Presentaci¨®n del lugar
La calle, ancha de casi 30 metros, recta y en pendiente moderada, no llega al medio kil¨®metro. Est¨¢ orientada en el eje norte-sur, lo que le asegura muchas horas de sol, incluso en los d¨ªas m¨¢s bajos del invierno. Tiene 12 esquinas a cada lado y la altura de las casas no supera por lo general las cinco plantas. La mayor¨ªa de las casas, de aspecto s¨®lido, se construyeron por bloques, coincidiendo con los trabajos de alineaci¨®n de la calle. Todo ello proporciona un mon¨®tono sosiego formal, singular en una ciudad de genios. Las aceras se acercan a los siete metros y est¨¢n bien arboladas; destacan, donde la calle arranca, la gran tipuana y un parterre de cipreses y olivos que amortigua el ruido inhumano del tr¨¢fico de la avenida lim¨ªtrofe. Desde all¨ª, y con el favor de la suave inclinaci¨®n, se observa que una monta?a pr¨®xima cierra el otro extremo de la calle. Las caracter¨ªsticas t¨¦cnicas proporcionan al lugar ventilaci¨®n e intimidad, lo cual es una rara mezcla urbana.
Mandri es la avenida de comercio del tranquilo barrio residencial que se extiende hacia el oeste y que lleva hasta Sarri¨¤ y Pedralbes
Los primeros movimientos de tierras se produjeron a mitad de la d¨¦cada de los veinte. Concretamente acostumbra a establecerse el 16 de febrero de 1926 como fecha de creaci¨®n de la calle, coincidiendo con un proyecto de modificaci¨®n municipal que afect¨® a la finca conocida como Can Mandri, aunque no fue hasta casi 20 a?os despu¨¦s, el 7 de julio de 1942, cuando la calle tom¨® nombre. Seg¨²n los archiveros municipales, calle de Mandri no parece obedecer, sin embargo, al honor de una casa determinada, sino al de la se?ora Josepa Mandri i Rif¨®s, ¨²ltima heredera de una familia de abogados y juristas.
Su orientaci¨®n sociol¨®gica es claramente burguesa y sus relaciones con el entorno, n¨ªtidas: es la avenida de comercio y encuentro del tranquilo barrio ajardinado, puramente residencial, que se extiende hacia el oeste y que lleva hasta Sarri¨¤ y Pedralbes. Por el contrario, hacia el este s¨®lo hay suburbios, peque?as calles amontonadas como los traseros de un teatro, donde se encuentran a veces soluciones habitacionales dignas de barrios m¨¢s ¨¦picos. El comercio es resplandeciente. En su estado actual un ciudadano podr¨ªa cumplimentar todos los tr¨¢mites de la vida sin abandonar el medio kil¨®metro. Se puede comprar ropa, v¨ªveres y vino, y novelas mallorquinas. Hay tambi¨¦n un relojero, para el tiempo, y un enmarcador de cuadros que se ocupa del espacio.
El tr¨¢fico, pac¨ªfico, ha tendido siempre a la autorregulaci¨®n, y hasta fecha muy reciente no se colocaron algunos sem¨¢foros in¨²tiles, coincidiendo con una desdichada disposici¨®n municipal que increment¨® el paso de autobuses. El ruido y el humo han aumentado, pero la s¨®lida urbanidad de la calle ha acabado engulliendo la afrenta, y hasta parece que los autobuses (y sus conductores) se comportan con un decoro inusual cuando penetran entre la tipuana. Cabe decir que entre los responsables generales de la ciudad y la propia calle ha habido desde antiguo tensas relaciones. Har¨¢ unos a?os caus¨® estupor entre los vecinos el proyecto municipal de construir un aparcamiento p¨²blico en lo alto de la pendiente. De haberse llevado a cabo, la obra habr¨ªa destruido la calle y su trama de afectos. Pero, por fortuna, los vecinos protestaron con vehemencia y el Ayuntamiento desisti¨®; m¨¢s, parece, por las consecuencias electorales que la protesta podr¨ªa haber tra¨ªdo que por comprender a fondo lo que habr¨ªan destruido aquellos planes.
A la placidez general contribuyen, sin duda, los dos parques. Uno, el m¨¢s antiguo, no da inmediatamente a la calle, pero siempre ha sido llamado el parque de Mandri. Es un lugar castigado por los perros, sus amos y la ojeriza municipal, y tiene malos momentos. Uno, en verano, cuando la floraci¨®n de los chopos lo cubre de pelusas y alergias, y otro cuando se instala un carromato de feria con su penuria y su pachanga. Pero hay noches en que corre por el aire un olor a drama de noche y a flor de acacia, y a¨²n es un placer atravesarlo. El otro parque es una peque?a joya de la orograf¨ªa. Est¨¢ en lo alto y le llaman los Jardines de Ca n'Altimira. Fue dise?ado a la manera rom¨¢ntica, a finales del siglo XIX. El parque tiene dos niveles unidos por dos puentes. Uno es muy peculiar porque copia el que John Roebling construy¨® sobre las cataratas del Ni¨¢gara: un puente pendulante de madera y hierro. En Altimira, y alrededor de su sala hip¨®stila, las noches de junio hay conciertos.
Se ha mencionado, y se deduce, el car¨¢cter burgu¨¦s del conjunto. Pero hoy ese car¨¢cter debe matizarse. Si uno observa con detenimiento las conversaciones en algunas de sus legendarias terrazas, en especial la del Bar Escoc¨¦s, o la del Bar-Bero, mucho m¨¢s burberry's; o recorre la calle al atardecer, cuando ha llegado ya el cami¨®n con frutas y verduras frescas a la tienda Camarasa; o comprueba en los parques, matinal y normalizado, que el tagalo es la lengua materna de los reto?os; en cualquiera de esos momentos sint¨¦ticos que ofrecen una ciudad y una calle, advertir¨¢ m¨¢s bien el eco de una burgues¨ªa, una m¨²sica en fode out. Esto es muy importante para entender los inquietantes susurros que recorren la calle, la alerta general desencadenada hace ya algunas semanas y el temor para este invierno, muy delicadas materias de las que el pr¨®ximo cap¨ªtulo tratar¨¢.
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