El gran Eduardo
Ten¨ªa el porte de hombre educado a la inglesa que ¨¦l achacaba a su a?orada formaci¨®n republicana. Escuchaba con consideraci¨®n, no daba consejos aunque se le pidieran, tampoco hac¨ªa reproches. Su forma de respetar a los dem¨¢s era dar alas a la libertad de cada cual. As¨ª trat¨® a sus amigos, a sus parejas, a sus hijos, naturales o adoptados, por mucho que alg¨²n execrable libro quiera vender lo contrario. Sus enemigos, chamuscados por su imbatible lucidez pol¨ªtica, rebuscaron con fobia motivos para la calumnia. Le hicieron da?o, pero ¨¦l no dej¨® por ello de seguir analizando este mundo con su incorruptible libertad de criterio, apartando la farfolla de las cuestiones de fondo, por lo que se convirti¨® en referente imprescindible para miles de lectores y de oyentes, hoy algo hu¨¦rfanos. ?Qui¨¦n va a poder reemplazarle?
Presum¨ªa de ser pesimista, aunque era evidente su vitalidad para luchar por una sociedad justa. Se manten¨ªa atento a los avatares de este mundo hasta en sus peque?os significados: no se perd¨ªa una pel¨ªcula, incluidas las malas, y acud¨ªa disciplinadamente a su trabajo aunque supiera de antemano que la obra de teatro no iba a ser de su inter¨¦s. Nunca dej¨® de escribir su columna diaria por mucho que la desgracia y el dolor le hubieran dejado exhausto aquel d¨ªa. No s¨¦ de d¨®nde sacaba tiempo, adem¨¢s, para mantenerse al d¨ªa en sus lecturas, para disfrutar con deleite de la comida y de alg¨²n eventual digestivo, etiqueta negra, por supuesto, y hasta para conversar largamente con amigos.
Fue leal consigo mismo defini¨¦ndose como "rojo", y siguiendo las pautas de respeto y cortes¨ªa en que se hab¨ªa amamantado. Dirigiendo peri¨®dicos -el Espa?a, de T¨¢nger- o siendo responsable de revistas -Triunfo y Tiempo de historia-, jam¨¢s se le vio perder las formas aunque los errores de alg¨²n periodista hubieran merecido un coscorr¨®n. As¨ª lo hab¨ªa aprendido de su padre Eduardo, que fue condenado a muerte, y de do?a Mar¨ªa, su madre, que, ya anciana, a¨²n manten¨ªa, como ¨¦l, la cabeza erguida y la mirada al frente. Con elegancia, con paciencia, sin humillar a nadie, Eduardo trataba de subsanar el error del periodista equivocado, al que facilitaba luego nuevas oportunidades; alguno de ellos, por cierto, le correspondi¨® m¨¢s tarde con la traici¨®n.
Seductor, coqueto, amante de las chicas, l¨²dico en su timidez, no re¨ªa chistes salvo el accidental gracejo de alguna observaci¨®n oportuna, y siempre con discreci¨®n, sin carcajadas. ?l mismo hac¨ªa bromas: "S¨®lo recibo mensajes por correo electr¨®nico sobre Viagra y alargamientos de pene: se ve que alguien me ha denunciado". De memoria prodigiosa, s¨®lo fr¨¢gil para alg¨²n nombre remoto, o m¨¢s recientemente para nombres cercanos, no guardaba rencores, o al menos no los manifestaba. Como mucho le aparec¨ªan extra?as hinchazones en el rostro, como si le hubiera picado alg¨²n mal bicho. ?l prefer¨ªa recrearse en sus tiempos de ni?o republicano, en aquel Madrid previo a la guerra, donde crey¨® en una felicidad nacida de la justicia social. Los tiempos siguientes le fueron conduciendo al desencanto, pero nada perturb¨® su lucidez, su delicadeza, su sentido de la convivencia, una nobleza ajena a trapicheos. Hasta su forma de morirse ha sido discreta, y en cierto modo afortunada para ¨¦l por lo inesperado, suerte que merec¨ªa y que se gan¨® a pulso. Orden¨® que su cuerpo no fuera incinerado; que las partes que de ¨¦l a¨²n sirvieran fueran donadas a escuelas de medicina. Otra lecci¨®n. Lo espantoso es la ausencia que deja a la media Espa?a que quedamos sin su gu¨ªa, sin su sabidur¨ªa.
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