La isla de B?cklin
He hecho un sondeo entre mis amigos y todos dicen lo mismo: cuando perciben con el rabillo del ojo el monumento a Jacinto Verdaguer, en la intersecci¨®n de la avenida Diagonal con el paseo de Sant Joan, sienten inquietud y hasta una pizca de angustia. A m¨ª me sucede lo mismo. Esa angustia la asoci¨¦ durante mucho tiempo a los regresos de los veraneos infantiles: fueron en la era de antes de las autopistas, entr¨¢bamos en coche a Barcelona y nos pas¨¢bamos las horas atascados en la Diagonal, apretados en el coche, coci¨¦ndonos bajo un sol de justicia, oyendo el estr¨¦pito malhumorado de las bocinas. Ya desde lejos pod¨ªas ver a Verdaguer muy airoso e indiferente sobre su columna, 20 metros por encima del embotellamiento, de la multitud acalorada y aburrid¨ªsima en sus coches. Como su negra silueta reverberaba en la calina, parec¨ªa animado de alg¨²n tipo de vida milagrosa, y fantaseabas con la idea de que recurrir¨ªa a sus poderes de beato para agilizar el tr¨¢fico y que pudi¨¦ramos llegar a casa de una vez. Pero nones. Te ibas acercando poco a poco. Su masa de oscuro bronce, popularmente conocida como "el cuervo" -seguramente en homenaje al lac¨®nico pero reiterativo p¨¢jaro que invitaba a Poe a la desesperaci¨®n-, iba creciendo. Parec¨ªa que nunca ibas a dejar atr¨¢s la maldita columna. Por fin, despu¨¦s de dejarla atr¨¢s, el tr¨¢fico flu¨ªa con m¨¢s diligencia.
He acabado por comprender que la inquietud que provoca la visi¨®n del monumento a Verdaguer nada tiene que ver con atascos de circulaci¨®n del a?o de la catap¨²n, sino con algo m¨¢s enigm¨¢tico y bello, algo que un artista visionario, Arnold B?cklin (1827-1901), represent¨® magistralmente en su cuadro La isla de los muertos. La reproducci¨®n que usted puede ver en esta p¨¢gina rescata en blanco y negro un poco de su hipn¨®tico atractivo: vemos una peque?a barca o esquife, en la que viajan un remero y una figura blanca, erguida, envuelta en una t¨²nica blanca. Junto a la proa llevan un f¨¦retro, dispuesto transversalmente. Bajo un cielo de tonalidades oscuras, melanc¨®licas, la barca se desliza por aguas tranquilas hacia una peque?a isla rocosa, donde se ven algunas construcciones obra de mano humana, entre ellas algunas tumbas excavadas en la roca. El pintor se hab¨ªa propuesto realizar "un cuadro muy silencioso", "un cuadro para so?ar", para complacer a su destinataria, Marie Berna, futura condesa de Oriola, que acababa de quedarse viuda de su primer marido. B?cklin imagin¨® primero la isla solitaria y en el ¨²ltimo momento a?adi¨® la barca.
Aquella visi¨®n que represent¨® cinco veces, en cinco versiones -primero aclarando el cielo, que al principio era nocturno, luego precisando los contornos de la isla y a?adiendo el murete y el embarcadero donde s¨®lo hab¨ªa una playa oscura-, la copiaron, consciente o inconscientemente, el arquitecto Pericas y los artistas Borrell y Osl¨¦ en el monumento al poeta de La Atl¨¢ntida, inaugurado por Alfonso XIII en 1924. Ah¨ª est¨¢ la peque?a isla, y en ella tres segmentos de balaustrada que sugieren el hemiciclo con las oquedades de las tumbas, y los f¨²nebres cipreses; la figura siniestra que se acerca en un esquife ha sido elevada sobre la columna, no iban a dejarla en medio de la calzada. Ah¨ª tambi¨¦n esa grave monumentalidad e impresi¨®n de majestuosa soledad. Quien a pesar de la evidencia guarde alguna duda sobre la estrecha relaci¨®n entre el monumento y el cuadro de B?cklin, puede consultar ?ngeles y demonios, de Rosa Giorgi (Electa), donde se relaciona la isla de los muertos con el mito al que dio nombre Plat¨®n en el Timeo y el Critias: la Atl¨¢ntida. O puede ir a Florencia y observar el monumento funerario a B?cklin en el Camposanto agli Allori, monumento que consiste en una columna. Con la ingenua cita de Horacio "non omnis moriar" (no todo de m¨ª morir¨¢), grabada en la base.
Pudo creerlo B?cklin, juzgando por el ¨¦xito avasallador de que disfrut¨® en las ¨²ltimas d¨¦cadas de su vida. En efecto, as¨ª como ciertos comedores dom¨¦sticos de nuestros tiempos estaban y a¨²n est¨¢n presididos por una reproducci¨®n de Los girasoles, de Van Gogh, o de Guernica, de Picasso, en papel o esmalte, de la misma forma hasta mediados del siglo XX sol¨ªa colgarse en comedores parecidos una copia de El ¨¢ngelus, de Millet, o de La isla de los muertoa, de B?cklin. Iconos de larga duraci¨®n, de hechizo persistente.
Pero el de B?cklin pierde su magia. Es curioso que siendo un pintor tan interesante y habiendo sido tan famoso y exaltado durante varias generaciones tanto por las masas como por las ¨¦lites, y entre otros por los pintores surrealistas, como De Chirico, Dal¨ª y Max Ernst, a partir de la II Guerra Mundial su obra cayese en el olvido, del que se salva a duras penas este cuadro. No creo que se deba a que el llamado "discurso" dominante del arte se aleja, a partir de los impresionistas, de la pintura simbolista y literaria de B?cklin. Creo m¨¢s bien que sufre, como otros rom¨¢nticos alemanes, la maldici¨®n de Hitler. Era uno de sus pintores preferidos. Un d¨ªa, contemplando cierto paisaje, Hitler exclam¨®: "?Por fin comprendo a B?cklin!". Y hay una foto tomada en la canciller¨ªa del Reich, el 12 de noviembre de 1940, en la que Hitler negocia con M¨®lotov. Al fondo se ve La isla de los muertos...
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