Un pa¨ªs de obesos
Recuerdo que cuando yo era profesor en Indiana University, la peque?a ciudad de Bloomington, donde quedaba el campus, ten¨ªa un solo shopping mall que no quedaba lejos de casa y que acostumbr¨¢bamos visitar para entretener a nuestros entonces peque?os hijos. Era el rito de los fines de semana que nos permit¨ªa comprar lo que necesit¨¢bamos (con m¨¢s frecuencia, lo que realmente no necesit¨¢bamos), dejarlos corretear por el amplio pasillo, curiosear las novedades en la librer¨ªa y, sobre todo jugar el divertido juego que hab¨ªamos inventado para los ni?os: el de hacerlos competir en qui¨¦n descubr¨ªa y contaba los traseros m¨¢s descomunales entre los clientes y visitantes del lugar. En verano era m¨¢s f¨¢cil porque los hombres andaban en shorts y las mujeres en bermudas el¨¢sticos y generalmente rosados que dejaban a la vista la copiosa celulitis de sus monumentales muslos. Lo m¨¢s divertido era que nosotros, como padres responsables, ten¨ªamos la decisi¨®n final sobre cu¨¢les traseros reun¨ªan los m¨¦ritos necesarios para ser dignos de consideraci¨®n, lo que creaba agradables disputas entre ellos porque algunos ejemplares de menor cuant¨ªa eran descalificados de sus respectivas listas. El ganador, por supuesto, se hac¨ªa acreedor a un helado o a un regalo especial. Los c¨®mputos sol¨ªan alcanzar dos o tres docenas en los mejores d¨ªas, y eso que nuestros criterios eran exigentes.
La vida en Bloomington, t¨ªpica ciudad del medioeste norteamericano, era lenta, apacible y aburrida como las praderas que la rodeaban. Peor durante las vacaciones de la Universidad, alrededor de la cual casi toda la actividad cultural giraba. Cuando los estudiantes se marchaban, la ciudad mostraba su verdadero rostro: un pueblo de campesinos, todos inmaculadamente blancos, con h¨¢bitos muy simples, mentalidad muy conservadora, desconfiados de los modales m¨¢s mundanos de los estudiantes y de las gentes de fuera, sobre todo si ten¨ªan la piel oscura. A la hora de comer, los nativos carec¨ªan de la menor sutileza o sofisticaci¨®n: pizzas, hamburguesas o s¨¢ndwiches de pavo o queso barato colmaban todas sus expectativas gastron¨®micas; un steak con papas fritas e inundado en catchup era una delicadeza para d¨ªas especiales. A?os y a?os de consumo de esa dieta u otras variantes de la llamada "comida r¨¢pida", frecuentemente ingerida con gaseosas o leche fr¨ªa (que complica el metabolismo), hab¨ªan producido generaciones de familias cuyos miembros, viejos y j¨®venes, eran todos gordos; los ve¨ªamos caminar lentamente, con la respiraci¨®n agitada y los tobillos vencidos bajo el peso de sus grasosas carnes. No quiero sugerir con esto que la gente de Indiana era la ¨²nica con esos h¨¢bitos de comida, sino que su porcentaje o volumen eran m¨¢s notorios en comparaci¨®n con la de Nueva York o Los ?ngeles, cuyo estilo de vida era m¨¢s activo, atl¨¦tico y adem¨¢s expuesto a las variedades de la gastronom¨ªa ¨¦tnica, que ya empezaba a ser la gran moda que es ahora.
Pero pese a esto ¨²ltimo, a la preocupaci¨®n por la silueta, los gimnasios, el deporte y otros h¨¢bitos agregados a la vida moderna, hoy la obesidad en el pa¨ªs ya no es s¨®lo un problema que afecta a un grupo minoritario: es una epidemia nacional de vastas proporciones y graves consecuencias que, seg¨²n los especialistas en salud p¨²blica, van a empeorar si no se toman medidas radicales. Este mal no respeta edades (hay ni?os que pr¨¢cticamente nacen gordos y morir¨¢n por ello), sexo, raza (aunque los negros parecen ser los m¨¢s afectados), grupo social o condici¨®n econ¨®mica. La epidemia es tan aguda que est¨¢ afectando la vida misma de los que no son obesos. M¨¢s de una vez me ha tocado viajar en un tren o un bus al lado de una persona cuyo cuerpo se desparramaba sobre mi asiento, reduci¨¦ndome a una especie de escu¨¢lido suplemento o par¨¢sito adosado a las colosales carnes de mi vecino, A¨²n no puedo olvidar el penoso vuelo transatl¨¢ntico al lado de un opulento pasajero, que adem¨¢s era muy nervioso, se re¨ªa con los juegos que ve¨ªa en la pantalla de su laptop y ten¨ªa unos espesos vellos rizados en los brazos desnudos que estuvieron siempre en torturante contacto conmigo. Las autoridades de transporte est¨¢n pensando seriamente en soluciones pr¨¢cticas, no para reducir esas carnosas moles, sino para acomodarlas, ampliando el tama?o de los asientos en los veh¨ªculos de servicio p¨²blico, Y, por supuesto, quejarse en voz alta cuando hay una persona que ocupa un asiento y la mitad del otro, no es recomendable porque ser¨ªa desconocer injustamente los derechos civiles de los pobres obesos, que al fin y al cabo son enfermos; al parecer, los flacos somos todav¨ªa la mayor¨ªa hegem¨®nica, aunque no s¨¦ por cu¨¢nto tiempo m¨¢s.
