decisiones que contradicen los m¨¢s elementales derechos de los ciudadanos en general y de lo sospechoso en particular. En s¨ªntesis, equivale a proclamar que las conquistas que han llevado a convenir unas reglas inmutables del proceso justo, son un obst¨¢culo insuperable para perseguir los delitos terroristas.
Cuando se llega a esta penosa conclusi¨®n, es preferible suspender temporalmente las gu¨ªas del edificio democr¨¢tico que involucrar a los tribunales en el juego sucio, con actuaciones que vulneran derechos fundamentales.
La tarea de convencer a la opini¨®n p¨²blica para que acepte resignada y confiadamente, cualquier clase de extralimitaci¨®n legal, se est¨¢ realizando con la previa aparici¨®n p¨²blica de los principales responsables del Gobierno brit¨¢nico. Recientemente el ministro de Asuntos Constitucionales, Charles Falconer, manifest¨®, al parecer sin rubor ni reservas mentales, que se estaba gestando una ley con el loable prop¨®sito de "orientar" a los jueces sobre la forma de interpretar la Convenci¨®n Europea de Derechos Humanos.
Si todos estos proyectos culminan habr¨ªa llegado el momento de plantearse, por supuesto desde un punto de vista monetarista y presupuestario, la utilidad de sufragar los gastos que origina el funcionamiento del Poder Judicial. No tiene sentido mantener a unos jueces, recluidos en su torres de marfil, que no s¨®lo son timoratos o autoindulgentes sino posibles colaboradores y provocadores del terror.
Cualquier gobernante sabe que ante los ataques del terror est¨¢ obligado a sobreactuar en la seguridad de que encontrar¨¢ eco en sectores muy importantes y numerosos de sus futuros votantes. Otro peri¨®dico conservador, The Daily Telegraph, que apoya las medidas de Blair admit¨ªa una cierta "calidad teatral" en las promesas del Gobierno de deportar a los agitadores islamistas que predican el odio y la violencia.
En las torres de marfil habitan gentes maravillosas. Se pueden encontrar pensadores ocupados en el estudio de los problemas reales de los seres reales, para ofrecer soluciones duraderas y eficaces. En sus recintos se mueven seres humanos entregados a la utop¨ªa de aunar sus esfuerzos para hacer frente a las tragedias, m¨¢s mort¨ªferas que los actos terroristas, que ocasiona el hambre y el subdesarrollo. En su torre de marfil viven los m¨¦dicos que denuncian las torturas de sus correligionarios exponi¨¦ndose al estigma de la traici¨®n a la patria. Las torres se abren a todo g¨¦nero de personas que desprecian las tesis dominantes e intentan pensar y racionalizar los conflictos, preservando las esencias del sistema y multiplicando la eficacia de los instrumentos legales para hacer frente a las agresiones b¨¢rbaras de los sembradores del terror. Parece ser que la ¨¦tica y los valores est¨¢n destinados, en un presente y futuro inmediato, a refugiarse y defenderse en las excluyentes torres de marfil. Todo el que pretenda abandonar sus recintos sufrir¨¢ la incomodidad que produce perturbar la tranquilidad de los poderosos.
Siguiendo por la senda del disparate el ministro del Interior Charles Clarke ha sugerido la redacci¨®n de un cat¨¢logo -?por qu¨¦ no un dec¨¢logo?- de comportamientos inconve
-nientes que justifican la expulsi¨®n de los predicadores del odio y el crimen. Los que difundan determinadas doctrinas, cuyos l¨ªmites nunca estar¨¢n claros, pueden ser arrojados a las fronteras de la nada sin tr¨¢mites enojosos. Como propone un tabloide ingl¨¦s, sin rodeos ni cortapisas: "Ech¨¦moslos a patadas".
Afortunadamente el alcalde de Londres Ken Livingstone, apelado "el rojo", se ha incorporado a los habitantes de las torres de marfil, criticando, severa y racionalmente, las propuestas. Los guardianes del orden no podr¨¢n acusarle de ensimismado, mientras controla el funcionamiento de una ciudad de m¨¢s de diez millones de habitantes que apoyan masivamente su gesti¨®n. Su insensibilidad ser¨ªa incompatible con su cargo.
Las trampas de este juego han quedado al desnudo. Nadie puede resignarse a ser excluido del debate. Se alzan voces, cada vez numerosas repudiando la pol¨ªtica suicida de predicadores banales solamente preocupados por los intereses de unos pocos. Los habitantes de las torres de marfil comienzan a ser millones que s¨®lo quieren preservar la raz¨®n y la necesidad de la cr¨ªtica frente a los que pretenden demostrar, con trampas dial¨¦cticas, que los ¨²nicos valores respetables son los que cotizan en Bolsa. Las torres de marfil pueden ganar la partida y dar jaque mate a los caballos desbocados y a sus apocal¨ªpticos jinetes.
Jos¨¦ Antonio Mart¨ªn Pallin es magistrado del Tribunal Supremo.
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