Hay muchas razones que pueden explicar esta nueva epidemia, desde la mala dieta arriba descrita (agravada por el h¨¢bito de comer a la carrera, de pie, hablando de negocios por tel¨¦fono y de llenarse el est¨®mago con snacks) hasta las gen¨¦ticas o ambientales, lo que servir¨ªa para entender por qu¨¦ las mulatas dominicanas, que comen toneladas de az¨²car y frituras, tienen cinturas de avispa, sin olvidar la tensi¨®n o estr¨¦s caracter¨ªsticos de la vida norteamericana. Algunos estudios al respecto est¨¢n volviendo a descubrir Am¨¦rica: los franceses que toman vino con su pato a la naranja o los espa?oles e italianos que usan abundante aceite de oliva sufren menos ataques al coraz¨®n que los que prefieren acompa?ar con leche o gaseosas su almuerzo de alimentos procesados en serie y servidos en cualquier McDonald's. Sin descontar ninguna de esas explicaciones, o la suma de todas ellas, la lectura de un reciente estudio me ha convencido de que la primera causa es otra: la superabundancia y el desperdicio, ambos absurdos, de productos alimenticios.
Un rasgo propio de la cultura norteamericana es el exceso, la tendencia de su industria a inundar los respectivos mercados y a ofrecer en cada ¨¢rea (de autos a ropa interior, de televisores a pasta dental, de armas de destrucci¨®n masiva hasta libros) casi inagotables posibilidades de elecci¨®n, lo que da a los compradores la sensaci¨®n de libertad y de opciones siempre abiertas y nuevas. Lo mismo ocurre, por supuesto, con los productos agr¨ªcolas, que se acumulan por toneladas en inmensos silos, y los que manufactura la industria alimenticia con ellos.
Es realmente abrumador ver la cantidad de latas de mayonesa o frascos de salsa de tomate, cada uno con su colorante, sabor artificial, aroma, textura, tama?o u otras variantes, que pueden encontrarse en un solo supermercado. En todos los rubros se produce m¨¢s de lo que es posible consumir, y eso convierte a los manufacturadores y sus agentes publicitarios en verdaderos pushers de sus mercanc¨ªas. Un modo eficaz de estimular al comprador es ofrecerle "dos por el precio de uno", o ponerle al envase m¨¢s grande el precio m¨¢s conveniente, para darle la ilusi¨®n de que est¨¢ ahorrando; la idea es hacernos llevar a casa lo que sobrepasa nuestras necesidades. Me doy perfecta cuenta de que hoy esta t¨¦cnica de mercadeo es universal, pero en Estados Unidos es absolutamente indispensable y se usa de manera tan sistem¨¢tica como astuta: sin ella, los anaqueles desbordar¨ªan con productos viejos que impiden la exhibici¨®n y venta de otros nuevos, trabando as¨ª la compleja red de producci¨®n y consumo.
El hecho es que hay una sobreproducci¨®n general y que tenemos que consumirla en gran volumen y lo m¨¢s pronto posible para que el sistema econ¨®mico no se desplome. Para las cadenas de comida r¨¢pida y otros establecimientos similares, que trabajan con productos perecibles y donde la competencia es fren¨¦tica, los clientes dif¨ªcilmente pueden resistir la tentaci¨®n de ofertas como all you can eat o de comprar, a precio especial, los platos que exceden el tama?o normal; las porciones gigantescas ahora de moda son invitaciones a comer m¨¢s all¨¢ del l¨ªmite de lo satisfactorio o saludable, aprovechando la ganga de tener m¨¢s comida en el plato sin pagar extra. Psicol¨®gicamente, aunque lo que me ponen sobre la mesa exceda lo que puedo comer tiendo a creer que es justo lo que puedo comer; poco a poco, nuestros est¨®magos se acostumbran a esas porciones que, para alegr¨ªa de los que las venden, se convierten en normales y finalmente en m¨ªnimas. El resultado es evidente: un pa¨ªs de obesos. Y como esos h¨¢bitos tienen el prestigio de ser pr¨¢cticos o "modernos" y se han extendido por otras partes, la misma amenaza se cierne sobre todo el mundo industrializado. El juego que practicaba con mis hijos en Bloomington hoy podr¨ªa invertirse: contar cu¨¢ntas personas delgadas vemos en la calle. Pero eso tal vez no ser¨ªa tan divertido.
Jos¨¦ Miguel Oviedo es profesor de Literatura en la Universidad de Pensilvania.
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